Mi trabajo, recuerdo, no tenía gran chiste. Era agente telefónico de un call center que brindaba sus servicios de comunicación a varias empresas: aseguradoras, hoteles, bancos, agencias turísticas, tiendas departamentales. Yo respondía las llamadas a los clientes de la empresa más fuera de lugar en aquel sitio: Librerías Mahadma. No éramos más de una docena de agentes los que manteníamos en comunicación a Mahadma con sus compradores, quienes hablaban ya fuera para quejarse por un libro que salió sin numeración, para preguntar por las promociones o para solicitar información de una edición en especial. Era sencillo, se trataba de responder con un tono de voz agradable, con buena dicción y rezando siempre el mismo speech: “Librerías Mahadma, muy buenos días, le atiende __________, ¿con quién tengo el gusto?” Las quejas se anotaban, por protocolo, en un formulario electrónico que a saber si llegaba a su destino; supongo que no, pues no faltaba el cliente desprovisto de buenos modales que acosaba a los agentes telefónicos una y otra vez exigiendo su nuevo ejemplar y la bolsa de regalo que se le había prometido, so pena de recibir más llamadas de su parte en las que nos acusaba de ladrones y cuenta cuentos. Respecto a las dudas sobre los libros, promociones o novedades, sólo era necesario decir: “Por supuesto, estamos para servirle. ¿Me podría permitir un momento en línea, por favor?” Durante ese “momento”, en el que muteábamos la llamada, aprovechábamos para revisar las listas que la empresa nos proporcionaba vía Internet, mismas que los ilusos compradores podían ver desde sus casas. También nos tomábamos el tiempo para continuar la charla con el compañero de al lado o para echar un vistazo rápido al Facebook. “Muchas gracias por su tiempo de espera, señor(a) __________, le comento que el libro que me comenta se encuentra disponible. Le comento que puede usted apartarlo mediante este medio o si… ¿usted cuenta con tarjeta de crédito?… Perfecto, señor(a) __________, en ese caso le comento que usted podría comprar el libro inmediatamente y asegurarse de que no se agote antes de que lo tenga… Sí, claro… Sí, nos quedan solamente cinco ejemplares (esto comúnmente era una mentira, ya que Mahadma nos pagaba comisiones, bastante miserables por cierto, por cada venta telefónica que realizábamos)… Ok, si es su decisión esperar, está muy bien. Sólo déjeme comentarle que le venimos ofreciendo, como una promoción especial, sólo para ventas telefónicas, un bonito morral de tela para guardar sus libros o lo que guste (según el protocolo estas promociones sólo se ofrecían en caso extremo, se les llamaban promociones de cierre de venta)… Perfecto, señor(a) __________, estamos a sus órdenes.” La llamada se finalizaba siempre con un “¡Felicidades por ser un lector y leer con nosotros!, le atendió _________, que tenga un excelente día”. Insisto, era un trabajo sencillo, muy sencillo.
Los ronquidos de Jonás me recuerdan, no sé por qué, al ruido que hizo mi celular cuando sonó esa noche.
Estaba ya bastante borracho y a punto de mandarle el mensaje a Ana. Me había costado mucho pero al final el resultado, al menos en ese momento de mi borrachera, me pareció sutil pero concreto:
“No te molestes en regresar, Ana. Vas a encontrarte con un alcohólico que no te merece y que nunca merecerá un corazón y unas nalgas como las tuyas. Espero encuentres al amor de tu vida y seas feliz con él. Yo por mi parte seguiré masturbándome cuando recuerde aquellos momentos en que no fuiste tan culera conmigo. Te quiero un chingo pero ya no podemos seguir así.”
Lo único que me detenía a presionar enviar era que el SMS me había salido triple y yo quería guardar algo de saldo para llamarle a Luis por la mañana. “A la chingada, Luis”, pensé, “y la pinche librería Mahadma”. Antes de poder comunicar a Ana lo que ella interpretaría como “Quiero que tu hermano me desinfle los huevos de una patada”, el celular vibró y con ello vino el sonido de mi canción favorita: “Noviembre sin ti es pedirle a la lluvia que diga llorando que todo acabó”. El ring tone estaba tan ad hoc con la ocasión que me olvidé por completo de que se trataba de una llamada. Cantaba eufórico y a punto de las lágrimas hasta que la melodía dejó de escucharse. Quien me llamaba se había encontrado con la grabación de “Buzón de voz, la llamada se cobrará al terminar los tonos siguientes”. Creo que las palabras de esa operadora robótica no asustaron mucho al dueño de la voz que escucharía unos minutos después.
El teléfono celular sonó de nuevo y, antes de que los de Reik pudieran terminar la palabra noviembre, descolgué.
—¿Sí? —mi voz delataba mi estado etílico y quise disimular fingiendo un bostezo.
—Necesito un narrador en tercera persona para mi novela.
—Perdón, no sé de qué me habla, número equivocado.
Colgué no por asombro —un borracho podría ver un fantasma y no asustarse—, sino porque tenía la esperanza de que volvieran a llamar y así regalarme otra vez esa canción que me dejó con el llanto atorado entre la nariz y los ojos. No me equivoqué. Esta vez contesté cuando la palabra acabó acababa (espero que los lectores no tomen tan a pecho mi forma tan natural de dejar cacofonías por todo el texto). Pensé en iniciar un juego estúpido, ahora mismo no tengo idea de porqué lo hice.
—Librerías Mahadma, muy buenas madrugadas, le atiende __________, ¿con quién tengo el gusto?
—Mi nombre no importa. Muy buenas noches, señor __________. Llamo porque me han dicho que su librería acaba de echar a andar un servicio especial para gente como yo.
—¿Gente como usted?
—Sí, verá, me dijeron que yo podía llamar a cualquier hora y pedir este servicio. Creo, o así me lo comentó un amigo, que se trata de que ustedes me leerían un relato según mis especificaciones. Lo que no me queda muy claro es el costo.
—Por supuesto, estamos para servirle. ¿Me podría permitir un momento en línea, por favor?
Sin aguardar su respuesta lancé el teléfono sobre mi cama. Aquello era bastante raro. ¿Se trataba de una broma? No reconocía el número desde el que me llamaban, podría ser cualquiera. La voz tampoco me era familiar. Decidí, no obstante, seguir, y sin poder esconder mi situación de embriaguez levanté el celular y contesté:
—Gracias por el tiempo de espera, Señorsinnombre —quise ser un poco irónico para dar a entender a los bromistas que seguiría su juego y que no sólo ellos se divertían—. He verificado y le comento que el servicio existe y no tiene ningún costo extra para usted. Contamos con una amplia diversidad de temas. ¿Le gustaría a usted algo de literatura clásica?, ¿quizás algo de humor negro?, ¿un cuento erótico?
—No sé si se lo permitan sus protocolos pero preferiría que me contara algo sobre usted.
—¿Sobre mí?
—Sí, ¿sabe?, mi mujer me ha dejado hoy, por borracho; de hecho estoy algo bebido en este momento. Sólo quería platicar con alguien y recordé que un amigo me había hablado sobre ustedes.
No cabía duda, esto se trataba de una broma. Eran demasiadas coincidencias.
—No me diga, pues ha llegado al sitio indicado; ahora que recuerdo tengo una historia perfecta que contarle.
Comencé a hablarle sobre Ana. Al principio intenté usar un tono sarcástico para que el que fuera de mis amigos se diera cuenta de que no me importaba una chingada que me hubiera abandonado. Le hablé de la forma en que nos conocimos, de cuando nos fuimos a vivir juntos, de esta noche, de los trescientos pesos que me había prestado Caye. Yo sólo quería un acostón, le dije, y ella a las tres citas todavía no me daba las nalgas. No sé en qué punto de mi monólogo olvidé que hablaba con alguien. Ni siquiera sé en qué momento me olvidé del protocolo y empecé a hablarle de tú al del otro lado. No sabía si me escuchaba pero a mí no me importaba. Yo sólo quería hablar de Ana… hablarle a Ana. El muy cabrón permaneció callado, no dijo ni una sola palabra y colaboró con ello a que yo terminara balbuceando y con la cara hecha un charco de lágrimas.
No sé cuánto tiempo estuve al teléfono, cuando la botella no quiso vomitar más ron sobre mi vaso me quedé en silencio. No pasó ni un minuto para que la voz culpable de que yo iniciara todo este jueguito hablara.
—Eres justo lo que estoy buscando. ¿Te gustaría ser el narrador de mi novela?
—¿Otra vez? Cómo chingas. Será mejor que me digas quién eres o yo mismo te voy a desinflar los huevos.
—¿Dónde quedó el protocolo?
—¡A la chingada el protocolo!
—Tranquilo, de verdad quería escucharte. Ahora me queda claro que Ana es una culera.
—No le digas así, la quiero.
—Deberías darte un tiempo, pensar las cosas. La vida sólo es una, no es como escribir una novela y hacer y deshacer a tu antojo. Te propongo algo.
—¿?
—Acepta ser el narrador de mi novela.
—No entiendo a lo que te refieres.
—No es necesario que lo entiendas, la mayoría de los narradores nunca entienden nada.
—Ve más lento —había recordado que tenía una botella de whisky guardada en algún lado, así que mientras él me respondía, abandoné de nueva cuenta el celular en la cama para buscarla. Cuando la encontré volví, el tipo seguía hablando y alcancé a escuchar:
—…mañana habrá mal tiempo, ¿has leído a Kafka?
Las pláticas intelectuales siempre me han aburrido, así que colgué y apagué el teléfono. Di un largo trago a mi whisky y volteé a mirar un cielo nublado a través de la ventana. Me quedé dormido mientras pensaba en Luis y en su esposa de quince años. Los dos harían el amor sin preocuparse por la lluvia. Al día siguiente Luis aparecería en el trabajo y le comentaría al cliente que su libro está disponible aunque sólo queden cinco ejemplares, le diría que es un suertudo porque, gracias a que su libro tiene un defecto, recibirá una edición perfecta a cambio, acompañada de una bolsa exclusiva; luego enviaría un formato a sabrá dónde y pensaría en sus hijos y en lo que comería por la noche cuando llegue cansado y mojado por una lluvia que “es de suponerse en noviembre”. Hasta Reik lo sabía.
Cuando desperté mi cuerpo había desaparecido. En su lugar estaba una mesita de noche que formaba parte de la recámara de Jonás. Él roncaba echado boca arriba y más tarde me sorprendí comparándolo con una cucaracha. “Kafka”, pensé, sólo para luego recordar que jamás había leído a ese sujeto. Sorprendentemente sabía de quién se trataba, incluso recordaba pasajes enteros de El proceso. Desde el principio quise moverme pero no lo logré, me costaría algunas horas aprender a abandonar la mesita de noche para habitar cualquier otro objeto.
Me había convertido en el narrador de esta historia. Jonás no tardó mucho en despertar y yo tuve que comenzar a narrar lo que ocurriría.
|