Akiko es una estudiante de sociología no muy brillante que financia sus estudios en Tokio, que había abandonado cuando tenía dieciséis años, ejerciendo la prostitución en una sociedad que condena dicha profesión, pero permite la
violencia física y psicológica. Su proxeneta Hiroshi, sin importarle ni el examen que ella presentará al día siguiente, ni la visita de la abuela que deja mensajes sobrecogedores en el buzón de voz del celular (línea telefónica particular del trabajo), la envía a hacer una visita a Takashi,un octogenario amigo suyo y antiguo profesor, ahora jubilado, que se dedica a hacer traducciones y a brindar lo mejor que tiene a las personas.
A regañadientes, Akiko es conducida a sus labores sin poder evitar en el camino echar un vistazo afuera de la estación de trenes, donde una desvalida anciana lleva esperando todo el día ilusionada al pie de una estatua.
El trayecto es largo y parece interminable a pesar de que el punto de reunión está a una hora de distancia; el encuentro entre estos dos mundos no podría darse sin delinear en el camino los contrastes que los separan: de una ciudad cosmopolita abundante en jóvenes, caos, ilusiones, reflejos y colores, a un poblado lejano, casi vacío y oscuro.
Abbas Kiarostami, el director, laureado iraní de setenta y dos años, financió sus estudios trabajando en algo no relacionado con su carrera, y tal vez sea esto lo que vuelca en su película a manera de ingrediente vivencial, aludiendo también al abandono del hogar a temprana edad por parte del protagonista para buscar mejores oportunidades, hecho impreso en el film y referenciado por él a manera de metáfora como una regla de la naturaleza.
Curiosamente, su sensibilidad a la luz puede ser la razón por la que le queda tan bien pertenecer a la generación de cineastas de la nueva ola iraní, cuyas historias tienen la característica de incluir conversaciones dentro de coches usando cámaras estacionarias. En Like someone in love, pocas escenas son en espacios abiertos o luminosos, dejando al espectador con una barrera adicional entre él y los protagonistas, un cristal que los separa y un sentimiento de enclaustramiento particular para así involucrar más a su audiencia.
La violencia ha sido partícipe desde su primer trabajo (The Bread and Alley, 1970), expresándose en la confrontación de un niño contra un perro agresivo. Y es en su película Mossafer (1974) de donde sacamos otro elemento presente en esta obra: la indiferencia de sus protagonistas a las consecuencias y efectos de sus actos en los demás, particularmente en aquellos cercanos, ya que la búsqueda de la consecución de sus objetivos es prioritaria. Como admirador de la vida, había tocado ya el tema de la prostitución en Ten (2002) al mismo tiempo que delineaba sus historias en carreteras y automóviles como un espacio para la charla y la reflexión, con su muy particular técnica de composición que en esta película nos deja con un final tenso y abierto y tan involucrado con el arte que no deja de introducir un poco de su fondo en ella. Su crónica de casi veinticuatro horas en la vida de Akiko le sirve para evidenciar el punto al que quiere llegar con la historia, una tendencia en sus películas.
Los actores parecen estar encerrados en una burbuja, protegiéndose del exterior violento, un lugar donde pueden desenvolverse naturalmente, espacios cerrados como interiores de autos o departamentos, hasta que alguien llega a trastocar sus recintos, a modificarlos dejando algo de sí en ellos.
En Como alguien enamorado, también conocida como El final, encontramos dos personajes diametralmente opuestos, que son contrapartes de la protagonista, y que a pesar de ser tan diferentes incitan a preguntarse dónde quedó el romance o si el amor acaba. Si todo ello se difumina entre los celos, el olvido, el ímpetu de dominación y de apropiación del otro.
La película abre con una discusión telefónica entre Akiko y un interlocutor desconocido que después descubrimos es su novio Noriaki. A pesar de la tensión, es el único punto en todo el lugar que se antoja iluminado, brillante. A partir de ahí veremos siempre a Akiko desconsolada y triste, inmune a la alegría, extraña a los chistes y con pequeños esbozos de sonrisas que sólo se permite en compañía de Takashi, su par anciano.
La conducta obsesiva de Noriaki se manifiesta con su petición de contar los azulejos del baño para así descubrir la mentira sobre su paradero real. Akiko evita el confrontamiento al no romper la relación de dependencia que tiene con Noriaki. En el trabajo se escuda alegando la presencia de su abuela en la ciudad y la preparación de su examen del día siguiente. Más adelante vemos que ésta es una característica también en Takashi cuando a pesar de estar ocupado acepta la petición “urgente” que le exige su amigo al teléfono; ambos personajes hacen cosas que no quieren.
Hiroshi es el más racional porque explota su negocio en beneficio propio, logrando su cometido al actuar lógicamente. Su consejo es el más ecuánime de todos: “Es normal tener peleas.” En el trayecto vemos a una indefensa Akiko agazapada en un rincón del taxi acompañada únicamente por el enternecedor recuento de mensajes de voz de su incrédula abuela (en off ) dispuesta a soportar toda una estadía de frío, hambre, lluvia y soledad para unirse a su nieta. El único ser que le entrega un amor incondicional, expresa cómo sigue la vida en aquel poblado del que partió, “Miko se casó”, desde una cabina frente a la estación, es también el más desdeñado e ignorado de todos, tanto que sólo lo vemos a la distancia, como Akiko la ve: inalcanzable.
“Like someone in love” es la canción que suena en la cita de Akiko y Watanabe Takashi, una persona que lo da todo y no es retribuida apropiadamente. Caballeroso y educado, es un profesor emérito jubilado ajeno al mundo de Akiko, que vive en una villa rural llena de familias y niños como queda claro en las tomas que hacen de la calle. Es una conjunción de contradicciones, no es la dama la que le enseña a hablar al perico, el proceso es al revés, cuando Akiko le trae frente a frente a Takashi la realidad violenta no académica que hasta entonces conocía, como en el cuadro que marca el nacimiento de la identidad japonesa en la pintura. Takashi es el inverso absoluto de Noriaki, el machista posesivo que afirma que las mujeres no necesitan experiencia para casarse. La relación entre Akiko y Takashi es la contraria a la que tiene con Noriaki. En la primera está el dialogo entre los personajes, en la segunda la aprehensión, representada por un consejo a Noriaki: “No dejes que se te vaya, no tiene caso ponerse a dudar.” El miedo a perderla y no encontrar una pareja igual está presente, pero él disfruta la posición de poder que goza a su lado y el abuso que ejerce sobre ella, recibiendo a cambio respuestas falsas en un marco de paranoia absoluta, “por eso quiero casarme con ella, para que no le quede otra opción que responderme”.
Noriaki se constata como el controlador al ejercer la misma violencia de la que dice querer proteger a Akiko, utilizando sus dotes de karateca incluso contra sus compañeros de trabajo cuando su posición se ve amenazada. Se niega a reconocer que el monstruo devorador no viene de la sociedad, no es el objeto de estudio distante de Takashi: es el día a día en la vida de Akiko, que se repite en muchas mujeres y no sólo en las similitudes de su apariencia. Noriaki se aprovecha de esos sujetos débiles que la cámara nunca toma en contrapicada, se queda delante como copiloto, se introduce medio a la fuerza primero, a golpes después; desprecia que su novia estudie porque eso la situaría por encima de él, defiende lo poco que tiene porque no le queda más, es tan insignificante que por ello Takashi o Akiko no se explican qué vio ella en él además de su fuerza.
Entre lo urgente y lo importante, el único consejo que puede darle el abuelo sumiso es no casarse con esa mujer, no hacerle preguntas, sino aceptar las respuestas que ella da. Opta por la opción pasiva, contemplativa, cuando se está con una personalidad de acción no podemos saber lo que nos depara el futuro. Takashi sentencia: “Lo que será, será.” |