“La primera desgracia es nacer y la segunda, no morir en el acto”, declaró el elocuente Sileno en medio de alguno de sus tantos trances de lucidez etílica. Superados esos primeros dos inconvenientes, la existencia deviene un curso de estimulantes desazones que podrían resumirse de manera no menos sabia en la sencilla dialéctica de “vivir y no morir en el intento”. Pero, inexorable, irremediablemente, lo sabemos, “vivir mata”, y en el aplazamiento de esta real y única certeza, en el inútil conjuro del cabal cumplimiento de su sentencia, los seres humanos fincamos la ilusoria —y paradójicamente tangible— pretensión de una vida plena (o, de perdida, plana).
Como el visionario mentor de Dioniso —con cuyas estatuas guarda el autor un sospechoso parecido—, Julio César Toledo proclama la existencia como un mal necesario si no se tuvo la infinita suerte de curarse de él instantáneamente durante el parto; una prolongadísima enfermedad terminal al menos tratable de aplicarse oportunamente los consejos paliativos que sin ninguna generosidad nos regala este opúsculo que parece adherirse línea a línea al postulado de Cioran: “Sobre un planeta gangrenado deberíamos abstenernos de hacer proyectos, pero seguimos haciéndolos, dado que el optimismo es, como se sabe, un tic de agonizante.” Pero ojo: la de Toledo no es la brillante opacidad del misántropo rumano, sino la hipócrita camaradería de un infiltrado que se divierte erigiendo el castillo de cartón de su falsa pesadumbre. Más sátiro hedonista que filósofo abrumado —pues, como confiesa en estas páginas, en el fondo él es también un optimista—, antes que hacer justicia a su título y mostrarnos el mejor camino para autoapalearnos emocionalmente hasta la propia conmiseración —tarea que, podría apostarlo, cualquiera de ustedes, hipócritas lectores, ha llegado a culminar con notable éxito—, Toledo asume la siempre grata misión de abofetear al lector con el percudido guante blanco de su desdén irónico para hacerle ver lo evidente: que la felicidad —o mejor, la concepción más banal y frívola de ésta— “es un constructo que le impedirá ser una persona normal”.
Así, la paciente labor de Julio César —titánica por infructuosa— será la de desmontar algunas de las falacias en las que se funda esa endeble construcción para tratar de convencer a su (no) lector ideal —aquel que tras devorar ultravitaminadas sopitas de pollo para el alma no sabe por qué regurgita hábitos de gente altamente ineficiente— de que su búsqueda de dicha y plenitud está signada de antemano por la moralina y la gazmoñería de los libros de superación personal, por el espejismo bobo de la publicidad y la mordedura voraz del consumo, por el balbuciente patrioterismo de la prensa deportiva o la quimera melcochosa del amor de tarjeta Hallmark. Su objetivo no es, pues, como sugiere su subtítulo, arruinarle la vida a nadie, sino aligerarla de gravedad y fruslería haciéndonos ver el despropósito, la necedad de una empresa a todas luces ridícula por desorbitada, y hacernos conscientes, como dice en su prólogo el aburrido Luigi Amara, “de un día a día miserable que sólo puede ir de mal en peor y arrastrarnos en su caída. [De que] La búsqueda continua, machacona, acaso enfermiza de la felicidad es una de las principales causas de que seamos infelices…”.
En este sentido, el Manual de autodepresión de Julio César Toledo se inscribe en una curiosa tradición de libros ligera y gozosamente pesimistas que buscan, a su modo, dinamitar las convenciones del deber ser, la falsa premisa de lo políticamente correcto. Ya en 1992, Charles Sherwood Dane escribía en el prefacio de su antimanual de culto Life’s Little Destruction Book (El pequeño destructivo para la vida, como se tradujo):
Una oleada de consejos y buena voluntad cubren la Tierra como si fueran el halo de un ángel y nos presionan para mejorarnos constantemente y siempre hacer lo correcto. […] Son demasiadas las cosas buenas que tenemos que hacer.
Esta búsqueda desenfrenada de la perfección amenaza con hacer desaparecer las pequeñas debilidades, chifladuras y peculiaridades que hacen que nosotros seamos nosotros. Si nos volvemos tan sólo un poco más amables, bien portados, más sociables, dichosos o reprimidos podríamos terminar convertidos en una nación de asesinos desenfrenados.
Veintiún años después, cuando la nuestra ha terminado por convertirse, justamente, en “una nación de asesinos desenfrenados”, la tardía aparición de esta obrita acaso solamente nos auxilie a distraernos por un rato de esa otra realidad asoladora que nos espera más allá del umbral de nuestras casas.
“Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”, reza el pórtico del Infierno de Dante. “Escribo este libro con la oculta y secreta esperanza de que triunfe: se venda y sea leído”, declara a la entrada de su ameno Purgatorio nuestro cínico jarocho, evidentemente menos modesto y más ambicioso que el Florentino. Como sea, él lo sabe, eso no sucederá. Y eso terminará por convertirlo en otro clásico desconocido. En eso radicará su éxito.
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