Una vez Diane Arbus dijo acerca de su trabajo: “realmente creo que esas cosas nadie podría verlas si no las hubiese yo fotografiado”, y difícilmente alguien sensato podría negar la cruda realidad de esa afirmación. Sobre todo considerando el tipo de imágenes que atrajeron el interés de su mirada: seres normalmente considerados como fenómenos que debieran permanecer en el anonimato, personas rechazadas por el tácito o declarado convenio social que establece los cánones de la belleza como algo “bueno” antes que asombroso.
Sin embargo, no es la fotografía la única manera de hacer evidente aquello que la cotidianidad o el temor han desprovisto de interés. De hecho todo arte es un modo de colocar en primer plano lo que tiende a ser evitado por la percepción común. Lo que es considerado como bello (y bueno) por los estándares establecidos en un tiempo o un lugar específicos, es generalmente cuestionado por los artistas verdaderos usando casi siempre aquello que no encaja en los mecanismos de la aceptación social.
De ese modo, Caravaggio buscó a sus modelos entre prostitutas y tahúres, y Velázquez no se resistió al desproporcionado y paradójico atractivo de las minúsculas meninas. Muchos estudios al natural de Da Vinci son bocetos de gestos de gente común en actitudes alejadas de cualquier pose. El Bosco y Brueghel no sólo no excluyeron a los enfermos, los marginados y los contrahechos de sus mejores cuadros, sino que los volvieron incluso personajes “normales” de sus mejores obras.
Ellos, los rechazados, los freaks, los fenómenos, han ofrecido muchas veces al artista más material poético que la anquilosada belleza dictada por modelos más moralizantes que estéticos. No en vano escribió Rimbaud: “Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié.” Y tampoco inútilmente Balam Rodrigo empuja las palabras al interior de su libro Braille para sordos y las fustiga con un “¡Chillen putas!” más cercano a la actitud rebelde de Revueltas que a la complaciente de Paz.
Porque la belleza, sobre todo en nuestro neoliberalizado mundo posmoderno, ha sido tan manipulada como la microeconomía en aras de una macroeconomía ajena al ciudadano común. Diane Arbus, gracias tal vez a su extrema tendencia a la depresión, prefirió buscar la expresividad antes que la belleza; al menos no la belleza de los cánones. Y en esa búsqueda descubrió el luminoso asombro que despierta casi todo lo que no quiere ser mirado: “cada vez que parpadea, fotografía parvadas de ángeles enanos”.
Y Balam Rodrigo, tratando de atrapar ese encuentro brutal entre el lenguaje hablado y el visual, interpela a las palabras, las estruja: “Huyen del corazón, filisteas e incircuncisas, las palabras”, hasta moldear con ellas una sinestesia que recurre incluso a lo grotesco para dibujar un paisaje congruente con la belleza contrahecha que Diane Arbus capturó usando su cámara: “Ella saca la lengua de la mirada como una serpiente tactando el vacío.” Pero lo que a él, a mi parecer, le importa más, es mostrarnos cómo incluso ahí la luz es apenas la rendija por donde puede nacer algo muy parecido a la poesía: “Una fotografía es un látigo de luz que fustiga nuestros ojos.”
Podemos o no estar de acuerdo con el concepto de poesía que incluye el lado estético más alejado de la belleza, pero la realidad está ahí, demostrándonos siempre que, por accidente o por determinación, nada que la naturaleza haya manipulado está exento de poesía, incluso cuando el corazón del ser humano no pueda aceptarlo de ese modo: “Toda belleza es monstruosa, aunque no hay más monstruo que el corazón.”
En este libro, el poeta chiapaneco autor de Icarías y Bitácora del árbol nómada se plantea por primera vez en su trabajo literario el problema de la definición de una poética más acorde a un mundo en constante devastación y dividido al máximo por cuestiones ajenas a lo estético. Tal vez por eso los momentos más claros son aquellos en los que escribe acerca de esas fotografías de Diane Arbus que logran atravesar la fascinación nacida del asombro: “Una fotografía es un organismo de luz que atrapa la belleza desmembrada” o “La poesía es un profundo tatuaje en la piel del silencio”.
Pero nada es casual a final de cuentas. En las páginas intermedias del poemario se plantea lo que es quizá la mejor síntesis de esta poética nacida en la penumbra más tenue: “Nada más fiel que la muerte o la sombra.” Hay, pues, incluso un sentido metafísico en el texto, una progresión hacia cierta forma de entender a la poesía y a la fotografía como puentes hacia un estado mayor de comprensión del mundo: “Una fotografía es más fiel que la muerte, incluso más que nuestra sombra.”
Es en ese estado donde también cobra sentido el rechazo que ejerce la mayor parte de quienes se creen “normales”. Pero es también en ese momento en el que la poesía logra decir de manera sencilla y transparente la razón mayor de esa fría discriminación que lanza al olvido lo que no desea aceptarse como semejante: “la inmensa muchedumbre tiene ciego el corazón”.
No es éste tampoco un libro que busque necesariamente sanar o ni siquiera convencer de algo a sus lectores, pero no faltan en él los destellos de luz que empujan la imaginación hacia espacios y tiempos más amables, sobre todo en la parte penúltima: Collages oníricos, donde el sueño y la fotografía se funden de tal modo que de ellos nacen híbridos que por sí mismos hacen de la lectura de este libro un acto liberador y bello, ya que logramos enterarnos de que nuestros sentidos, gracias a la poesía, son más sensitivos de lo que normalmente creemos, pues “los ojos son capaces de oír”.
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Ángel Carlos Sánchez (Acapulco, Guerrero, 1967). Poeta, narrador y artista plástico. Autor de los libros de poesía Muriendo de amor por esa perra (Antinomia, 1999), Huecos necesarios (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2000), Luz ultraviolenta (ultraviolentaluz.blogspot.mx, 2001), Caminar el miedo (Casa Vieja, 2001), El paisaje humano (La Trucha Güevona, 2006), Sueños de bajo presupuesto (La Trucha y La Tarántula, 2009), Exposición a la ausencia (Impresiones acerca del sentido del sinsentido) (La Tarántula Dormida, 2010), Pasión por la indiferencia (Instituto Mexiquense de Cultura, 2012) y Casa de páginas abiertas (Versodestierro, 2013). Ha publicado cuatro libros de narrativa: Hidrofilia (Antinomia, 1997), Emboscada (Casa vieja, 2001), 101 (Siento uno) (Editorial Ábrara, 2005) y Parvadas (Fridaura, 2012). Textos suyos han sido traducidos al francés y al inglés.
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