Fictio Legis* El jurista romano Modestino describe el matrimonio como la unión eterna entre varón y hembra, fincado en la ley divina y humana. Fastuosas dádivas de la familia de la hembra acompañan obligatoriamente el festejo de la alianza. Sin embargo, según la ley promulgada por César Augusto, si la hembra se enlazara con un eunuco, la familia de ésta queda exenta de la gravosa dote. En la opinión del padre de la mujer de Tachi, el varón que usurpó la divina joya de su corona era precisamente un eunuco. En sus propias palabras: Un pinche mayate. Pero en realidad Tachi es nomás pálido, bajo de estatura, y un poco melancólico. Lo veo entrar al avión y noto con cierta ansiedad la i griega de una vena azul —que brota— generosa de sangre aristocrática a lo largo de su cuello traslúcido, cuando con mucho y vano esfuerzo trata de elevar su mochila para depositarla en el compartimiento superior de “la nave”, en lenguaje aeronáutico, o “arribita”, a decir de su mujer, que a su vez tiene que entrar al quite y ayudar con los bártulos: Tachi, ¿por qué siempre te traes tantos chunches? La pareja se sienta directamente detrás de nosotros. Chascan —casi simultáneas— las cuatro hebillas metálicas. Chasca una quinta hebilla de un pasajero sentado en el asiento opuesto al de ella, del otro lado del pasillo. Apenas pasa por última vez la aeromoza —una sevillana autoritaria, un poco pasada de peso y definitivamente demasiado madura de edad para usar frenos con ligas rosas— me desabrocho el cinturón y me echo encima la cobijita. ¿En México se le dice frazada a la cobijita esta? —le pregunto a mi marido. Se le dice cobijita de avión —responde. La azafata sevillana anuncia la inminente salida del vuelo. Serán once horas con cincuenta y cinco minutos de viaje —está estrictamente prohibido fumar incluso, o sobre todo, en los baños—, debemos apagar de inmediato nuestros aparatos electrónicos. Antes de apagar mi teléfono entro al Instagram. Los hipsters en el Distrito Federal leen a Allen Ginsberg en ediciones que compraron de segunda mano en Brooklyn, dicen “roommates” en vez de “compañeros de piso”, tienen luz del verano de 1968 —un mundo perpetuado, congelado, convertido en App. Y ya nadie sabe dónde queda afuera y dónde adentro. El avión avanza pesadamente sobre la pista. Tachi había tenido un momento de gloria, aprendemos a la hora cero del vuelo, cuando empieza el video pedagógico sobre posibles desastres. A los veintitrés años trabajó durante seis meses en una cabina de radio. Las salidas de emergencia están a ambos lados: derecha, izquierda. No tanto en la cabina de radio como cerca de ella —más afuera que adentro— en “respaldo y producción”, para ser precisos. Es importante colocarle a los niños la máscara de oxígeno después y nunca antes de colocársela uno mismo. Pero en cierta ocasión había entrevistado a un político. No había sido realmente una entrevista —pero casi, asegura Tachi. Sigue el dibujo animado de las resbaladillas amarillas inflables, que siempre han despertado en mí las ganas de que ocurra un desastre imprevisto durante el viaje —un acuatizaje con final feliz. Tachi le había expresado su admiración y el político le había tocado —a cambio— el filo del hombro izquierdo. Este mismo político había sido delegado, diputado, secretario de estado, gobernador de un estado importante y casi-casi candidato presidencial. No se acordaba ahora en cuál estado había sido regente, pero creía —estaba casi seguro— de que era un estado muy próspero, hasta bonito e importante. Su esposa estuvo de acuerdo, pero tampoco se acordaba del nombre del político y mucho menos del nombre del estado. Se nos desea un feliz viaje. ¿De qué político hablará? —me pregunta al oído mi marido, que entrelee un periódico español en el asiento junto al mío. No sé —le digo—, tal vez de Hank González. Pobre España —suspira pasando la página—, está casi peor que México. ¿Estás seguro de que no se le dice “frazada”?—vuelvo a insistirle. En México se le dice “cobijita de avión”. Me vuelvo a abrochar el cinturón debajo de la cobijita —no vaya a ser que la sevillana vuelva a pasar y me amoneste. No es que importara el nombre del estado ni el del político, pues quien escucha el relato de Tachi es Hans, un pasajero de unos sesenta y tantos años —juzgando por la aspereza y el aplomo de su voz— que va sentado del otro lado del pasillo, en el primer asiento de la terrible fila de en medio. En esa fila uno no se debería nunca de sentar: si el avión choca y viajas en esa fila es muerte segura; mueres aplastado por los compartimentos superiores abarrotados de chunches —todos lo saben. Tachi en ventanilla, su mujer a un lado, luego el pasillo, y después un pasajero llamado Hans. Nosotros dos —yo pasillo, él ventana— en los asientos directamente enfrente de la pareja. Hans confiesa que a él no le interesa el nombre del político en cuestión, pues la política le parece vulgar y procura desde hace unos años no leer los periódicos. Ella está de acuerdo. Pero Hans admite que el actor que nos indica cómo abrocharnos el cinturón podría ser un político priista. Del viejo PRI —precisa Hans—, el buen PRI: hombres firmes con cejas pobladas a la española, cejas a la Presidente López Portillo, cejas a la Presidente López Mateos; pero no a la Presidente Enrique Peña Nieto, que no tiene cejas ni Proyecto de Nación. Eso dice Hans, que por poco tiene sentido del humor. El avión gira pesadamente sobre la coda de la pista —acelera— y como si no pesara —le doy la mano a mi marido— se eleva. Se presentan formalmente a la hora 0.07: Tachi y Pau. Hans se presenta como suecomexicano, de modo que la impresión tanto de mi marido como mía es que es definitivamente mexicano. La pregunta obligatoria debía haber sido por qué —cómo— era que Tachi se llamaba Tachi. Pero era una pregunta difícil de formular para el suecomexicano, que cada vez mostraba menos interés en Tachi y más en Pau. Mi marido se voltea para decirme: —Así le dicen a los taxis en Barcelona: Tachi. Me río, le digo que está mal burlarse en estas épocas de los pobres españoles, pero me para en seco: —Es estrictamente cierto, no es broma, así les dicen. La aeromoza se disculpa en nombre de la aerolínea con los pasajeros del vuelo 401: No sirve nuestro sistema de entretenimiento —repito otra vez, repito—, no sirve nuestro sistema de entretenimiento. Sin embargo, nos dice, los pasajeros podrán hacer uso del mapa sincronizado que detallará las actividades del vuelo. Después repite lo mismo, pero en inglés. A la hora 3.04: Pollo o pasta. Pollo o pasta a las 11.14 am, hora de España. Altura: 10,400 metros. Ulpiano precisa que hay una diferencia notable entre los eunucos que han sido castrados y los que nacen sin órganos reproductivos. En el primer caso, la ley se sostiene: la familia de la hembra está exenta de la dote. En el segundo, sin embargo, no. El eunuco de nacimiento tiene un derecho irrevocable a la dote. EEl caso —como nos enteramos más tarde por un comentario de la mujer de Tachi, que a las 12.47 pm hora de España, hora 4.37 de vuelo, está bebiendo su tercera copa plástica de vino— era que él y ella se acababan de casar, y que el papá de ella no les había regalado nada, ni siquiera una ayuda para montar la casa conyugal. Tenían un departamento en la calle Platón, casi esquina con Ejército Nacional. Y ahora, en parte por culpa del padre, estaban pasando aceite y escatimando en detalles importantes de las reformas de la casa. No hace falta repetir las palabras exactas que usó la mujer de Tachi para decir apenas eso: escatimar. Por esa razón no sabían qué hacer con la cocina. Ahí, el motivo del viaje a España. Hora 4.55. Ella quería una cocina prediseñada, para ahorrar un poco, pero él, Tachi, prefería una cocina hecha a la medida de las necesidades de la futura familia. Por eso habían viajado a España: había Ikea y ella quería “conocer a las cocinas en persona”. También, porque tenían millas y tenían amigos en Madrid. El suecomexicano, que confiesa no haber terminado ninguna licenciatura, es, decididamente, un experto en historia del diseño. La primera cocina prediseñada, le dice en complicidad a la esposa de Tachi, fue inventada por una mujer brillante: Margarete Schütte-Lihotzky. Juzgando por cómo pronuncia aquel nombre, es claro que Hans habla bien el alemán. Mi marido me mira con un puchero y los ojos entornados hacia arriba —yo le pellizco el hombro, acusando recibo de ese gesto que conozco tan bien y que significa: No me podría valer más madres. A ella, a la mujer de Tachi, sin embargo, le interesa mucho Margarete Schütte-Lihotzky. Pide más información. Su compañero de fila se la entrega —en torrentes— de un lado del pasillo al otro. Hans y ella —hora 5.14, hora 5.42 del vuelo. Bajo la persiana de plástico, estirando el brazo a través del espacio que ocupa el cuerpo de mi marido. La luz resplandeciente del Atlántico subraya el contorno arqueado de la ventana. Una punzada en el ojo derecho me advierte que esa luz es la que me dispara las migrañas. Trato de cerrar los ojos. Mi marido lee —dormita frente al periódico— y Tachi lee también. Hans le pregunta a Tachi qué lee. Es una novela de acción —dice Tachi— sobre la situación de México. Eso dice: Una novela de acción sobre la actualidad de México. Supongo que en el fondo Tachi tiene algo de razón. Las únicas novelas de la actualidad en México son de acción. Hans, que también es experto en literatura, compara eso que dice Tachi con la obra de Kertész y la obligación de no quedarse callado frente al horror, luego habla del Horror Horror de Conrad. Después, de Dostoievski, Beckett y luego, incluso, de Platón —que por cierto es la calle en donde ella vive— dice Hans, condescendiente. Ella sabe muy bien quién es Platón: A mí me gustan todos los escritores y filósofos, pero sobre todo Platón. Eso declara. Me gusta sobre todo Platón —alarga la o con esa afectación única de las niñas-bien mexicanas. Hans nombra y se sabe muchos nombres. Le parece muy bien que los escritores mexicanos, todos, hablen del horror. Es nuestro horror, declara Hans. Es nuestro deber hablar de él con los instrumentos que tenemos. Eso cree Hans. La mujer de Tachi, presumiblemente, asiente y alza las cejas. Pero ninguno de los dos opina. En cuanto ella encuentra un hueco en la conversación —salta, aprovecha— y le pregunta a Hans sobre la relación entre las cocinas de Frankfurt y eso del taylorismo. Eso le había interesado mucho y quisiera saber más al respecto. Tal vez puedan contratar a un maestro albañil que les copie el diseño de las cocinas de Margarete Schütte-Lihotzky, con un ligero upgrade. Trato de memorizar ese nombre imposible: Margarete Schütte-Lihotzky. Tal vez haya sido así —como las cocinas de Frankfurt— la cocineta original de nuestro departamento rentado, en el último piso de un edificio en la Avenida Revolución. Es un espacio diminuto esa cocina, y un poco oscuro. Tiene una única ventana que abre hacia una T formada por dos calles perpendiculares, muy estrechas, atiborradas de negocios formales e informales. Más —en cantidad— informales que formales. Eso significa que la calle funciona no como un exterior sino como un interior: un mercado eterno, vertiginoso, techado con lonas rosas y azules, los pisos tapizados de chicles, gargajos, semillas, colillas, uñas, pelo, insectos, monedas de diez centavos, vastos archipiélagos de mierda de perro y rata. Originalmente, cuando las calles que bordean el edificio eran de veras calles, el edificio Ermita tenía la particularidad “porosa” —dice así una guía histórica de la ciudad— de abrir el espacio privado hacia el exterior y viceversa. En la planta baja había farmacias, cafés, negocios. El primer edificio entre funcionalista y decó de la ciudad, el primer proyecto de una clase media plenamente moderna y urbana. Teníamos, tuvieron —todos hemos tenido— un proyecto de felicidad. Nos mudamos ahí recién casados —muy jóvenes— porque un amigo nos había dicho que en ese mismo edificio había vivido Tina Modotti, aunque luego supimos que no era cierto, que Modotti había vivido en una casa colonial a unas cuadras de ahí. ¡Hank González!, grita Tachi. Agónica hora 6.57 del vuelo. La conversación entre su mujer y Hans acaba de abrir una ventana para el intercambio de correos electrónicos y Tachi ha sentido una punzada de rabia o de terror. Apenas registran el aullido de Tachi —¡Hank González! ¡Así se llamaba el político!— y prefieren seguir deletreando sus direcciones electrónicas. La de ella es This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.. La de él —tremendas coincidencias de esta vida a decir de ella— es This email address is being protected from spambots. You need JavaScript enabled to view it.. Sí era Hank González, le digo —suave codazo— a mi esposo. Pero está dormido. También nos mudamos al Ermita porque ahí se abrió el primer cine sonoro de la ciudad y nos gustaba esa idea: vivir encima de una sala de cine. Había un proyecto ahí. No importaba que en realidad ese cine fuera desde hace veinte años sólo para adultos. Es decir, para cincuentones solos. No importaba, era un cine y eso era lo importante. Era un cine integrado al edificio pero separado estructuralmente de él por una caja de acero: una especie de caja de Schrödinger. Es decir, una caja hipotética —porque mientras cocinamos encima de ese cine, cogen escandalosamente como gatos varios actores y actrices todos a la vez. En realidad ni cogen ni cocinamos: ellos se calientan y nosotros recalentamos —pues en la pornografía no hay lugar para el sexo y en nuestra cocina no hay espacio para una estufa. Tenemos eso sí, un buen microondas. El año pasado, mientras oíamos las aventuras seriadas del Savage Cowboy —un gringo que latiguea mexicanos a cambio de sus Juanitos (así les llama a sus miembros)— inventamos los huevos benedictinos de tópergüer —o tupperware— según se prefiera. Declaradamente, nos gustan, aunque sean con mayonesa y mi marido opine —ahora— que les pongo demasiada mayonesa. La mujer de Tachi le sugiere a su nuevo compañero de viaje mostrarle los planos de su casa: tal vez a él se le ocurran mejores soluciones que a ellos, que a su marido en particular, debiera decir, pero por supuesto no lo dice. Mi asiento tiembla ligeramente —asidero momentáneo de la mujer, que ahora se levanta para sacar las maletas de arribita para compartir los planos de la casa con el suecomexicano. Le dice que parece sobre todo sueco y sólo un poco mexicano. Dice: pareces más sueco que mexicano. Luego le pide a su marido intercambiar asiento con Hans, pues va a ser engorroso estudiar los planos de la casa de un lado del pasillo al otro —no vayan a molestar a los pasajeros y los vaya a regañar la señorita aeromoza. Tachi se muestra reticente —nunca viaja en la fila de en medio, alega, y a estas alturas ella lo debe ya saber. Es por el bien de nuestra casita —argumenta ella, el diminutivo como una daga. Hans se pasa a la ventana. Ella necesita quedarse en el pasillo porque no soporta imaginar el abismo que se abre detrás de la persiana plástica. A Hans le parece perfecto, porque nada le gusta más que la ventana. De hecho, si lo dejan sentarse ahí el resto del vuelo estaría muy agradecido porque nada lo conmueve más que ver la mancha urbana de la Ciudad de México desde el aire, minutos antes del aterrizaje. Es tan —pero tan— parecido a aterrizar en el agua. El suecomexicano les comparte un dato que sólo él considera fascinante: el primer mapa de la Ciudad de México —todo agua, todo lagunas— está en una biblioteca en Suecia. Aterrizar en la Ciudad de México de noche es como posarse en un manto de estrellas —remata ella, muy muy dueña de sus palabras. Ulpiano también habló del “derecho del marido”. A éste, si descubre que su mujer ha incurrido en adulterio, se le insta a divorciarse y se le recomienda indiciarla. El único caso problemático es el de la mujer adúltera menor de doce años, dice el sabio y precavido romano, que por ser menor de edad, bajo la ley, representa una instancia ambigua. Pero ella, la mujer de Tachi, a pesar de su voz como de pajarito ansioso, no personifica en realidad el caso problemático que sugiere Ulpiano. La primera recomendación de Hans, a la hora 7.00 del vuelo, es un comedor de Charlotte Perriand. Una sala tan amplia requiere un Perriand. Trato de leer la primera página de la novela de Martin Amis que he elegido para el viaje —como si alguna vez hubiera conseguido leer poco más que dos o tres páginas en los aviones. Tampoco es que Tachi se esfuerce mucho en salvaguardar el carácter eterno de su unión conyugal a la hora 7.04 del vuelo, hora en la que Hans ya se metió al cuarto matrimonial y está sugiriendo que la ventana sur del dormitorio se amplíe unos cuantos centímetros y que se utilicen ventanas corredizas. Las primeras líneas de la novela de Amis son hermosas y muy tristes. Hablan de las ciudades —las ciudades de noche— cuando las parejas duermen y algunos hombres —dormidos— lloran y dicen: Nada. Pienso en los dientes de Martin Amis. Miro la boca ligeramente entreabierta de mi marido. Pienso que no sé bien cómo son sus dientes. Hace muchos años tuve una pareja que rechinaba las muelas mientras dormía. El comedor de Perriand es una obra de arte, asegura Hans, mientras lo reproduce en un dibujo. Rechina la punta del lapicero contra el papel —presumiblemente usa para sus dibujos la bolsita para vomitar en caso de turbulencia. Me producía cierta angustia el rechinido insistente de esos dientes en pleno sueño. A veces —incluso, injustificablemente— me enojaba mucho ese sonido: indicaba, me parecía, que ese hombre dormía en el fondo muy lejos de mí. Lo despertaba para preguntarle si se sentía bien. Nada, decía. Tiene razón Amis —dicen: Nada. Cierro la novela. La decisión está tomada: el comedor será un Perriand. Hora 7.12 del vuelo. Tachi anuncia que va al baño. Ella no dice nada. Hans le ofrece a ella una menta —hora 7.13. Gracias —dice ella. Tachi camina al baño tal vez para lavarse la cara, tal vez los dientes, tal vez para orinar. Tal vez para llorar. Se va a desabrochar el botón y se va a bajar los pantalones. Así le enseñaron de niño. Tal vez creció rodeado de mujeres que preferían las tazas del baño limpias, sin salpicaduras. Aprendió a mear sentado desde muy niño. Cubre el asiento del baño con dos tiras de papel higiénico y se sienta sobre ellas —los dos muslos cayendo simultáneamente sobre la taza— para prensar el papel contra la superficie, que no se mueva ni un centímetro, no vaya a ser que su piel dé directamente con una gota ajena. Orina empujándose el miembro con los dedos índice, medio y anular hacia atrás. Unas pocas lágrimas nomás —más de coraje que otra cosa. Mientras Tachi se está lavando las manos, Hans le pregunta a la mujer de Tachi por qué es que la familia desaprueba del joven matrimonio. Ella, por primera vez, se muestra un poco defensiva. Su padre no desaprueba, asegura. Es sólo que Tachi y su padre no están en buenos términos —tanto así que el padre le colgó el teléfono a ella la última vez que hablaron, después de decirle que su marido era un Pinche mayate. Ella confiesa que tuvo que buscar la palabra en la página de la rae. Las dos definiciones eran: 1. Escarabajo de distintos colores y de vuelo regular; 2. Hombre homosexual. Supo que su padre se refería a la segunda. Pero prefiere ni pensar en eso. Mejor hablar del baño: ¿Tina o regadera? Ulpiano escribe: “No es la cópula sino el afecto matrimonial el que constituye el matrimonio.” Hans habla, a la hora 7.25, de sus sobrinos. Él tampoco es padre pero es muy buen tío, le asegura a ella. Los adora. Y también es padrino de una sobrina, hija de su hermana, que vive en Connecticut. Ella repite: Connecticut. No sé dónde queda exactamente Connecticut —pienso. ¿Dónde está Connecticut exactamente? —pregunta ella. Hans dice que no importa, que Connecticut está lo suficientemente cerca de Nueva York. Porque cada vez que va a Connecticut se da su escapada a Nueva York. Tiene amigos ahí, en Brooklyn. Ella y Tachi conocen bien Nueva York, les gusta Times Square. Pero a Tachi no le gusta caminar mucho: se cansa. A ella en cambio le encanta caminar. A Hans también le encanta. De hecho, hizo el camino de Santiago el año pasado. Ella desea hacer eso algún día, pero con Tachi va a estar difícil. Hans asegura que no hay nada mejor que meterse a la cama desnudo después de un buen baño y una copa de vino tras un día entero de caminar por esos paisajes. Tachi vuelve del baño. Hora 7.29. No se sienta —prefiere caminar un poco a lo largo del pasillo para estirar “mis patitas”. 7.30 7.31 7.32 El emperador Valeriano escribió, a la hora 7.33 del vuelo, en el año 258 después del nacimiento de Jesucristo, que la infamia cubre al hombre que se casa con dos mujeres a la vez. No es el caso de Tachi. Pero conoce la infamia, la palpa en la lengua, entre los dientes, la tiene entre las piernas. 7.34 horas de vuelo —10,600 metros por encima del nivel del mar— hora en el lugar de destino: 3.23 am. Levanto el posabrazos y coloco la cabeza en el regazo de mi marido —trato de dormir un poco. Siento, en el lóbulo de la oreja derecha, la costura de su cremallera —y en mi cachete, la leve erección de los dormidos. No lo veo, pero Tachi está parado junto a su asiento, reposando una mano en el respaldo del mío. Habla con su mujer. Ella pregunta cómo está. Bien, dice él, aunque le duelen las piernas. Ella pregunta si el chofer de su papá los recogerá en el aeropuerto. Por supuesto que sí, afirma Tachi, en eso habían quedado desde cuándo. Me tapo con la frazada hasta la frente. Repaso: aquí mi lengua — mi primero segundo y tercer molar — mi cachete — la mezclilla — la carretera metálica del zíper — el estampado a rayas del calzón — la punta tibia de su miembro — el asiento — el alfombrado — las diversas capas de metal — las entrañas de la nave — y luego, 10,600 metros de vacío entre nosotros y la superficie del mar. Y la luz blanca —constante— que el avión rasga como una tijera rasga una frazada. Tal vez me duermo un rato. Para el desayuno —hora 10.41— hay huevos benedictinos con mucha mayonesa. La azafata sevillana me despierta y yo despierto a mi marido. Me entusiasma la coincidencia. Él no la nota. Me sonríe —bosteza— y se talla los ojos enérgicamente con los talones de las manos. Comemos. ¿Por qué te llamas Tachi?, pregunta Hans —la boca llena de mayonesa— a la hora 10.43: la hora de las preguntas crueles. ¿Quién va a ir por ti al aeropuerto? —me pregunta mi marido. Voy a tomar un taxi —respondo. ¿Y tú? Viene por mí un amigo. Si quieres te llamo el domingo y nos ponemos de acuerdo para que no tengas que estar cuando yo vaya por mis cosas el lunes. Como sea —digo. Es un apodo —dice Tachi. ¿Pero por qué te lo pusieron? —insiste Hans. Demasiada mayonesa —interrumpe ella. Ambos están de acuerdo. Nomás, dice Tachi. Porque me llamo Ignacio y mi hermanita me decía así cuando éramos niños. Ulpiano indica que tres condiciones se tienen que cumplir para que un matrimonio sea considerado legítimo: previo connubio; el hombre ha llegado a la pubertad y la mujer está en edad de tener relaciones sexuales; hay consentimiento de ambas partes. Consentimiento de ambas partes. Hora 11.03. La sevillana y otro azafato recogen las charolas. Hora 11.17. La sevillana recoge los audífonos, que casi nadie abrió. Yo finjo que perdí los míos —que he guardado en mi bolsillo— por si acaso se ocupan luego. Hora 11.22. Inicia el descenso. Hora 11.30. Tachi no quiere aterrizar sentado en la fila de en medio. Le da miedo, insiste. Hans ofrece cambiar otra vez de lugar. La ciudad amaneció lluviosa y nublada así que la vista aérea no va a ofrecer gran cosa de todos modos. Hora. 11.45. Tachi y mi marido miran por la ventana en silencio. La ciudad cubierta por una nube espesa, lechosa. La nave desciende, toca el piso, rebota ligeramente, vuelve a hacer tierra, avanza contra su peso, poco a poco frena, frena, hasta detenerse por completo.
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