CUENTO/No. 185


 

Principios básicos de defensa pesonal



Guillermo de León González

 


leon-02.jpg “Pinches viejas”, repitió para sí mientras se lavaba la sangre del rostro. Sintió un breve pinchazo en el pómulo izquierdo cuando el agua entró por la herida. Pasó las manos sobre su cara con cuidado para deshacerse de las gotas, tratando de no provocar más dolor. Falló, la piel alrededor de sus ojos seguía inflamada. Levantó la cabeza y vio nuevamente, en el espejo, su ojo morado. ¿Ahora qué chingados le iba a decir a su esposa? ¿Otro pleito de cantina? Quizás, pero no quería tener que masturbarse otra vez. Esa maldita manía de correr con su madre cada vez que algo no le parece. No, tenía que asegurarse de que su esposa pasara la noche en casa, para coger.

Tomó la toalla de la pared para secarse y la devolvió a su lugar. Se desabrochó el cinturón, desabotonó el pantalón y bajó el cierre. Acomodó su camisa, aprovechó para acomodarse el bulto también con un apretón. Terminó de fajarse, primero al frente, luego atrás. Sintió un dolor en su costado derecho y volvió a verse en el espejo. Qué mamada. Al menos los de la cantina se guardaban los anillos antes. Su barriga se desbordaba ligeramente sobre la línea del cinturón. Giró un poco para verse de perfil. Se notó más robusto, pero por las mangas cortas de la camisa se asomaban sus brazos, aún fuertes y marcados. Su pecho seguía erguido y firme, todavía sin senos, a diferencia de sus cuates.

Podría decir que lo asaltaron. Sí, que unos cabrones lo atracaron saliendo del trabajo. Le bajaron todo. Quiso hacérselas de tos y le soltaron unos madrazos. A huevo. Su esposa no iba a tener de otra más que consolarlo y luego… Caminó hacia la puerta del baño, recorrió la presilla y recordó que aún traía el celular y la cartera en la bolsa del pantalón. Si ella se da cuenta, ya valió. Ni modo de decirle la verdad después de eso, ¿verdad? Se iba a cagar de la risa. Pobre imbécil pocohombre. Ni madres que iba a coger así, con la esposa pitorreándose de él en cada embate. Abrió la puerta y salió del baño pensando: “A la verga, a mí me atracaron unos cabrones.” La dejó azotar y, mientras se alejaba, volvió a exclamar para sí: “Pinches viejas”.


¿Bueno? ¿Bueno? Hola, comadre. ¿Cómo está? Sí, sí soy yo mera. ¿Cómo está? Ah, fíjese, qué bueno, oiga. Yo bien, bien. Ya sabe, ahí trabajándole como siempre. Muy a la orden, ya sabe que acá le echamos ganitas. Y ¿cómo está su hija? Ah, fíjese nomás. Qué bonito, oiga, que la grande ya se le casó. ¡Y ya se va a aliviar! N’ombre, qué gusto. Y usted recontenta, ¿no? ¡Pues cómo no, oiga! La verdad que es lo que uno más quiere, ¿a poco no? Tener a sus hijas casadas y dándole nietos a uno. ¿Cómo cree? ¿No le va bien con la menor? ¿Pues qué hace la condenada? No se habrá comido la… no, comadre, bueno, yo nomás decía. ¿Cómo que ya quisiera usted? Ay, no, comadre, ya cuénteme, no sea así. ¿Anda muy rara? Pero ¿rara cómo? Pues sí, es normal a su edad que se la pase en la calle con los muchachos. ¿A poco usted no salía a echar novio? Ya ve. Ah… ¿no se va con los muchachos? ¿Entonces? Ah, pues qué bonito, oiga. Mejor para usted que la niña pase harto tiempo con otras muchachas, así no le sale con su domingo siete, ¿qué no? Y qué que la hayan visto el otro día. A ver, ya, comadre, cuéntemelo bien. ¿De la mano? Ay, comadre, no invente. Así son las muchachas. ¿No se acuerda cuando usted y yo nos íbamos del brazo al mercado? A ver, ¿cómo está eso de que era otra cosa? ¿Diferente cómo? A ver. Ay, comadre… A ver, a ver. Cálmese, cálmese que no pasa nada. Sí, en serio. No es para tanto. Ya hay muchas muchachas así, modernas. Hasta mija tiene amigas marimachas. Uy, sí, es de lo más normal. No invente, comadre, ¿voy a creer que en serio preferiría que anduviera embarazada? No diga pendejadas, comadre. Sí, sí, usted cálmese. Es que ya son otros tiempos, créame. Imagínese, usted. No me va creer lo que me tocó hoy en el metro. Fíjese, le cuento. Iba yo en el vagón de hasta delante como al mediodía. Sí, ahí iba yo regresando de La Merced con mis bolsas y todo el mandado. Y ¿qué cree? Ahí iba un señor sentadote y una ahí parada con las bolsas porque no había lugar. Pues, sí, ya ve cómo es la gente. Uy, pero espérese. Ahí íbamos y de repente que se arma. Una muchacha así menudita como su hija que le empieza a gritonear al señor. Que ése era el vagón de las mujeres y que qué le pasaba y que no sé qué. Y ahí estuvo grítele que grítele en su cara que se pasara al otro vagón. Sí, ¿usted cree? Bueno, pues para no hacerle el cuento largo, que el señor se desespera y que la empuja. ¡Uy, no sabe la que se le armó! La muchacha se lo empezó a sonar. Ay, sí, qué muchacha tan fea verdad. Ay, no, comadre, si nomás fue un empujoncito de que andaba ahí dale y dale pero igual se lo sonó, ¿usted cree? No, pues el señor ni hizo nada. Primero le metió uno en la cara, así, con el puño cerrado y todo. Pues el señor se levantó y ¡tómala! que le suelta otro en el costado. N’ombre, qué se iba a defender, nomás se cubrió la cara. En eso se paró el metro y ¡ándale! Que le acomoda un patadón en la espalda cuando iba para la puerta. Total, que se bajó del vagón y le mentó la madre desde el andén. ¡Qué iba a hacer uno, comadre! Íbamos todas bien asustadas. Bueno, unas ahí le aplaudieron y le echaron porras. ¿Y la muchacha? Pues ahí se quedó hasta que le dijo a una viejita que se sentara donde iba el señor. Pues la viejita, comadre. ¿Qué iba a hacer? Con esos modos, no le hace caso uno e igual te suelta un catorrazo también. No, ni se sentó, se bajó a la siguiente estación. En fin, ¿ya ve? No es para tanto lo de su hija. Pues sí, le digo, que hay peores casos. Qué feo, ¿verdad? Pues sí. ¿Cree que estuvo bien? Pues sí, ¿verdad? Luego los hombres son bien abusivos, eso sí. Mire que uno se espera para subirse al vagón de enfrente, así, para ir más segura y eso. Porque luego en los otros vagones se topa uno con cada pervertido, ¿verdad? La de cosas que tiene que pasar uno en el metro. Eso sí. Pues sí. No estuvo tan mal que le enseñaran. Sí, que sientan lo que pasa uno, ¿a poco no? Una de cal por las de arrimones y manoseadas, ¿cómo no? Luego la empujan a una refeo… Aunque déjeme decirle que en el de las mujeres es igual, eh, no se crea. Pero sí, yo creo que el señor aquel se la va a pensar antes de volverse a subir ahí. Está bueno. Eso les pasa por abusivos. En fin, ya ve. Así son las muchachas de ahora. Modernas y… ¿cómo les dicen? ¡Ah, sí! Liberadas. Sí, usted estese tranquila. Mejor cuénteme. Cómo le fue en…


Manuel Mendoza tenía pocas cosas de qué sentirse orgulloso. A sus veintisiete años no había tenido novia, no tenía dinero ni estudios, ni un trabajo estable. Su padre era vendedor en un mercado, el mismo donde su madre vendía gorditas y quesadillas en un puesto improvisado que Manuel ayudaba a instalar todas las mañanas afuera de una de las puertas. A diferencia de su hermano mayor, quien todos los días y la mitad de las tardes trabajaba en una aseguradora y ganaba buen dinero, Manuel pasaba el tiempo en un parque cercano, con otros jóvenes de la colonia.

 

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Lo que Manuel sí tenía era una mente emprendedora, la cual ocupaba con sueños de una posible prosperidad venidera y, ocasionalmente, planeando estrategias comerciales que le permitieran mejorar su situación en la vida. A lo largo de los años, Manuel había probado suerte con lo que parecían, para él, un sinnúmero de prometedoras empresas que habían sido, una tras otra, víctimas de las circunstancias. Había intentado vender juguetes en el mercado una vez, pero no contaba con que los niños, de hecho, no tienen dinero propio para gastar. Dos meses después tuvo que rematar su mercancía para pagar las deudas del local. Luego intentó conseguir dinero en el transporte público, cantando canciones populares mientras esperaba su gran oportunidad; aprendió a pisar los acordes necesarios en una guitarra vieja que alguien del mercado le vendió, pero pronto él mismo y los viajeros descubrieron —casi al mismo tiempo— lo terrible que sonaban los últimos éxitos de la radio con su voz. Hubo también un intento por aprender a reparar computadoras y teléfonos celulares, y una estafa con una distribuidora de perfumes y lociones. La familia había perdido la cuenta del costo de las múltiples aventuras comerciales de su hijo menor y, aunque Manuel insistía en ganarse la vida siendo su propio jefe, se decidió que sólo era apto para asistir a sus padres en sus negocios respectivos.

Día con día, Manuel sentía una necesidad imperante: sacudirse la sensación de chalán del mercado. Era por eso que escapaba de las quesadillas y la vendimia para dirigirse al parque todos los días, muy a pesar de sus padres y sus regaños al llegar a casa. Fue en el parque con los demás donde descubrió que el éxito era igual de escurridizo en el ámbito sexual que en el comercial. Alrededor de la fuente, sus vecinos pasaban el tiempo discutiendo las proezas pasadas, anticipando o planeando las próximas (o las que así se antojaban). Manuel tenía poco que compartir al respecto. Algunos años atrás había estado a punto de consumar algo después de una fiesta, pero los esfuerzos de esa noche culminaron en un decepcionante regreso a casa. Ella tenía novio y, después de un par de tragos, cambió de opinión, lo llamó y él la llevó a casa. Callado y con una sonrisa, Manuel soportaba los abusos de los otros, aparentemente más experimentados, cuando le daban palmaditas en el hombro con burlas alentadoras.

Fue en la fuente donde se le ocurrió el plan. Los demás lo hacían todo el tiempo (o al menos eso decían). No había nada que perder, después de todo. Si ellos podían seducir a una desconocida, ¿por qué no iba a poder hacerlo él? No había tenido novia, no tenía dinero ni estudios ni un trabajo estable, pero era un chalán de mercado y eso de algo tenía que valer.


Lucía decidió regresar a casa sin cambiarse. La brisa veraniega de la noche enfriaba el sudor de su piel mientras caminaba por la calle. ¡Qué sensación! Sentirse segura tan tarde con la música retumbando en sus oídos después de la clase de kick boxing. Nada la hacía sentirse mejor. Falso. Defenderse de un patán en el metro al mediodía. Nunca antes se había sentido tan bien consigo misma. “Hiperrealizada” era la palabra que explotaba en su cabeza con tan sólo recordarlo. Toda su vida dirigida a ese punto culminante: ponerse de pie para reclamar el espacio que les ha sido negado, a ella y a todas las mujeres. Quizás nunca se habría atrevido de no ser por los meses de práctica, pero ahora había logrado poner a un cabroncito en su lugar y eso se sentía bien.

Así tendrían que ser todas. Valentonas y aguerridas, capaces de ponerse al tú por tú con los machitos babosos que quieran pasarse de listos. “Véanla a ella”, pensaba, “caminando sola y de noche”. Se sintió más fuerte cuando sopló una ráfaga de viento. La piel de su abdomen y sus muslos descubiertos se erizó al contacto, pero ella se mantuvo erguida, sin encogerse ni tiritar. Cualquier mujer hiperrealizada puede con el clima. Su canción favorita comenzó a sonar mientras reanudaba el paso. El momento perfecto. Ensimismada, ignoró la sombra que empezaba a acecharla.

Hasta los mejores planes requieren un poco de suerte y suerte era precisamente lo que Manuel Mendoza jamás había tenido. Suerte y una mujer. Sin embargo, estaba decidido. Quizás fue la fuerza de los pasos, la tensión acumulada y liberada en muslos y pantorrillas con cada contracción de las piernas al caminar. Tal vez la forma en que un rizo dorado escapaba de la coleta para enmarcar la oreja izquierda adornada con un audífono blanco al centro, una perla. Muy probablemente fue la desnudez con la que esta muchacha se paseaba por las calles en la noche a pesar del viento frío. Un sostén deportivo, un short que se esforzaba por cubrir las nalgas, el resplandor de la piel recién ejercitada aumentado por las luces de los automóviles que transitaban junto a ellos. Manuel Mendoza se dispuso a seguirla. Se aproximaba el momento de probar su suerte.

Fue hasta que Lucía se detuvo en un semáforo para atar una agujeta que se percató de que alguien la seguía. Otro más. Decidió darle una oportunidad. Una cuadra más para cambiar de opinión, dar media vuelta y quedarse atrás, o marcharse. De lo contrario, se las iba a ver con ella. Era pequeña, sí, pero había demostrado que sabía defenderse. Hiperrealizada. Un nudo perfecto. Se levantó de un salto para seguir su camino. Dio dos pequeños saltos más sobre las puntas de sus pies al ritmo de la música. La sensación de sus piernas fuertes empujándola hacia arri-ba la hacía sentir poderosa. Continuó la marcha sin darse cuenta de que el celular se había deslizado de su diminuto bolsillo.

He aquí una disyuntiva para Manuel Mendoza. Un golpe de suerte que cambiaba los planes. ¡La posibilidad! Levantó el teléfono celular de la banqueta y miró al frente. El destino le había dado un pretexto. ¿Lo habría notado? Manuel estaba consciente de haber sido poco discreto al seguirla. En sus manos tenía la oportunidad de escapar, de evitar el papel del acosador. Se imaginó el escenario: una llamada al teléfono extraviado, la sorpresa de obtener respuesta amable y una cita al día siguiente para llevar a cabo la devolución, con un café de por medio. Y además no era feo. Verga. Otra vez no tenía dinero. La escenografía se desdibujó, los diálogos e instrucciones se borraron de su mente hasta dejar sólo una pieza de utilería entre sus manos. Tendría que ser ahora. Arrancó. Se detuvo. Había sido aventajado varios metros. Dudó. Retomó el paso y lo aceleró para alcanzarla. Al acercarse levantó el brazo para tocar su hombro descubierto.

Lucía dio media vuelta. Manuel Mendoza no tuvo tiempo de reaccionar.

 

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Guillermo de León González (Ciudad de México, 1985). Licenciado en Lengua y Literatura Modernas Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Es traductor y profesor de inglés en el Colegio de Ciencias y Humanidades plantel Sur.