No supo cuánto tiempo llevaba atrapada en la oscuridad desde que el mago Chang Pi la guardó en su caja de truco, cerró la tapa, serruchó y dijo abracadabra. En lugar del doble fondo por el que siempre se deslizaba para reaparecer en la tarima del fondo, gloriosa en su vestido azul de lentejuelas, fue a parar a un pasillo forrado de paño negro, tan silencioso y suave que ahogaba los gritos. Sentía, de tanto en tanto, el aleteo de palomas que le rozaban los hombros desnudos y entre sus piernas se enredaba el pelo suave de raudos conejos. Imaginaba que ellos también vivían ahí, desaparecidos en el fondo del sombrero de copa o de la caja forrada con espejos de la que el mago solía extraer incontables pañuelos de colores. ¿Sería que la magia de Chang Pi se logró por fin? ¿Habrían sido sus anteriores escenificaciones con el doble fondo y la trampilla un ensayo para ésta, su verdadera e impresionante desaparición, preparada por el mago en interminables pruebas físicas y alquímicas, o una rebelión de la verdadera magia contra las burdas puestas en escena de los magos? ¿Cuántas veces diría abracadabra el mago Chang Pi, luego de que ella se esfumara por completo? Para consolarse de la oscuridad, los mordisquitos y los picoteos en los tobillos, lo imaginaba repitiendo la palabra, desesperado, con el público en incredulidad suspendida y ella inerte, atrapada en la oscuridad de la verdadera magia, en un túnel negro donde habitaban palomas, conejos, mascadas coloridas y naipes voladores. Abracadabra, abracadabra. ¿Cuánto tiempo pasaría perdida en el envés de las cosas, en la sala de espera de los sueños de los magos y de los espectadores que creen en los prodigios de los magos?
Exactamente, setenta y cinco años que en el mundo de Chang Pi duraron un sólo instante, pues cuando el mago levantó la tapa del sarcófago de doble fondo —y no dijo abracadabra, sino “con ustedes, mesdames et messieurs, el mayor prodigio de todos los tiempos”—, su asistente Vivianne Chanteclair, hacía un minuto bellísima y radiante cuando se acostó con una sonrisa voluptuosa a recibir del mágico serrucho el mágico desmembramiento, resurgió con el rostro desencajado en una expresión de absoluto desconcierto, el vestido azul ya sin lentejuelas, picoteado y sucio de cagarrutas de paloma, convertida en una anciana triste y sorprendida. El público y el mago aplaudieron a rabiar. |
Ana García Bergua (Ciudad de México, 1960). Narradora y cronista. Estudió Letras Francesas y Escenografía en la UNAM. Es autora del libro de crónica Postales desde el puerto (Conaculta, 1997); de los libros de cuento El imaginador (Era, 1996), La confianza en los extraños (Debate, 2002), Otra oportunidad para el señor Balmand (Conaculta/Aldus, 2004), Edificio (Alfaguara, 2009) y El limbo bajo la lluvia (Textofilia, 2013); del libro de ensayo Pie de página (Conaculta/ Ediciones sin Nombre, 2007); y de las novelas El umbral. Travels and adventures (Era, 1993), Púrpura (Era, 1999), Rosas negras (Plaza y Janés, 2004), Isla de bobos (Planeta/Seix Barral, 2007) y La bomba de San José (Era/ Literatura UNAM, 2012; Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2013). Es miembro del SNCA.
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