EL RESEÑARIO/No. 182


 

Las razones del corazón



Rodrigo Martínez

 

Las razones del corazón
Arturo Ripstein
México / España, 2011


Mujer ansiedad empotrada como adolescente en un sillón. Mujer deseo que goza y sufre con el saxofonista que ensaya piezas en la azotea. Mujer riñón que nomás bronquea al marido todas las noches. Mujer interiorizada que apenas si percibe la presencia de su hija en los pasillos nada más grises del departamento de interés social. Mujer anhelos que cuenta todo a la cómplice en la mesa de la sala. Mujer maternal, como perro de defensa, cuando grita a los embargadores para proteger sus posesiones hogareñas. Mujer siempre en presencia en los planos medios y cerrados de la película número treinta y siete de Arturo Ripstein: Las razones del corazón aborda las derivas sentimentales del ser humano para tratar en un blanco y negro lo que parece ser un estado de obsesión.

Harta de una vida conyugal sin lujos ni sorpresas, Emilia intenta reavivar un amorío con un joven saxofonista. La mujer ignora a su hija menor y riñe con su marido cada vez que está en casa. Mientras intenta recuperar a su amante, recibe una advertencia de embargo que amenaza la posesión de un departamento en un barrio medio de la ciudad. Reducida a una suerte de encierro voluntario en el edificio multifamiliar donde forjó un matrimonio, Emilia sólo deja de buscar al músico cuando autoridades decomisan varias posesiones en su departamento.

Con este trabajo, Ripstein y su copartícipe Paz Alicia Garciadiego, adaptaron la novela Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Según el director, más allá del tema del amor, el interés de esta película fue aproximarse a un acontecimiento que, a decir suyo, le pareció “infinitamente más importante”: la idea de morir de amor. Si bien el pretexto argumental se encuentra en la desilusión de una mujer, esta producción del cineasta naturalizado español aborda las obsesiones que derivan de los malestares cotidianos del mismo modo que en cintas recientes como La perdición de los hombres (2000) y La virgen de la lujuria (2002).

Filmada en blanco y negro en un edificio del centro de la Ciudad de México, Las razones del corazón es un seguimiento de dos horas del desamor de amantes padecido por Emilia. Más que una interpretación cinematográfica de la tragedia magistral de la literatura francesa, la resolución visual de esta película tiene la forma de un melodrama que mezcla rasgos del teatro y de la televisión casi con la misma estrategia que empleó el realizador en El imperio de la fortuna (1986): una cámara que busca, por encima de todo, la cara de la protagonista. Subraya la presencia dramática de la actriz principal, recurre a estereotipos, emplea diálogos rebuscados que también combinan modos de hablar y usa algunos gags humorísticos. A semejanza de una telenovela, la propuesta visual resta importancia al manejo del encuadre y del espacio para resaltar gestos y movimientos corporales en un ir y venir de diálogos con resonancias grandilocuentes en espacios domésticos donde sólo el alto contraste de la fotografía distingue a la película del lenguaje televisual.

Salvo por las irrupciones de los diversos personajes secundarios (el marido, el músico, la confidente), Ripstein concentra el desarrollo dramático en la relación madre e hija. Incluso en esta decisión argumental, la cámara prefiere mirar a la protagonista por encima de todo. Casi siempre en encuadres medios o primeros planos, Arcelia Ramírez sostiene con entereza toda una serie de registros y monólogos tratados con secuencias de larga duración. Ya sea en habitaciones, salas, pasillos, escaleras o azoteas, la imagen persigue la presencia femenil y se olvida de trabajar los escenarios con todo y el sugerente contraste de la fotografía en blanco y negro de un edificio multifamiliar.

Amén del esfuerzo decidido y sincero de la actriz, quien sin duda logra convertirse en la virtud del filme, Las razones del corazón no aprovecha con plenitud las posibilidades expresivas del espacio. Una de las cualidades de la filmografía de Ripstein, que alcanzó su forma definitiva en El castillo de la pureza (1973), es que los escenarios comunicaban sentidos o estados de ánimo. Ahora, en cambio, el edificio de departamentos no parece tener significado ni plasticidad. La puesta en escena ofrece estados anímicos inexplorados por la presencia casi permanente de personajes en el campo visual. Tiene que pasar más de una hora para que la cámara se atreva a mostrar pasillos y habitaciones vacías: una elipsis antes que un temple de ánimo; una pausa antes que una expresión con todo y que el campo vacío es un recurso más que vigente en el cine mexicano contemporáneo (Temporada de patos, Fernando Eimbcke, 2004). La idea de adaptar Madame Bovary a un ambiente típico de clase media de la capital mexicana prometía numerosas posibilidades visuales, pero la película nunca encuentra una figura de expresión cinematográfica porque se conforma con la textura melol dramática del argumento. Quizás con el deseo de lograr un tono de sátira, el equipo de dirección delega la labor de significación a la gestualidad de Arcelia Ramírez.

En una serie de declaraciones difundidas en 2011 durante el Festival de San Sebastián en España (septiembre 29, diario ABC), Arturo Ripstein declaró que no volvería a participar en dicho encuentro cinematográfico porque se convirtió en un certamen “subnormal” y “en vías de desarrollo”. El cineasta también desestimó a miembros del jurado como Frances McDormand (“una actriz que no ha salido nunca de Pensilvania”) y el realizador Alex de la Iglesia. Y es que al término de la edición más reciente de un encuentro donde el mexicano ganó el máximo reconocimiento en dos ocasiones, Las razones del corazón no figuró entre las películas premiadas. Pocos días después, el director de Principio y fin (1993) se disculpó en una carta pública donde argumentó que sus dichos provinieron del rencor. “Habló la ira”, dijo entonces a la prensa (octubre 4, La Jornada).

Con Las razones del corazón parece que Arturo Ripstein buscó una renovación de su propuesta. Este objetivo coincide con un esfuerzo similar del realizador manchego Pedro Almodóvar. En una de sus películas recientes, titulada La piel que habito (2011), el cineasta español hizo una mezcla de géneros y estilos que, si bien resultó forzada, muestra una hechura diferente a pesar de que trata otra vez el tema de la obsesión. A diferencia del enfant terrible del cine ibérico, el director mexicano, quien también ha inventado varios personajes obsesivos, no buscó un cambio en las cualidades formales de su estilo. Es posible que a ello se deba que sus cinco producciones más recientes parezcan ser la variación de una misma idea. Esto quizás también explica el rencor de un cineasta que no ha vuelto a repetir momentos afortunados del cine mexicano como los que logró con las cintas El lugar sin límites (1978) y El castillo de la pureza.

 


Rodrigo Martínez (Ciudad de México, 1982). Es doctorando en Ciencias Políticas y Sociales (Comunicación) por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, Viento en vela, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la FCPyS y colaborador de la revista electrónica F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).