ventana 1 / norte
La ventana de la derecha es la única de las cuatro que no lleva visillos a ninguna hora del día. A pesar de que exhibe con impudicia los vidrios descubiertos, por más empeño que pongo en mirar la vida que se lleva dentro del cuarto, me encuentro con que el vidrio refleja lo que ocurre fuera. Al echar la cabeza hacia atrás veo que las ramas de la falsa acacia que crece de este lado se miran en la ventana de la casa de al frente como en un espejo; se miran y se agitan. Abro mi ventana para que entre la agitación. Entran los sonidos de la calle.
Sólo una vez vi abiertas las ventanas de la casa de al frente. Sucedió un fin de semana. El médico me había aconsejado no caminar y pasaba las horas sentada en el escritorio. Hasta mi ventana llegó la música de una radio. Eran las ventanas de la casa de al frente. A hurtadillas espié las paredes de adobe pintadas de damasco; la ampolleta colgaba del techo, la luz blanca seguía a trompicones lo que ocurría en el piso, los invitados eran pocos. A la mañana siguiente las ventanas despertaron del sueño con los ojos hinchados. Ni para ventilar las volvieron a abrir.
Tres de las cuatro ventanas lucen visillos. La gasa en la que fueron confeccionados debió entrar a la casa transparente y el tiempo se encargó de engrosarla. Aunque corre brisa, la brisa no la agita. Como las ventanas están obligadas a mirar hacia el sur, el sol se ve compelido a entrar por la puerta de los cuartos, desde una galería que corre de poniente a oriente. Por las ventanas sólo entran sombras. He visto a las ramas de la falsa acacia sentarse en el sillón, ponerse de pie y desaparecer.
La casa de al frente tiene una segunda hilera de ventanas que da hacia el poniente. Desde el escritorio no las alcanzo a distinguir. Hacia adentro veo mi pasillo, la cocina, el refrigerador. Lo único que encuentro en el refrigerador es un trozo de queso, algo de pan y un concho de vino de la botella con la que me pagaron una clase magistral que di en una universidad privada. Días después, en un coloquio me obsequiaron un grabado de Toral. Una amiga dijo que le puedo sacar doscientos mil pesos, pero tendría que encontrar a un ricachón que le guste Toral; ella piensa que los grabados son un negocio que un funcionario de la universidad tiene con Toral y que, mientras Toral se sienta en una mesa con mantel, atendido por su mujer, yo estoy tostando el pan de ayer. A mí me preocupa más qué haré con los objetos que están entrando a mi casa en vez de entrar a mi cuenta corriente; sería terrorífico que terminara ocupándome de vender los productos que me entregan a cambio de mis pensamientos.
El médico dijo que en caso de una urgencia podía bajar la escalera de a un escalón. Al salir de la panadería me encuentro con que han restaurado las ventanas de la casa de al frente que dan al poniente. No recuerdo la última vez que, entre todas las ventanas de la esquina, me fijé en ellas. La mano de pintura que se encargó de renovar el poniente se detuvo justo en el vértice de la casa. Del poniente quedó la casa renovada y del sur, la casa anterior. Como límite, la mano de pintura dejó a la única ventana con balcón que mira hacia las cuatro direcciones del viento.
El dueño de la panadería me cuenta que ahora allí alquilan cuartos a extranjeros. Me cuesta imaginar que la parte de la casa que da al sur maneje el negocio del poniente. Tal vez un nieto se percató de que los visitantes extranjeros vienen con el sueño de vivir en casas de adobe y pidió permiso para remodelar la parte de la casa que las sombras ya no usan; si no pidió permiso, debió tomárselo. Eso podría explicar los mosaicos con aire falsamente antiguo que mandó a poner en el frontis, el rescate de las maderas de las ventanas y de la escalera. Las sombras del sur deben considerar que la inmortalidad del poniente no tiene que ver con ellas y, en vez de abrir las ventanas y refrescar la casa, echaron los visillos y arrojáronse a la siesta.
La que puede saber lo que ocurre en la casa de al frente es mi vecina y dueña de la fuente de soda, que viene subiendo la escalera.
¿Supiste la novedad?, pregunta al ver mi cabeza asomada a la puerta.
Imagino que va a contarme algo acerca de los extranjeros que viven en las ventanas del poniente, pero no.
Me compré el departamento de la Virgi.
¿Ya no vive más aquí?, le pregunto asombrada.
A mi vecina no le cabe en la cabeza que, viviendo en el cuarto piso, desconozca yo lo que ocurre en el segundo. Tiene razón, no es comprensible.
La Virgi ha estado en todos estos asilos de ancianos —mueve sus dedos gordinflones— pero no se ha podido acostumbrar, así que ahora se la lleva un sobrino para Buín.
La señora Virgi es la más antigua habitante del edificio. Toda su vida útil trabajó como profesora normalista y jubiló como tal. En ambos terrenos es virgen, al menos eso me contó mi vecina: Virgi es virgen. Cuando todavía le funcionaban las piernas, las tardes en las que hacía buen clima, atravesaba el centro hasta el Teatro Municipal y, por el otro lado, llegaba hasta Rosas; atildada igual que hace treinta años.
La vez anterior que encontré a mi vecina, también me habló sobre Virgi; se quejó de que la tenía loca. Llamaba todos los días a la fuente de soda para que le cruzaran el almuerzo y luego reclamaba que la comida estaba mala.
Siempre a la hora en la que tengo más clientes. Si no fuera porque tengo buen corazón, se quejó entonces.
Estando las ventanas del departamento de Virgi situadas igual que las mías, el paisaje que tengo al frente es lo que ella veía mientras telefoneaba a la fuente de soda para reclamar el almuerzo que tardaba. Yo vivo dos pisos más arriba. Ella dos pisos más abajo; aunque no podía mover las piernas, casi podía tocar con sus dedos las cabezas de los cerrajeros que trabajan en el kiosko, del diarero, del dueño de la otra fuente de soda que hace la competencia a la de mi vecina; contabilizar los autos, distinguir a los taxis de los camiones repartidores; atender los movimientos de los dos cuidadores de autos; acompañar las horas muertas de la peluquería y las horas pico de la fuente de soda, seguir a la garzona con la bandeja mientras cruzaba la calle, apurada, le dejaba el almuerzo apurada y se marchaba. Estando tan cerca, ninguno de ellos la veía acercarse a la bandeja plástica con olor a cloro, mirar la sopa y el guiso que todos los días se le atragantaba, levantar la bocina del teléfono y esperar a que desde el otro lado de la calle, en la fuente de soda, mi vecina le respondiera que no tenía tiempo para atender sus quejas.
Un día, sobrepasada por el trabajo que le demanda la fuente de soda y por un marido incapaz de llevar la fuente de soda, mi vecina le llegó a decir que si no le gustaba la comida de la fuente de soda, se buscara otro lugar.
En ese último año las piernas de Virgi ya no sostenían los alimentos que necesitaba para cocinar en su departamento. O conseguía una forma de alimentarse o no podría seguir viviendo sola. Fue lo que subterráneamente le dijo mi vecina. Lo mismo el sobrino. Virgi consiguió una mujer que una vez a la semana le compraba alimentos y se los cocía, pero se aburrió de limpiar las ollas que Virgi quemaba al calentar la comida que la otra congelaba.
Me pregunto cuán grande habrá sido el corazón de mi vecina; cuánto influyó el sobrino para que Virgi vendiera su departamento y se fuera a vivir con él y con su familia a una casa tan lejos de sus paseos por el centro. Cuántas veces le hará ver el sobrino que no le está yendo bien en los negocios, para cuántas sacadas de apuro alcanzará el dinero que ella guarda en el banco. Lo más curioso es la motivación que indujo a mi vecina a quedarse con el departamento del segundo:
Cuando llegue a vieja, no me van a dar las piernas para subir hasta el cuarto piso así que voy a vivir en el departamento de la Virgi y arrendar aquí arriba a extranjeros.
Subo la escalera lentamente hasta el cuarto piso. Al llegar arriba, reparo en que mi vecina tiene cinco años menos que yo. En la casa de al frente, las sombras se ríen.
ventana 2 / norte
El socavón está a pocos metros de la cumbre del cerro San Cristóbal. No todos los días es visible. Hoy amanece nublado y no se ve. Ayer domingo se veía. Puede tratarse de un corrimiento de tierras, producto de un terremoto o de una lluvia, o vino de la mano del hombre y de sus máquinas. Para llegar allí, hay que subir en el funicular hasta el Santuario de la Virgen y descender caminando; quién sabe si habrá sendero. La búsqueda de la verdad demanda un gran esfuerzo. Tuve fuerzas para colgar un ventilador de aspas y poner persianas en las ventanas que miran hacia el poniente. Pasado el mediodía, reúno fuerzas para encender el ventilador y bajar las persianas. Me tiro en el sofá, no miro el techo, miro la ventana y por la ventana me encuentro con el socavón.
En el año 1904 se puso la primera piedra del Santuario de la Virgen del cerro San Cristóbal. Desde entonces casi todos los gobiernos hicieron una modificación. Si inaugurar obras todavía hace subir las encuestas, por muchos años la obra preferida de las autoridades fue el Santuario de la Virgen. Había un electorado más católico que halagar. El más reciente inaugurador de obras fue el presidente Ricardo Lagos, una de sus últimas inauguraciones fue la de un tren inexistente entre Santiago y Puerto Montt.
En una de las remodelaciones al Santuario, el empresario que se adjudicó el contrato debió preguntarse para qué voy a comprar tierra en una cantera si en el cerro tengo gratis. El que vino después pensó: uno más no se va a notar. De tanto meterle mano, en el cerro quedó un socavón, el socavón fue adquiriendo la forma de un altar.
No encuentro persona que quiera ayudarme a saber lo que ocurrió. La mayoría desconoce que el cerro tiene un socavón y cuando les explico en qué parte se encuentra, no parece interesarles, me arriesgo a pensar que no le encuentran asunto a mi dedicación.
Una de mis mejores amigas opina que no es beneficioso pasar el verano pensando en un socavón y me invita a visitarla al sur. En el bus de ida me hago un esguince en la rodilla izquierda y, en el de vuelta, en la derecha. Vuelvo al socavón.
Un vecino que encontré comprando pan en el almacén me cuenta que escuchó decir a su padre que la tierra del cerro fue usada para construir una obra en otra parte de la ciudad, no recuerda si en el río Mapocho o dónde. Le pido que le pregunte a su padre si recuerda algo más, pero su expresión me dice que no le encuentra sentido a que su padre recuerde.
Si hubiesen sacado tierra de lados diferentes del cerro no se habría formado un socavón; en las hendiduras crecen arbustos, maleza y a las piedras que ruedan les dan ganas de asentarse. El método es menos dañino para el cerro pero los empresarios tienen idea fija de que el tiempo es oro. Resulta difícil de creer que ningún empleado vio pasar los camiones cargados con tierra. Son empleados fiscales, cometieron traición a la patria al cerrar los ojos ante el saqueo; hubiese sido fácil probar el delito, la tierra deja un rastro. Pero la autoridad prefirió dar la orden de barrer la huella, no la falta.
Las primeras noches de invierno arrojan una sucia neblina sobre la ciudad, la niebla cubre la Virgen y el Santuario, yo sigo viendo el socavón.
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