Salí de Tepalcatepec, mi pueblo natal, porque buscaba ser alguien; estaba decidido a cruzar la frontera. El pollero me arrancó mil doscientos dólares, fruto de la venta de un terreno, todo mi patrimonio. Desde ese momento mis únicas pertenencias serían mis sueños y unas fotografías de los que quiero, o quería, fajadas a la cintura.
—Buen negocio, vato, allá sacarás cien veces más —guardó el dinero en su cartera.
Fueron casi treintaiséis horas de ajetreo en el camión de redilas, amontonado con una veintena de hombres y mujeres también llenos de ilusiones, hasta llegar a Cananea, Sonora. Luego, guiados por el pollero, caminamos en fila india entre cerros y escampados, parte del día y toda la noche, y dimos con el alambrado que marcaba la frontera con Arizona, Estados Unidos. Entonces nos señaló un agujero y dijo:
—Aquí acaba lo mío. ¡Córranle con todo!, que si no, me los matan, y lo peor es que después deportan el cuerpo.
Así lo hice.
Primero escuché una camioneta, luego gritos. Después disparos, ladridos, llantos, pero yo corría sin voltear atrás. Caí inconsciente.
Cuando desperté, el sol estaba por salir y yo, casi a la puerta de una cantina. Al parecer nadie había reparado en mi persona.
—Oiga, me da una cerveza —le dije al cantinero.
—¿Traes papeles?
—No, ¿de qué chingados los necesito para un trago? —a mi alrededor todos empezaron a reír.
—Si no me muestras documentos, ni la hora te puedo dar, ése. ¡Lárgate!
Me sacaron entre cuatro.
Seguí el camino marcado a fuerza de pasos. Comía la hierba que encontraba, tal como me lo dijo un primo. Después de varias horas llegué a lo que parecía la civilización, quizás un poblado nuevo en Arizona.
—¿En dónde puedo conseguir trabajo? —pregunté a alguien que escuché hablar en español.
—¿Trae papeles?
Negué con la cabeza. Se marchó indiferente.
Todo el día intenté que alguien me diera algún dato, al menos el nombre del lugar. Pero nada, siempre me exigían papeles. Seguí sin rumbo, caminando nomás por caminar. Quise pedir limosna, pero me hacían la misma pregunta antes de soltarme alguna moneda. De todos modos, nadie hubiera querido venderme nada. Aplacaba el hambre robando panes y frutas.
¿Dónde están los miles de indocumentados que se supone viven de este lado?, me preguntaba a cada rato. Después de un mes, luego de pasar por algunos poblados que eran siempre iguales, un viejo tocó mi hombro. Le pregunté:
—¿Traes papeles?
—No, pero tú tampoco —contestó aquella voz cansada.
—¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres?
—No lo recuerdo —agachó la mirada—, sólo sé que llevo años en busca de algo.
—Qué mal —dije.
—¿Tienes fotos? —preguntó en medio de un suspiro.
—Sí.
Y me disponía a mostrárselas cuando se abalanzó con una piedra. Me golpeó en la frente. Semiinconsciente vi cómo me robaba mis fotos. Su semblante se descompuso de felicidad.
Empecé a olvidar cosas básicas. El nombre de mi madre: ¿Ana, Guadalupe, María?; el de mis hermanos; el de mi novia. Y después, el mío. Así que decidí llamarme “Yo”.
La barba crecida. La ropa deshilachada. El semblante miserable.
Pasé tres o cuatro meses vagabundeando de un poblado a otro. Y en la desesperación, preguntaba:
—¿Es de día o de noche señorita, señor, niño?
Pero ya no me pedían papeles, simplemente no me respondían.
—¿Qué es piscar algodón?, ¿qué es algodón? ¡Quién es Yo! —grité en una plaza frustrado por un recuerdo añejo. Pero callé rápidamente por miedo a que me llevaran los de la… MIFA, MIJA, MIGLA… o algo por el estilo. Sin embargo, no hubo quien se perturbara por mis gritos; ni las palomas volaron. Me desnudé y oriné frente a todos; nadie se molestó ni dijo nada.
Me senté entonces a llorar sueños y miedos para reunir los pocos trozos que me quedaban de mí. Después corrí directo a un pequeño supermercado. El de seguridad no me sacó. Busqué un espejo y vi que no me reflejaba. Eso significaba poco, en los últimos días me costaba mucho trabajo reconocerme.
Rondé cada vez más confundido durante semanas, meses, ¿años?, siendo nadie, siendo nada. No sabía qué chingados ocurría. Fue cuando caminaba por una carretera que un muchacho tocó mi hombro. Yo volteé para preguntarle:
—¿Tienes papuchos?, ¿papérez?, ¿pape…? ¡Eso!
Él me vio con una mirada larguísima y dijo:
—Perdiste o te robaron tus fotos, ¿verdad?
—Fo-fotos, s-sí, creo que algo parecido.
—Pues recupéralas o consigue otras —dijo en un susurro mientras me apuntaba con el índice. Comenzó a marcharse.
No aguanté el estrés, la melancolía, el odio o algo así. Y le lancé un puñetazo con un clavo de vía de tren que siempre cargaba. Se retorció y quedó inmóvil. Le arranqué sus fotos.
Con el paso de los días noté en charcos y espejos que recuperaba mi reflejo. Pero ahora era joven, distinto. La gente volvió a verme con repugnancia y a preguntarme por mis papeles.
Soporté algunos meses más recorriendo poblados que me parecían siempre el mismo. Mis ideas se aclararon y busqué comprobar una teoría. Di por hecho que nadie se atrevería a andar sin documentos; era cuestión de esperar a que alguien se descuidara: lo maté de forma rápida. Tomé sus papeles. En éstos se certificaba que era un ingeniero. Escondí su cuerpo bajo unos periódicos y me dirigí a la plaza.
—¿Podría darme la hora? —pregunté a una elegante mujer.
—Claro, son las 6:30 —me respondió sonriendo.
En ocasiones hay quien se confunde y no sabe si soy el muchacho o el ingeniero. Ahora el desconcierto es tal que empiezo a dudar de si la familia a la que mando dinero es la mía. Ellos siempre me dan las gracias y me llaman “hijo”.
No me fue difícil encontrar empleo en una trasnacional. Después me casé y ahora mi esposa y yo esperamos a nuestro segundo hijo. Ellos nunca sabrán nada sobre mi pasado.
Físicamente soy el muchacho —ahora adulto— de las fotos, en conocimientos y en los registros oficiales soy el ingeniero de los documentos y en alma soy el pueblerino de Tepalcatepec. Todo está bien: he logrado ser alguien… Sólo me consterna no saber, en realidad, de quién de los tres es la historia que les acabo de contar.
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Édgar
Omar Avilés (Morelia, 1980). Licenciado en Comunicación por la UAM-X y
maestro en Filosofía de la Cultura por la UMSNH. Cursó un diplomado en
la Escuela de Escritores (Sogem). Ha ganado los premios de Cuento Breve
de Punto de partida 2002, el Binacional de Cuento México-Québec 2003, y
el Magdalena Mondragón 2006, entre otros. Es autor de los libros de
cuentos La noche es luz de un sol negro (Ficticia, 2007, mención
honorífica en el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2004), Luna
Cinema (Tierra Adentro, 2010, Premio Nacional de Cuento de Bellas Artes
San Luis Potosí 2008), Embrujadero (Secretaría Michoacana de Cultura,
2010, Premio Michoacán de Cuento Xavier Vargas Pardo 2010) y Cabalgata
en duermevela (Tierra Adentro, 2011, Premio Nacional de Cuento Joven
Comala 2011); de la novela Guiichi (Progreso, 2008) y del ensayo La
valística de la realidad (Secretaría Michoacana de Cultura, 2012, Premio
de Ensayo María Zambrano 2012). Su trabajo ha sido seleccionado en
varias antologías, entre ellas las ediciones 2004 y 2005 de Los mejores
cuentos mexicanos (Joaquín Mortiz). Fue becario de Jóvenes Creadores del
Fonca 2009-2010 (en cuento) y 2011-2012 (en novela).
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