DIEZ NARRADORAS (1980-1983)/No. 184


 

Laia Jufresa



Ciudad de México, 1983

 

 

 

Los engañamos, Fifí


A Galleta, in memoriam


Tenía como única pertenencia valiosa un pato. Uno real, no uno de plástico o cerámica. Un pato de carne y hueso, plumas y cagadas por la cocina; un pato mascota, de compañía. Tenía además una casa para el pato y una cama para él mismo, donde reposar el esqueleto y el hastío ocasional. También una cabaña en el bosque, una grabadora, cervezas, un teléfono de disco y esa inflexión en las comisuras de la boca, como un candado para su resoluta seguridad.

Al exterior de la cabaña, un deslavado letrero decía Hospedaje. Tocamos. El hombre que apareció en la puerta parecía molesto, pero nos la abrió de par en par. Entramos tratando de dejar la lluvia afuera. Al interior, un librero vacío y libros por el suelo le quitaban al lugar todo indicio de hospitalidad.

Se llamaba Ernesto. O no se llamaba Ernesto, según nos dijo, pero era perfectamente capaz de responder a ese nombre. Él lo llamaba Pato, los demás debíamos llamarle Ernesto. En cuanto a él, podíamos decirle Raúl y podíamos hablarle de tú. Tal fue el recibimiento. La contundencia con que cerró la presentación nos hizo entender que nuestras preguntas no eran bienvenidas: podíamos hablarle de tú pero era preferible no hablarle para nada. Se sentía fría y oscura la cabaña. Se escuchaban los picoteos de Ernesto contra un vidrio, su afónico quejido. Porque Ernesto era asmático, o disfuncional, o qué se yo, pero no era un pato que hiciera cuac. Raúl lo levantó y nos lo mostró como diciendo: Ahí está, es él. Como si nosotras estuviéramos ahí para el pato, para hablar del pato. Tres cazadoras de talento en busca de aves amaestradas. No dijo más. Le hacía ostentosos arrumacos al animal que graznaba como si recién le hubieran arrancado las cuerdas vocales y el culpable anduviese aún cerca. De la humedad de nuestras ropas emanaba una incomodidad densa. Metimos las manos en los bolsillos, los ojos por entre las duelas. Finalmente habló Meche. Meche termina siempre por salvarnos, es lo único que puedo decir a su favor. ¿Cuánto cobras por noche, Raúl?

Raúl levantó la mano extendida antes de regresarla a las caricias. No nos alcanzaba, ni de chiste nos alcanzaba. Pero para eso está Meche y sus ojazos trepadores. Para eso éramos tres mujeres con sendas mochilas y esa carátula maleable que habíamos practicado tanto, de ser mujeres solas, aventureras, pero al fin y al cabo mujeres solas, de ciudad, perdidas. Mira, le dijo Meche, si te damos quinientos nos quedamos sin nada para el regreso. Sólo es una noche y sólo necesitamos un pedazo de suelo. Déjanoslo en doscientos, ¿qué te cuesta? Mi amiga (aquí me señaló y a mí me tembló la base del cuello) está enferma.

Trescientos o es sin comida.

Dos cincuenta.

‘Ta.

Y así fue: ‘Ta.

La segunda puerta, ahí se pueden quedar, dijo y —pato en brazos, sonriendo hacia una oreja nomás— se metió a la cocina. Aprovechamos para inspeccionar nuestro cuarto y cambiarnos de ropa. Salí bastante seca, pero con escalofríos. El humo de los cigarrillos de mis compañeras, en vez de antojo, me provocaba un picor molesto en la garganta. Raúl salió después de un largo rato con cubiertos, platos hondos, cervezas y, en una segunda ronda, una olla de peltre que asomaba el estaño bajo los restos de pintura azul. Caldo, dijo como si presentara un pastel de siete pisos: El mejor antídoto.

¿Antídoto anti qué?, preguntó Meche.

La respuesta fue un gesto incierto. Brazos al aire, arriba, como decir: Qué pregunta tan estúpida.

Entre los cuatro despejamos la mesa de papeles, platos, ceniceros y nos sentamos frente al caldo que humeaba una tranquilidad reconfortante aunque inodora. Dimos los primeros sorbos como en un ritual. Mientras tanto, Ernesto se paseaba por ahí compartiendo sus opiniones. Era como un extranjero en su lengua, como un desafinado compositor de heridas fónicas. Era una cosa espantosa.

Nadie más que yo padecía el frío. Junté chamarras ajenas y las fui apilando sobre mi espalda adolorida. El caldo me hacía sudar. Raúl no usó cuchara, se bebió del plato su caldo en un par de tragos y luego se dedicó a enfilar una cerveza tras otra. Dina y Meche lo acompañaron bebiendo. Yo, puro caldo, otro suéter, una bufanda. Escalofríos. Entendimos que Raúl no hablaba pero gustaba de escuchar. Siguió durante un par de horas nuestros relatos, aparentemente entretenido. Sus muestras de entusiasmo eran parcas pero inconfundibles: un ondular la cabeza arriba abajo, levantarse por más cervezas, destaparlas sin preguntar. En algún momento, Raúl mencionó su paso por “la facultad” y eso nos relajó a todas. Como si un universitario no pudiera entrar a violarte en medio de la noche. Como si su haber pisado una facultad cualquiera minimizara el hecho de que nadie más que nosotros cuatro, y el pato, sabía que estábamos allí. Empecé a titiritar.

Para la media noche mis huesos pesaban una tonelada. Me fui a dormir. La ruta que emprenderíamos al día siguiente era larga: caminata, aventón, varios camiones. La ciudad de la cual veníamos era un punto cierto pero de difícil alcance. Nosotras te despertamos, me aseguraron: Tápate bien; descansa.

Cerré la puerta, me eché en la única cama y me envolví trabajosamente en cobijas. Me dolía todo. A pesar de que me llegaba diluida por bajo la puerta, sabía que en la conversación fermentaban nuestras más recientes anécdotas. Habíamos planeado durante meses aquel viaje. Ahora terminaba mal. Medio peleadas, medio perdidas y yo con aquel maldito bicho. Me dije que pronto estaríamos de vuelta en casa y causaríamos gracia o envidia al narrar nuestras peripecias. Y nuestra última noche, esa en que un hombre misterioso nos amparó del bosque. Misterioso era la palabra, aunque seguramente perdería su peso en el anecdotario. Podía intuir su media sonrisa al otro lado de la madera. Pensé simplemente, sin hipótesis: ¿Quién será este loco? Y perdí.


El tormento empezó de madrugada. Quise dormírmelo, pero fue imposible. Recuerdo llamar a Dina, a Meche, en voz baja primero, luego en un grito fallido. Podía sentir el aire gélido y huidizo entrando con dificultad a mi garganta. Temblaba. Alguna despertó y le rogué quedito: Haz algo, haz algo. Se levantaron, me cubrieron, quisieron darme agua pero todo me daba más frío. Más miedo. Finalmente Meche fue a consultar con Raúl y lo encontró despierto en la sala. Volvió con tres malas noticias: el teléfono era de adorno, en la cabaña no había ni aspirinas y el médico más cercano estaba a horas de distancia. Como único consuelo nos mostró una hoja de libreta y dijo: Pero Raúl nos hizo un mapa.

Recuerdo sus siluetas mientras empacaron. Discutían el plan a media voz, decidían qué llevar. Sacaron todo de tres mochilas para meter sólo algunas cosas en la más pequeña. Entendí que se iban sin cosas porque volverían, pero me sentí abandonada igual cuando dijeron: Nos vamos; vamos por un doctor. Me dio un beso cada una, redundaron en lo caliente que estaba mi cara, en lo mucho que se apurarían. Cerraron el zíper más largo de la mochila y se fueron. Aún no amanecía del todo.


Meche dice que, en estricto sentido, fueron dos días; y que fue culpa de Dina porque ella leía el mapa. Dina dice que fueron tres y que la culpa era de Raúl porque su croquis era una mierda. Una mierda con alevosía y ventaja, dice. Para mí que fue una vida. Una vida voz rasposa, una vida aparte.

Ah, la fiebre. La orfandad, el titiritar, el delirio. Las noches eternas en que la puerta era un abismo y la cama una fiera. Los resortes rechinaban bajo mi pesadumbre, quejándose conmigo. La fiebre, el frío, el caldo, el pato. El pato era un enemigo iracundo. Un invasor. Había que atarlo, acallar sus lamentos, hacerlo prisionero. Ya no se llamaba Ernesto sino perro. El pato era un perro. Nos perseguíamos por el campo de batalla. Los libros eran su trinchera, mi patria era la mesa. Él emitía en su lengua enlutada blasfemias contra mi bandera y yo como insulto lo llamaba Fifí. O Nena. Le confesaba que lo habían engañado: que no era nada más que una galleta. Una galleta de animalito, ni siquiera un animal. Y él me decía, con señas de alas: Aquí tú eres la única perra. O me gritaba burlón: Fifí tiene faringitis. Y me acusaba de nena. O ladraba. Se desgañitaba, se torcía, se reía de mí en mi cara, y yo quería torcerle el pescuezo con tal de que guardara silencio. Pero entonces Raúl entraba. Apacígüense, decía. Nos daba el caldo como tregua y nos ofrecía su cabeceo de paz que decía: Ya pasará. Luego dormíamos. Dormía de día. Las noches eran sólo un torbellino de resortes y ardor. Enloquecía. Vi tormentas de sopa y granizo de plumas. Vi doblarse la puerta de madera y vi un par de espuelas crecerme en los tobillos. Me vi de frente y me vi en el techo y no podía llamarme, decirme ven, baja, porque no tenía ya nombre, ni mucho menos garganta.

Recuerdo romper contra un muro el teléfono de disco. Recuerdo encerrarme en el baño segura de que nadie volvería por mí y bastante convencida de que Raúl era un loco, un loco peligroso. ¿Qué vas a hacer conmigo, eh? Me vas a hacer caldo.

Recuerdo dormitar en sus brazos. Los dedos acariciando mi cabeza como lo vi hacerlo en el lomo del pato el primer día. Recuerdo todo y nada en orden.

Meche dice que fueron dos días. Dina que tres. Yo digo que el miedo se cuenta por respiraciones y las mías iban de lentas a dolorosas. De escasas a obligatorias. Recuerdo llorar en el regazo tibio de aquel hombre y contarle cómo serían de allí en adelante nuestras vidas. Lo que sí voy a extrañar es el cine. Lo que más voy a extrañar es poder hablar. Mi voz era apenas un silbido y recuerdo admitir con celos que cualquier cosa que yo dijera, el pato podría haberla dicho con más claridad. El prístino pato de provincia. Recuerdo envidiar su blancura y lamentar el tono de mi piel: de un rojo sarpullido, de un sarpullido violento. Mi cuerpo ya no era mi cuerpo. Mi voz en cambio, no era voz pero era mía. Recuerdo perder la paciencia y patear al pato en un arranque de fuerzas renovadas. Recuerdo su queja: aguda y angustiosa. Raúl lo levantó, me aventó un libro y azotó la puerta. Yo le grité: ¿Te enojaste, Fifí? ¿Te enojaste conmigo? ¿Quieres mucho a tu patito? Un par de horas permaneció ofendido. Luego volvió con el caldo como disculpa. Y yo como disculpa lo bebí sin cuchara y sin chistar. Más tarde, mientras Ernesto dormía, me le acerqué y le agradecí que hablara mi mismo idioma. Mi mismo lamento en lija.


A la tercera mañana (confío más en Dina), entre el casete de violines en la grabadora y el monólogo de Ernesto, hizo su aparición un escándalo de automóvil. Raúl se levantó. Me miró fijo hasta que el coche se apagó afuera de la cabaña. Luego fue a abrirles.

Entraron apenadas, ojerosas y culpígenas. Nos perdimos. Nos quedamos sin dinero. Nos estafaron. Tuvimos que ir hasta… Nos mandaron un giro pero tardó pero traemos un coche, pero cómo estás, cómo te sientes. Raúl gracias, dijo Meche. Dina se limitó a mirarlo con rencor y mostrarle el camino a nuestro recién adquirido chofer: un gordo servicial que extrajo de la cabaña nuestras mochilas y las cosas sin empacar. Extrajo luego mi cuerpo lánguido y cansado y lo depositó como si cualquier cosa en el asiento trasero. Porque el asiento me raspaba, noté la poca ropa que traía puesta. El gordo me cubrió con una cobija que había allí y fue a sentarse al volante.

Raúl vino a pararse junto a la camioneta. Me apretó con fuerza el brazo y el gesto exudaba una complicidad que no entendí. Cuando me soltó miramos juntos las huellas blancuzcas de sus dedos en mi antebrazo, lentamente retomando el color de mi piel. Dina carraspeó. Raúl me acercó al oído su media sonrisa amplísima y me dijo: Los engañamos, Fifí… Luego dio un paso atrás y entre nosotros alguien cerró la camioneta, en un desliz, como a un zíper. Se me hizo nudo la panza, me arropé con la cobija. El gordo encendió el motor. Por la ventanilla de la camioneta vi una espalda, y el azote de una puerta, y el letrero de Hospedaje meciéndose hasta volver a acomodarse en su sitio original.

 


Laia Jufresa. Narradora. Ha sido becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y el FONCA. Su trabajo figura en las antologías Un nuevo modo. Antología de narrativa mexicana actual (UNAM, 2012) y Función privada. Los escritores y sus películas (Cineteca Nacional, 2013), entre otros. Un poema suyo aparece en Los mejores poemas mexicanos 2006 (Planeta). Su libro El esquinista recibió una mención honorífica en el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2012, y se publicará en 2014 en el Fondo Editorial Tierra Adentro. Es profesora a distancia en el Programa de Escritura Creativa de la Universidad del Claustro de Sor Juana, colabora en la revista Letras Libres, y recién terminó su primera novela, Umami. Vive en Madrid.