NARRATIVA MICHOACANA/No. 178


 

Cruz de Tierra



Armando Salgado
Uruapan, 1985

 

 

 

I

 

¿Dónde estamos, Senobio? Es Cruz de Tierra, maestro. El lugar donde viven los muertos. Todos se encuentran sepultados tres metros bajo aire. Aquí no aventamos puñados de tierra para despedir a los difuntos, se lanzan costras. Recuerde la entrada del pueblo. Hay cruces y costras. Mi mamá dijo que allí están las mías. Por eso sé que todos estamos muertos. Acuérdese de Guille, la de sexto año. Se volteó en la camioneta con toda su familia. Ai pa’llá derechito en la curva. Nadie supo cómo fue ni cuántos se mataron. A la semana siguiente ella declamaba en el acto cívico de la escuela, así, nomás así. Le escurría sangre de la falda y los movimientos que hacía dejaban ver sus manos aunque ya no las tuviera. Dijo don Beto que estuvo fuerte el accidente. Los cargaron hasta el hospital de Cuatro Caminos y no quisieron atenderlos. Usté sabe que se ocupa dinero y aquí lo único que tenemos son alacranes de sobra. A Guille se la llevaron hasta Apatzingán. Ve por qué le digo que Cruz de Tierra es un lugar de muertos. Usté está muerto y yo también. Todos, todos estamos muertos. Senobio, ¿por qué en clase no hablas como ahora?, siempre estás callado, pareciera que… no existes.


Los ojos de Senobio eran negros. Negro muerte, hambrientos. Negro sol. Calientes. Ojos de tierra caliente. Su mirada quería respuestas que pudieran devorarse. Cargaba una guadaña y un morral lleno de piedras. Para el hambre maestro, para el hambre, decía.

Me la paso pensando en los chivos. Fíjese que ayer se escaparon del corral y mi apá me pegó con la pistola en la nuca. Era mi tarea. Se enojó porque el burro pardo le dio una patada al chivo más pequeño. Lo iba a vender para el quinceaños de Mari. Y pues con el golpe me rompió la cabeza. Es que era mi tarea, maestro. Sólo sentí el cabello mojado, muy caliente, parecía un comal. Cerré los ojos y mastiqué mi saliva para abrir los párpados y ver a mi mamá otra vez. Ese día me enterraron. Mi abuelo llegó de Poturo. Lo escuché. Peleó con mi papá. El ruido de un machete rasgó la caja donde estaba tendido y el aire se calentó otro tanto. Imaginaba a mi mamá con su rebozo puesto para taparse las penas y este sol que muerde. Ay, maestro, el suelo de este lugar hierve por la fiebre que les da a los muertos en tiempo de secas. También enterraron a mi abuelo, a mi lado. No pude tener mejor compañía. Mi mamá nos cobijó con su llanto para que aguantáramos las heladas bajo tierra. Aunque la verdad, no hacía falta. Ya le dije que aquí la fiebre nos pega duro. A ver, antes que se me olvide porque ahorita me acuerdo y siempre me lo pregunto, dígame maestro, ¿por qué los patrones no compran las vacas que están pintas? Según porque la carne no es jugosa, pero no lo creo. No entiendo a los adultos, se enojan por cualquier detalle y quieren arreglar sus errores con golpes. Le inventan historias a todo. Ah, sí, es por eso que no hablo, maestro. Pienso en las vacas, en los chivos, en los burros y… en Guille. Míralo, tan chiquillo y tan volado, mejor vámonos, Senobio, ya es tarde. Tenemos que llegar con tu papá para que me dé las llaves de la escuela. Y pues creo que todas las vacas son iguales, son cosas que se han de inventar para pagarles mucho menos de lo que cuesta realmente una vaca. Espero pasar otro día por aquí y me cuentes más cosas sobre las cruces. Que ni lo mande Dios, maestro. Si los muertos vienen a este lugar corren el riesgo de revivir. ¿No le da miedo vivir otra vez? No, Senobio. No me da miedo. Podría corregir muchas cosas. A mí, no. ¿Quién les daría de comer a mis chivitos?



El rancho donde trabajo se llama Potrero Grande. Pertenece al municipio de Churumuco. Su población se dedica a la pesca. No hay fruta, ni arbustos, sólo crecen huizaches, alacranes y piedras. Los potreros son más grandes que el olvido y los animales pierden su cordura gracias al calor. El viento que aquí sopla es el resuello de un muerto borracho.

 

II
 

Sí, maestro. Hay un dineral en esa cueva. Las curanderas del Balsas lo dijeron. Si quiere sacarlo tendrá que ir con muchas personas. En la entrada, dijeron que se aparecería un toro. Una lumbre verde indicará el camino a seguir. Pero en eso, a quien le toque, el toro se echará al plato a algún fulano o a varios. Los aventará cuesta abajo, a la barranca. Nadie podría reponerse a esa caída, ni el más muerto. Ya con eso se podría sacar el dinero. Lo que quieran. Pienso que hay harto. Uta’ pa’ventar pa’rriba. Es pues un encanto y así son, siempre te piden almas. Usté dirá si vamos. La merita verdad, siento que son puras chaquetas, a la mera hora han de querer que saquemos todo lo que hay y si no podemos, siento que ese mugre animal nos la anda partiendo a todos. Con eso no se juega. ¿No cree? Ahí está pues la cueva, si se anima, ai me la cuenta, si regresa. Yo paso, don Martimiano. La avaricia puede taparnos con telarañas los ojos y hasta dejarnos ciegos, aparte el dinero no es todo en la vida. Pero si ya estamos muertos, maestro, es lo que les digo a todos pero cómo alegan. No perdemos nada, nada. ¿Y si perdemos todo? Qué haría si lo volviera a perder, Don Timi. ¿Usté cree, maestro? Pues no sé, no hay nada más que puedan quitarnos.

 

III
 

Si Dios inventó los ángeles tuvo que haberte imaginado, pequeña. Gracias, papi. Lo bueno que vienes a verme todos los días. Por eso duermo bien. Gracias por las flores, me gustan mucho y más, las amarillas. Oye, papá, ¿por qué dicen que los muertos asustan?, me da mucho miedo. No te preocupes pequeña, lo que pasa, hija, es que algunas personas al morir dejan asuntos pendientes, y esas deudas se vuelven recuerdos que la tierra se apropia. Los espantos son recuerdos de la tierra. Son huellas que quedaron marcadas y que en momentos vuelven a soplar junto al viento. Pero así como llega el aire, pronto se va y se pierde si nadie lo escucha. No hagas caso, pequeña. ¿Y si escucho a mi mamá?, a veces me llama, me dice que vayamos al mercado. Me pregunta cosas. No quiero que el viento se la lleve, papá. No quiero. Mejor piensa cosas alegres como que ¡ya mañana regresas a clases! Puedes saludarme a Senobio, por favor, dile que cuide a los chivitos y que se ponga a estudiar, es que ese niño me cae bien. Claro que sí, hija, le diré. También te saludaré a los chivitos. Pero anda, vete a dormir, pequeña, es tarde ya, y también tienes que madrugar y descansar. Descansa en paz, hija mía.

 

IV
 

Es cierto, maestro. Los escorpiones sí existen. ¿Conoce las iguanas?, ¡ah pa’ la manteca pues son de ese tamaño!, hay dorados y hasta con pecas amarillas. Matamos ya dos. Una vez colgamos en aquel huizache uno medio vivo. Pos antes de que se muriera el diantre animal no se nos secó el árbol con la sangre que le escurría. Sí. Mata con la sombra. Para colgarlo usamos palos. Si toca su sombra lo mata luego, luego. En las cuevas abundan. Es venenoso el mugre. Si quiere matarlo de volada aviéntele un terrón de mierda seca, sí, de vaca, es la mierda más efectiva. Son muy duchos y brincan reteharto. Están rasposos. Fieros, fieros como su madre. En estos rumbos hay onzas y son las que se los comen. ¿Nunca ha visto una? Aquí son las que vienen por las gallinas y hasta a los puercos se andan echando. Son toscas, y tienen la forma de tigres, sí, salvajes, montañosas, mero agrestes. Se chingan a los becerros. Están chicos y no pueden ni siquiera repelar. Uta, también las méndigas culebras que se les pegan a las chichis a las vacas y les maman leche. Sí, hombre, la purita verdad. Un día véngase conmigo en la noche y vamos a los corrales. Las vacas piensan que son sus becerritos y las alimentan. Y luego las tarántulas, andan de piedra en piedra. Se meten en la ropa doblaba y hasta en los trastes. Les echamos alcohol y les prendemos un cerillazo. Aquí lo que sobra no es el hambre, son los animales y todos los espantos que pueda pensar. Todo pasa en un pueblo podrido, maestro. Nos pudrimos y no se puede hacer nada. Es la costumbre. Nos gusta vivir así. Pero a veces da risa. Como aquella roca donde está un guayacán, ahí pa’rribita se aparece un borrego con los ojos bizcos. Pide agua. Le dice: vendameeaaaguuaaa. No es broma. Ya le dije, véngase una noche y nos vamos a venadear. Quién quite, maestro, y nos encontremos un escorpión. Se pone buena la cacería, nos llevamos unas buenas lámparas y unos tragos de mezcal para aguantar la desvelada. Los venados bajan del cerro y buscan frijol en el lote de Don Huicho. Les gusta a los condenados. ¿No ha comido venado? Uta’ viera cómo lo prepara Lorenza, mi vieja, le queda de madres, sabroso como el ceviche que me aviento. Ah, ésos son rumores. Una vez traía un ticuiliche. Esos que parecen lagartijos y pos se lo aventé a Matilde. Creyeron que lo había aparecido así nomás de la manga. Mi abuelo era huesero. Me enseñó a curar torceduras, empacho, mollera caída y hartos males. Por eso creen que soy brujo. Conozco de remedios y he curado a mucha gente. Vienen desde San Jerónimo a verme. Pos ya les toca venirse en lancha o llegar en burro como usté. Hasta de Morelia han venido. Y de Uruapan, Nueva Italia, Huacana, Tacámbaro, Pedernales. Mire, cuando le pique un alacrán, cómase un diente de ajo. Puede ir metiéndole a un frasco con alcohol muchos alacranes. Sí, vivos. Sin ponzoña, pues. Póngale tantita mariguana. Le servirá para cualquier picadura de alacrán y para los golpes y reumas. Es mejor morder un ajo. Es que le llega directo a la sangre. Hay otra forma de curarse cuando no tiene ajos ni alcohol. Eso lo saben todos y se usa de mera emergencia. La calabaza. No, hombre. Es que no jallo cómo decirle. Miércoles. Me río, pues. Ándele, excremento de uno mismo. Nomás poquito, lo que alcance la punta de la lengua y con eso lo juro, se cura de cualquier picadura. Una vez andaba sacando piedra en el cerro grande y me picó una culebra. No la pensé dos veces y ándale, se me quitó la fiebre. No se preocupe por todos los alacranes que ha matado. Ciento veinte son pocos. Si contara los que he visto en mi vida entera llenaría el río Balsas. Aquí las piedras sudan alacranes, maestro. El sudor es hijo de la fiebre y los alacranes de las piedras, por eso están tan calientes como la morra de uno cuando mero tiene calentura. No pos sí. Algunos ya se fueron del rancho. Están allá arriba. Uno los recuerda como eran antes. A veces se les escucha. Los lloras. Hablas con ellos como si te oyeran. El eco es más viejo que el diablo y nos la voltea, nos hace creer. Estoy bien ingrido a la memoria y pues en mayo los vientos del norte traen consigo mil recuerdos, maestro. Nos llega la nostalgia y usté sabe que no hay pueblo donde no crezca. Nos encerramos en las casas a pensar en aquellos que cruzaron el otro lado del río. ¿Por qué no me voy con ellos, pa’llá? Es que crecí aquí. Tengo mis hijos. No tenemos que pagar por el agua como en la ciudad. Tenemos harta leña. El río nos da pescaditos pa’ comer. El hambre que aquí se tiene es diferente. Es un hambre seca. Caliente. Y ésta sólo la padecen los muertos. Mi padre me enseñó que aunque estemos hambrientos y queramos regresar debemos de permanecer aquí entre nosotros. Además, el calor cobija a gusto en el invierno. Qué otra cosa puedo pedirle a la muerte.

 

V
 

¿Entonces estamos vivos, maestro? Sí, Senobio. Estamos vivos. Lo que pasa que muchas veces creemos estar olvidados y nos alejamos de nosotros mismos. Tenemos hambre de vivir. Pero la mente nos engaña y nos recuerda el vacío y nos sentimos vacíos. Y se hace costumbre. Pero, maestro, ¿por qué no tenemos piel? Mire mis huesos, vea los suyos. ¿Aparte no tira todo el mezcal cuando lo toma? Y tú, Senobio, ¿no sientes un hueco en el estómago cuando escuchas historias de aquellos que se fueron ya?, ese hueco es lo mismo a no tener piel o a que los huesos se nos vean. Pero maestro, ¿y los pescados sin escamas, ni carne, los perros con el cuerpo pelado, chorreándoles sangre del hocico, ellos qué, también saben del hueco que dejan los demás?, ¡estamos muertos, maestro, muertos, escúchelo bien, muertos! Senobio, dime, ¿quién dice que lo estamos? Sólo nosotros, lo repetimos una y otra vez. Lo venimos creyendo desde la infancia, así lo creyeron nuestros padres y sus padres y los padres de nuestros abuelos. ¿Por qué no estar vivos?



Senobio cerró los ojos. No sé cuánto tiempo. El tiempo es otra cosa que en tierra caliente no existe. Al menos en Potrero Grande. Junté algunas piedras y lanzándolas al río Balsas miré su anchura, larga como dos cuadras de ciudad. Las garzas cruzaban el cielo y el viento soplaba mientras atardecía o amanecía. Hacía tiempo que había dejado de dormir y el día y la noche me resultaban lo mismo.



¿Maestro, cree que al vivir nos paguen más cuando vendamos la mojarra? Es que aquí dan cualquier cosa. Escucho lo que dice mi amá. Pagan tres pesos por kilo. Mi apá pues siempre se enoja por eso. No pueden venderle a nadie más. Ya ve cómo están las cosas en el rancho. El dinero falta. Sin él, no comemos. Por eso la gente se va y las casas así como nuestros estómagos se quedan vacías. ¡Maestro!, ¿mis chivitos podrán pastar zacate verde allá en el cerro, fresco, bien fresco? Eso tú lo decidirás, Senobio, sólo tú. Nadie vendrá a decirnos qué está bien y qué no, ésa es nuestra tarea.



Senobio se limpió los ojos. Arremangó su pantalón. Y contemplando el otro lado del río asintió con la cabeza. Tenía una cicatriz grande en la nuca. Pero eso ya no importaba. Nos iríamos. No habría marcha atrás. Era un momento importante, lleno de piedras y alacranes pero eso tampoco importaba. Porque, al fin, Senobio comprendió que no estábamos muertos.

 


Armando Salgado. Profesor normalista por la Escuela Normal Rural Federal Vasco de Quiroga de Tiripetío, Michoacán, y maestro en Educación Básica por la Universidad Pedagógica Nacional. Es autor de los poemarios Azogue Suite (inédito, Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos 2012), Corvus Suvroc (Mantis Editores/H. Ayuntamiento de Hermosillo, 2011, Premio Nacional de Poesía Alonso Vidal 2011) y Liturgia (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011, Premio Michoacán Ópera Prima de Poesía 2011), así como del libro de cuentos Variaciones de una vida rota (Secretaría de Cultura de Michoacán, 2011, Premio Michoacán Ópera Prima de Cuento 2011).