Negación de la Ofelia
A falta de rubí en los labios
encuentra un roído maquillaje
en el fango detenido.
Su ojo made in Bulgaria, años 80
aún no se sumerge,
como si en el éxtasis que supone la
desnudez ante la cámara
se salvara de naufragar
en el cauce de fin de siglo,
donde la niñez se taja
con el filo de la bandera.
No te deshagas de tus
antiguos trofeos.
Mírala allí, en su Volga imaginario
confinada a la democracia
del estiércol, donde frascos de
leche amarga,
uñas moldeadas por el acrílico
y lápices de ordinario diamante,
navegan sin distinción en el
agua mortuoria.
En un giro perdió
las piernas, que dan al
brazo emergido
el poder del signo:
gesto de ahogada feliz,
sin guinga ni sombrero.
Si la comparara con el cadáver
de una mujer de sexo
no conservara quizá la postura
del ojo cerrado por la vergüenza.
Cierto es:
creer en el Volga como único
espejo donde mirarnos
hizo de nosotros cuerpos vacilantes
de la mudanza.
Sin embargo, aún desconfiamos
del falso rubí en el ojo glamoroso de la
barbie, made in China.
Cruce de La Trocha
De los 68 torreones
erigidos hacia 1870
sólo uno resiste todavía
el peso de la luz.
Los poetas de Matanzas,
hastiados de la vida
que va hacia el mar
—que es el morir—;
decidieron acompañarnos
a la milla restaurada
para que el francés o el húngaro
degusten su gaseosa frente
a la mercancía de la historia.
Donde una vez Máximo Gómez
zanjó el vientre de su caballo
en la alambrada española,
ahora podemos notar
la lengua del marabú
fijando su gobierno.
Al subir por la roída escalera
fingimos ya dentro observar
la batalla, soportando
el hedor de un excremento
humano, que a tres metros
de altura hacía más creíble
la escena.
Si la punzada del miedo
mojó las bragas de
algún español centurias atrás,
en el acto de vaciar el cuerpo
sobre su último cuartel
trazamos la respuesta
del orgullo nacional.
La veladora nos cuenta
más tarde: varios campesinos
de la zona han convertido
los fortines en corrales para
cerdos.
Al marcharnos,
no quisieron volver el rostro los poetas
de una ciudad nombrada Matanzas.
Suerte del velo
No se sabe muy bien si el susto del flash
le ha tendido una trampa al gesto
que gobierna la imagen.
Un pañuelo le sirve de muro
entre el tizne de la sonrisa
y el descalabro que ejerce
el brazo tensionado como raída columna.
Quiero que esta mujer no me recuerde
tanto a la patria,
y no ver en el manto
una enseña del miedo,
ella, que bien pudo llamarse Isadora,
no nos sorprenderá al envolverse desnuda
en estandartes nacionales.
Mujer de sal en el rostro:
¿cómo aceitar la bisagra
del brazo que resiste,
impidiendo sumergirnos
en el castrado pozo de tu ojo?
Ahora, soberana y pobre,
entras a la suerte de los escogidos
iluminada por el flash perenne de la soledad.
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Liuvan Herrera Carpio. Poeta, ensayista, editor y profesor. Licenciado en Letras por la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas. Cuenta con tres premios nacionales de poesía, entre ellos el Premio Nacional de Literatura Eliseo Diego 2011. Ha publicado los poemarios Entre dos Cristos (Ediciones Luminaria, 2005), Animales difuntos (Ediciones Sed de Belleza, 2006), Discurso del hambre mientras se marchitan dos ciudades (Ediciones Vigía, 2009), Muertos breves (Ediciones Ávila, 2011) y Flashes (Ediciones La Luz, 2011). En ensayo obtuvo el Premio Pinos Nuevos 2012 por su libro La sencilla palabra, franciscanismo poético en la obra de Dulce María Loynaz. Fue jefe de redacción de la revista Videncia, de Ciego de Ávila. Actualmente reside en Ecuador.
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