Cinco jaulas de hierro montadas sobre el acoplado de un remolque. Llegaban siempre de noche, a oscuras; sin estruendo ni bocinas, con las luces apagadas, alumbrando con intermitentes la difusa huella que llevaba hasta la planicie. Apenas el verano secaba el estero, montaban campamento sobre su lecho. Más allá de la línea del tren, atrás del basural que sentenciaba el final del pueblo, las carpas se allegaban por temporadas y luego se iban dejando sus escombros.
Las caravanas se sucedían pero año tras año llegaban siempre los mismos. Recorrían el terreno a tientas, evitando piedras, ramas y pájaros muertos. El paisaje después de las lluvias cada año era distinto. Aunque Santos conocía el camino, no quitaba los ojos de enfrente.
La helada se oponía al avance escondiendo entre una espesa niebla los detalles que podían resultarle familiares. El tosco vaivén del remolque lo mantenía despierto, pero el pulso tibio y persistente de las luces lo inducía inevitablemente al sueño. Era una lucha permanente; Santos, con esfuerzo, resistía en la vigilia. Fuera un instante, si acaso en un bache caía dormido, tomaba conciencia enseguida y ese mismo sobresalto lo volvía más atento. La helada inundaba el valle como el fantasma de una marea antigua. Santos, como los peces, la vista fija, no pestañeaba.
Distinguía entre las sombras la silueta de un paisaje que no reconocía. En otoño, con las primeras lluvias, la acequia escuálida donde las hembras se alejaban a sacar el agua se cubría silenciosamente de hojas secas que caían de los cerros escondiendo el río bajo una costra parda y rojiza. Estancada se estremecía al sol, como si brillara; era la brisa tibia que anunciaba la llegada del invierno. Mansa, al filo del agua, la crecida bajo la superficie lentamente rebasaba sus orillas. Y así ocurría un día que la hojarasca comenzaba a derramarse, descascarándose entre las piedras como un manto de escamas que a poco andar se descosía en la corriente de un caudal que entrada la primavera ensordecía el valle como un río trueno.
A la vuelta de la rueda, por una huella secundaria, Santos dio con la cerca que separaba el páramo de los terrenos que en verano aparecían ensanchando la ribera. Detuvo el motor y apagó los intermitentes. Tomó un trapo para desempañar el parabrisas y permaneció inmóvil hasta que la máquina se ahogó completamente. Las caravanas se sucedían, cada año eran los mismos, pero esa noche, las cinco jaulas llegaban antes que nadie. Más allá del alambrado, los recuerdos de una vida itinerante; la huella virgen de barro que sólo delataba la soledad y la lluvia.
Anda, ya estás babeando, dijo Santos antes de encender un cigarrillo. Buscó refugio en su chaqueta cobijando el fósforo entre sus manos. El fuego iluminó la cabina un instante revelando un bulto hirsuto que dormía bajo las mantas.
Abre la reja, demandó.
Despierta, te dicen, la zamarreó cabrón.
Bajó la ventanilla y la helada empañó los vidrios. El silencio que sumía al valle hacía que los gritos resonaran en la hembra como un eco lejano venido desde adentro. Nara soñaba el trato cotidiano. Encerrada en la cabina, despertaba sacudida con el arribo.
Quejó estirándose felina en un bostezo que irritó la hiel de Santos hasta el punto en que pensó bajar él mismo. La desidia de la hembra, esa lánguida protesta toda vez que la tarea no era de su agrado, mellaba su flaca paciencia harta ya de montar, en cada pueblo, ante el menor inconveniente, siempre el mismo espectáculo. Qué tarea es de mi agrado, se veía Santos paleando estiércol.
¿Dónde estamos?, preguntó dormida.
Casi llegamos, ¿no ves?
La niebla comenzaba a disiparse. Nara volvió a bostezar. Se restregó los ojos, dejó a un lado los arrobos y se animó sin queja a encarar el frío. Su figura atravesó la helada demorando sus gestos; era apenas una sombra, consumida y frágil, que pisaba leve, como un zancudo, el barro seco acumulado por las lluvias. Santos encendió el motor y alumbró la senda hasta la cerca. Tamizada por la bruma, Nara se perdía.
Las lajas arrastradas por las lluvias devolvían a través de la bruma el pálido reflejo de la luna llena. En mitad de la pendiente, cerro arriba serpenteando la quebrada, la presencia luminosa de las piedras, vigilando el valle como cruces, alentaba a Santos a seguir, pues le indicaban que estaban cerca. Nara, en cambio, padecía acurrucada a las mantas, y asolada por el desamparo trataba de dormir con la conciencia afligida por un mal presentimiento.
Escuchó su voz, hizo esfuerzo por acompañarla:
Ya cambió el viento, dijo Santos, empezó a correr el viento helado.
La ronca voz de Santos la arrastraba por el valle peligrosamente, acercándola a las rocas que en lo alto vigilaban la planicie. Nara divagaba entre la niebla, caminaba por la huella que llevaba hacia las piedras. Tiritaba bajo las mantas entumida en fiebre.
Año tras año atravesaban la provincia y la miseria los acompañaba donde fueran. En los pueblos se sabía que ella era la causa de su mala fortuna. Nara era yeta. Y además, muy puta. Pero supo estar ahí casi siempre para acompañarlo. Estaban juntos cuando entraron a avisarle que su madre había muerto. Cuando lo echaron a patadas de la jaula, ella le ofreció la suya y le prestó dinero sin pedirle nada a cambio. Arrancaron juntos del incendio, juntos de los gitanos, la noche en que perdió la calma y el buen Santos comenzó a cobrarse revancha. Nara supo ocultarlo. Lo alentó a seguir, a huir con ella para comenzar todo de cero. Escaparon lejos, a probar suerte, pero fuera donde fueran, la ruina les pisaba los talones. Desgracia tras desgracia, siempre estuvo a su lado. Santos no podía abandonarla: Nara era su tumba.
El frío terminó por convencerlo. Viene del este, aseguró, luego por fin cerró la ventanilla. Cuando pasaron sobre el bulto ella temió que fuera una de sus crías. Santos la sacudió inquieto: Qué estupideces, le dijo. Habla sana, le dijo, pero era inútil. La niebla subía por las lomas ocultando las grutas. No te detengas, pidió: Nara lo prevenía. Santos apagó el motor y se quedó esperando atento al retrovisor. En el espejo vio cómo la sombra condensó en una silueta que tomó la forma oscura de un hombre.
¿A dónde vas?, le dijo.
A morirme de hambre, respondió apostando sus costillas contra el vidrio:
¿Y esas jaulas?, preguntó.
Para los que preguntan, le dijo.
Escucharon su risa con atención. Era una risa nueva y contagiosa. Una carcajada loca parecida a un incendio que iluminó el valle con violencia. Nara se quedó helada mirando la sombra a través del fuego.
¿Quién es?, preguntó asustada.
No lo sé, respondió Santos.
Los cactos arrastrados por el barro parecían quemados antes que secos. Era la lluvia y la helada; luego el sol y la sequía. La noche disipó la niebla para revelar el paisaje definitivo: un valle arrasado por el barro, poblado de formas negras.
Cientos de indios, susurraba, esparcidos por las lomas como basura. Santos hablaba solo para no dormirse. La noche amplió su inmensidad extendiendo en frente la planicie. Recorrió el terreno atento a las espinas; vadeó una acequia y siguió la huella. Piedras, ramas, pájaros secos.
Todo está muerto, insistió Nara, deberíamos seguir.
Santos detuvo el remolque, apagó las luces y sacó la llave. Esperó en silencio mirando la noche y luego cerró los ojos hasta que el motor dejó de hacer ruido.
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