Dejarte amar III
Me he asomado al lodo vidrioso de los ríos.
Entonces supe que era Ofelia,
y la muerte en mi pómulo
una larva abatida de la incógnita:
ser o no ser,
y el sargazo impávido
del vientre de las bestias
una escupida de dios para mostrarme
que he tragado la eternidad,
buche a buche,
con el hábito fértil de la espera.
Donde otros descubrirán la herrumbre
yo pongo las flores azules del ahogado.
El grano vendrá a sembrarse
en mi mejilla como la pregunta a dios
que otros podrán responder
cuando sepan que soy Ofelia:
míos todos los maderos imposibles
a los cuales pude asirme,
pero no.
El esqueleto de las aguas
era una espiral demasiado portentosa
para negarme a beber lo eterno de su carne,
y esta pantomima de fingirme muerta
una parte más de la máscara que llamo rostro:
soy la bestia llamada mujer ahogada.
Esta incredulidad que otros leerán en mis manos
es nada más que un insulto a los escribas
y a sus manías de animales sumergidos.
Sepan todos que yo tuve la promesa de un rescate,
el juego de las improbabilidades
abandonándome en el segundo
en que el aire fue agua,
y nada más.
Yo esperaba la luz,
el rumor de la mano conocida
arrastrándome a los márgenes de la historia,
no sabía que la eternidad era persistente
y se introducía en mis palabras como un naufragio premeditado.
Sepan todos que esperé
como se espera al animal milagroso de los incrédulos.
Sepan todos que esperé
la incoherencia de lo eterno,
con la manía lógica de las bestias
que no saben dejar de amar.
23 de junio, 2010
Safo abandonada
Ella abrazó la disonancia.
Sus huesos rugían en la incredulidad.
No supo cómo,
pero todas las playas del mundo se le convirtieron
en un cuenco vacío.
Debajo de ella:
las legiones de mi signo,
mi nuca diluviante.
Pero había buscado la disonancia
en esas otras leyendas
de los huesos,
y lamió todo el fango y la violencia,
y los nidos de los insectos que jadeaban.
Había buscado las pandemias desmedidas.
Prefirió todo a estar junto a mí
en esta costa de Lesbos donde yo
(sólo yo)
fui la incrédula,
tonta mujer de poesías
que escribió sobre el escorzo de sus huesos,
una mañana antes de dios:
ella abrazó la disonancia y los escudos.
Sobre el polvo escribí mis torceduras,
pero qué puedo saber yo de la leyenda:
soy sólo esa mujer que se esconde
en los huecos de las costas siempre iguales,
todavía tengo la ingenuidad entre los párpados
para escribir del aliento de bestias fabulosas.
Ella eligió la incoherencia.
Eligió amar los telones desconocidos
donde se extendió como una sombra sin mesura.
Escogió la blasfemia y el desorden,
—tenía los dedos más hermosos de esta tierra—
pero qué puedo saber yo,
mujer que canta
a ese nombre que todos olvidaron,
qué puedo saber yo
si cargo con una ignorancia de diez milenios,
si fue suya otra costa, y otros hijos, y otra manera de ver el mar,
y un signo para desnudar los ojos de los monstruos.
A mí me tocó quedarme entre estas piedras
con una taza de polvo en los dedos:
escribiendo.
Ella eligió por mí, por lo imposible.
Hoy, amante mía,
diluvias
en la raíz acorralada de las hambres.
Yo también escogí ser la mujer,
la esclava de Lesbos y la espada,
la Reina que atrapó las melenas de la muerte
con un peine ancho como la tierra.
A veces soy todavía Safo.
Otras,
la noche.
Casi siempre el silencio,
la gota jadeante.
A veces soy Safo.
Poeta.
Y Maldita.
Mujer que llora.
Cuándo dejaré de ser yo.
24 de diciembre, 2011
Tigres de Blake
William Blake hablaba sobre un tigre.
Se me adelantó más de un centenar de años.
A mí, los tigres me fascinan,
sobre todo aquellos que describió Willie
con minuciosa lengua sobre las páginas.
La asimetría me parece cosa inconstante,
pero aun así siento la perversidad del tigre de Blake,
su doble llamado en el desgarro,
las manos colocadas en la boca.
Willie gritaba esas cosas que son el privilegio de los dóciles,
el tigre se abría de panza para enseñarle las entrañas marchitas.
Qué podría saber Blake de los tigres.
Imaginaba hambres oscuras,
arrodillarse ante sus ubres y mamar la leche delatada,
qué podría saber Blake de los mamíferos rayados,
aunque los llamaba como nadie más supo,
como quien le grita al vecino por un pedazo de pan,
un gramo de azúcar,
la sal necesaria para implicarse los dedos.
Willie llamaba a los tigres
con extrañas ramificaciones de hambre.
Se me adelantó dos siglos y tantos años más.
Tomó una distancia intolerante,
me escupió la ignorancia de no saber,
hasta hoy,
con cuánta verdad llamaba a los tigres,
les cerraba los ojos,
les limpiaba los colmillos.
Blake sabía tantas cosas:
me obligó a amar a los animales desnudos,
a temer a dios,
a besar los ojos de la bestia.
22 de junio, 2011
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Elaine Vilar Madruga. Narradora, poeta y dramaturga. Obtuvo los premios Indio Naborí de décima 2008, el Premio Internacional de Poesía Minatura 2009, el Premio Caballo de Fuego de Poesía 2009, el Premio del Concurso Internacional de Cartas de Amor Escribanía Dollz 2010, el Premio Óscar Hurtado 2011, el Premio Farraluque de Poesía 2011 y 2013, el Segundo Premio Internacional de Poesía El Mundo Lleva Alas 2011, el Segundo Premio Internacional de Tanka Grau Miró 2012, el Premio de Glosa Jesús Orta Ruiz 2012, el Premio Calendario 2013 de Ciencia-Ficción y Literatura Infantil-Juvenil, el Premio Pinos Nuevos de Narrativa 2013, así como la beca de creación La Noche 2010, además de mención en varios concursos literarios. Ha publicado la novela Al límite de los olivos (Editorial Extramuros, 2009) y Axis Mundi (Gente Nueva, 2011). Es miembro de la AHS. Conduce el espacio Punta de Flecha.
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