DIEZ NARRADORAS (1980-1983)/No. 184


 

Gabriela Torres Olivares



Monterrey, Nuevo León, 1982

 

 

 

Complot de pájaros (o un óleo de la dermatomicosis)*


Eran mañanas sencillas las de los noventa. El despertar con el lenguaje amontonado en el paladar, las pestañas tatemadas de luz y el hígado aspirando lo salino de la brisa. No había un mundo que buscara el final de cada cosa; todo era presente y para el momento vivíamos. Aunque la incertidumbre se cuajara en la garganta y la memoria un recuerdo de mi padre en vacaciones: con el cabello del color de la cerveza láger. Lo de rutina era buscar la alquimia en el cromático fondo de una botella de vidrio, culminando siempre en un sublime fracaso. El cerebro hervido de los días y la pintura con que traducía lo que el mundo era para mí. No había más que aletargar el sonido de las palabras y su escurrir por las comisuras. Una ciudad de un país de un continente distinto, en un planeta que seguiría siendo el mismo. Igual daba caminar estas calles que las de París. (Igual la gravedad y la velocidad con que los cuerpos son imantados al piso.)

Toda cuestión comienza con la sospecha. Y mi modus no sería diferente. Empecé a sospechar de todo y de todos. Había una necesidad que otrora fue un placer: sentarme a las afueras de una cantina para ver a los pájaros pelear y deglutir las migas de fritangas que los meseros lanzaban de los platitos que se disponen al centro de las mesas. Al principio fue la diletante melodía de sus trinares, acompasados por el ritual de los alimentos: un canto, la danza. Plumas y picos sincronizados a detalle, la vida ocurriendo de otra manera: un close up sobre lo indiferente. Así comencé a notarlos. Luego fue la ausencia de una pata, la alita trozada por la mitad y, posteriormente, el desmembramiento poco a poco, casi inadvertido. Y entonces, días, semanas después, un torso emplumado se aferraba hasta llegar al feto de cacahuate que los demás ignoraban. Los pájaros de la plaza principal, delineada por bares, restaurantes, cafés y vendedores ambulantes, estaban siendo mutilados por sabe qué extraña cosa.

Me gustaba tomar banderitas de tequila al mediodía y un consomé de camarón, cortesía de la casa. Elegía siempre la misma mesa en una esquina transitada, entre el baño y la rockola para no atravesar el lugar al poner una canción o ir a orinar, pues la cantina, pese a la hora, estaba siempre repleta de parroquianos o turistas curiosos que terminaban uniéndose al festejo de lo que para nosotros era la monotonía. Apenas el crepúsculo y los tacos de cualquier esquina mermaban el alcohol o engañaban a la tripa con un simulacro de cena. Un cronograma del olvido ocurría todos los días de la semana, mientras el mundo caminaba de regreso a casa con la mirada y los tupperwares vacíos en igual medida. Alguna vez le llegué a contar al bartender mis sospechas en la observación de las aves de la plaza, tras tantos años, teníamos la confianza de intercambiar algunas charlas de vez en cuando. Me miró con ternura, alzó los hombros y soltó un así es la vida. Luego intuí que claramente para ellos no era yo una intelectual artista, sensible ante los detalles del mundo, sino la francesa loca y alcohólica que iba diariamente en busca de amnesia a granel. Concluí, por el bien de la relación, no volver a contarle de mis estudios empíricos. Ni a él ni a ninguno de los compañeros parroquianos con los que siempre hablaba de otras cosas.

Comencé a marcarlas después del incidente del torso emplumado. Desde niña había tenido una especial relación con las aves, una suerte de imán para atraerlas sin que se espantaran; algunas hasta me dejaban tomarlas entre las manos y el resto simplemente me utilizaba como fuente de comida, desde su lejana individualidad. Así que atraía con sobornos de migajas a las que veía deformes o mutiladas, utilizaba una tinta que yo misma inventé a base de azafrán y betabel y cargaba conmigo desde que pensé en la mejor manera de distinguirlas. De antemano supe que el color se desvanecería, pero me daba el tiempo suficiente, al menos días, para llevar a cabo la investigación. Luego creé un método: entintar de nuevo a las que reconocía con la mancha ya pálida. Y funcionó, pues así logré corro-borar lo que hasta entonces era pura intuición. En efecto, las aves estaban siendo víctimas de algo que las desmembraba. Un gorrioncillo fue el primero; era uno de esos a los que comúnmente se les llama pájaros chileros. Una de sus alas presentaba un necrosamiento en la punta que, tras el paso de los días y la observación, fue apoderándose del resto del ala, suscitando la calvicie y la muerte de la piel: comenzaba a vérsele el huesito puntiagudo ennegrecido y el resto de la carne que, aunque viva, parecía estar secándose con un destino acelerado. Las palomas, que eran mayoría en la plaza, sufrían de este mismo necrosamiento pero en las patas. De pronto se les veía saltando en un par de muñones que a la semana casi tocaban el piso y, más que deslizarlas, las ayudaban a mantener el balance sobre el concreto. Las menos afortunadas ya sólo tenían un muñón y éstas permanecían lejanas de las demás, aunque una que otra se atrevía al aterrizaje cuando los montones de frituras eran arrojados.

Un buen día me aposté en la puerta de la veterinaria de un amigo. Para mi suerte, desde que llegué al país, años atrás, hice toda clase de amistades, no sólo el riguroso contacto con los artistas de la localidad. Mi círculo de amigos no tenía restricciones; era amiga tanto del zapatero como de la tarotista, el vendedor de cigarros, el dependiente de la farmacia, las prostitutas, los pescadores, los traficantes de droga y de ropa, el globero, el herrero, la señora de los tacos, mis vecinas que trabajaban todas en la maquila y éste, mi amigo el veterinario. No le mencioné de mis investigaciones ornitológicas, simplemente me presenté ahí como a cualquier consulta de mi perro, pero sin el perro. Se sorprendió de verme tan de mañana y sobria, silenciosa, esperándolo a que abriera. Probablemente pensó que algo terrible había ocurrido con Gérôme (mi perro) cuando me vio. Pero luego le dije que una amiga tenía unos pájaros tales que estaban siendo víctimas de una extraña enfermedad y que se les caía el plumaje y algunos hasta tenían partes necrosadas en sus extremidades. Dijo que la dermatomicosis era algo común, que era provocada por un hongo que atacaba a los animales (incluidos los humanos); que si era genético, la posibilidad de que todas las demás estuvieran contagiadas era absoluta, y si por infección, el riesgo era casi igual de alto por la convivencia entre ellas. Y como también atacaba a los humanos, lo más probable era que mi amiga sufriera algún tipo de contagio. Luego apuntó en un papel el nombre de un ungüento tópico para mi amiga, pero no para los pájaros. Sobre la mutilación sólo dijo que eran desórdenes articulares o accidentes que se debían a las condiciones del vuelo en cautiverio. Se despidió aconsejándome que no me acercara mucho a las aves porque podía infectarme de tiña. Sin ser experta, era muy obvio que estas aves no padecían de dermatomicosis. La caída de las plumas no se debía a un hongo, se desprendían cuando la piel no soportaba el peso sobre los poros muertos. Mi visita no sirvió de mucho pues inmediatamente fui a la cantina de la plaza a continuar con mis investigaciones, aunque aprendí la palabra dermatomicosis, que luego utilizaría para título de un cuadro.

Ese mismo día presenciaría una de las escenas más terribles. A primera vista, un pájaro chilero que, posado sobre el remate de la columna de un restaurante, parecía acicalarse toscamente; a detalle, el pájaro abría y cerraba el pico para cortar de raíz su pata; estrujaba su propia piel y el hueso, con la apariencia de una simple ramita aguada, se lo impedía. Levantaba la cabeza con la fuerza que un pajarito de su tamaño puede tener y hacía una tensión insensible como si la pata se tratara de un objeto ajeno a su cuerpo. Tras unos minutos de lucha, la parte inferior del pico cedió antes que la pata. Rebotó en la banqueta y el animalito asustado, quizá adolorido, voló hacia ninguna parte con el colgante de extremidad. Y yo me quedé congelada, intentando adivinar su aterrizaje pero lo perdí de vista. A lo lejos distinguí el pedazo de pico abandonado, susceptible al olvido, a ser confundido con otra cosa y sólo eso me volvió a la realidad de ir a recogerlo. Lo guardé aún tibio en la bolsa de mi pantalón.

La escena se repetía en mi cabeza frente a una intacta banderita de tequila. El jaloneo y luego el pico y su rebote; de nuevo el jaloneo: el pico y su rebote, y así sucesivamente. Apunté en mi libreta de bosquejos una nueva hipótesis: todas las posibles causas de desmembramiento. No estaban siendo víctimas de los experimentos de algún laboratorio, tampoco eran sobrevivientes de peleas entre pájaros o de la crueldad de las pandillas en la plaza, ni de brujos que utilizasen las partes de sus cuerpecitos para algún hechizo: no. Aunque todas estas siniestras posibilidades fueron lo primero que imaginé cuando comencé a observarlos, la automutilación era lo último que pensaría y sin embargo. Salí de la cantina después de beberme la única banderita que pedí, no podía con la incertidumbre mientras la rockola tocaba las mismas canciones de siempre y los mismos rostros me dirigían las mismas sonrisas pausadas por el alcohol. Y así fue que rompí mi voto de silencio sobre el tema. Decidí hacer algunas preguntas a la gente que diariamente se instalaba en distintos puntos de la plaza. La señora de los chicles, el mesero del café, el que acomodaba los carros, la vendedora de recuerditos que emulaban la ciudad, los pandilleros, los vagos, el dealer: ¿qué crees que está ocurriendo con los pájaros y por qué? Todos respondieron distintas cosas; sin embargo, la sabiduría de una mujer en silla de ruedas que siempre estaba pidiendo limosna afuera de un motel fue la más convincente. Ella misma había perdido las piernas a causa de la diabetes. Y con esa tesis me encaminé fuera de la plaza, pensando en pájaros diabéticos que todos los días se alimentan de pan y frituras con sal: en la pragma de la naturaleza y la crueldad de la cultura: en la vida.

Dejé de frecuentar la cantina por un tiempo. Me embriagaba en lugares alternos a la plaza pero los pájaros me seguían junto con sus problemas. O el problema era yo que parecía ser la única que los notaba. A donde fuera, algún tipo de ave coreografiaba su enfermedad frente a mí. Y yo la veía de soslayo, intentando recordar que nada podía hacer al respecto. Comenzaron los sueños y pesadillas que implicaban pájaros. Despertaba y el chirriar de las aves parecía haber aumentado su espectro a escala del mundo, las escuchaba aunque estuvieran a cierta distancia, invisibles. Adivinaba el color y el tamaño en el canto, estaban en todas partes. Y sólo entonces caí en cuenta de que los pájaros se habían vuelto en mi contra. Una suerte de complot aviar por haber desistido de ayudarlos. Primero, el sonido que fue aumentando de volumen con el paso de los días. Después, la creciente papada que adquirió la forma de un pellejo colgante bajo el mentón; los dientes y colmillos se fueron aflojando (había perdido algunas muelas años atrás) hasta caer uno a uno ante la solidez de la comida. Siempre tuve el labio superior más largo que el inferior, pero la falta de los dientes acrecentó esta diferencia y más parecía un pico de carne que una boca. Las manos se adelgazaron, pero no la piel, que se volvió dura y de una textura rasposa; al mismo tiempo, las cutículas fueron ganando terreno en las falanges y mis uñas empezaron a tener la apariencia de unas garras. Los músculos comenzaron a dolerme, tanto que el peso de la espalda era insoportable para la cadera, así la espina se fue arqueando, pero nunca me salieron alas.

Los noventa terminaron con sus mañanas sencillas y la gente se preocupaba por el fin del mundo. Para mí, el fin del mundo fue el apocalipsis de una pierna que día a día vi pudrirse en todas las tonalidades del negro. Extinción sigilosa de mi carne, inepta a la eternidad. Piadosa retinopatía que vino para suplantar la ausencia (ilógica presencia del alvéolo). Acostumbrarse a las mañanas más complejas. A coexistir en el trino. Artificiar el futuro con medicamento, mesurar su contagio de finitud. El diagnóstico nunca me satisfizo. Yo sé, siempre he sabido, que padezco de aves. Y aunque las escucho, no he vuelto a verlas.

 


* Óleo sobre masonite. Un ave desplumada y rosa, en silla de ruedas (perpetuo el aterrizaje) triunfa sobre la evolución por selección natural.
 

 


Gabriela Torres Olivares. Ha publicado los libros de cuentos Están muertos (Harakiri, 2004), Incompletario (Ediciones Intempestivas, 2007) y Enfermario (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2010).