Terminé de leer “Paseo”, de José Donoso. El narrador cuenta la historia de la tía Matilde y de sus tres hermanos, de la supuesta armonía en la que viven hasta que una perra blanca llega para romper el equilibrio y cuestionar sus fundamentos familiares. Antes de encontrar a la perra blanca, la tía Matilde ha tenido una vida austera y eficiente, pero ese elemento extraño irrumpe la normalidad y poco a poco va arrastrando a aquella mujer, la piadosa tía, hacia un universo exterior salvaje… Si no es que la perra blanca ha simplemente abierto la puerta para que todos los miedos, los secretos nunca confesados y los peligros ocultos en el interior de aquel espacio doméstico, los de Matilde incluidos, emerjan por fin. A partir de entonces, Matilde y la perra se lanzan a la calle con cierta frecuencia, y ese exterior indómito que la mujer desconocía es el que le rasga las faldas, le alborota el cabello y le impregna en los ojos un ardor distinto, hasta que un día no vuelven más.
Hacía mucho que un relato no me sacudía tanto, al grado de que cuando acabé, arrastrada por un deseo innombrado de pronto azotando mi cabeza, tuve las mismas ganas de salir. Ese exterior llamaba, pero algo por igual estaba anhelando removerse. Mi llegada a Nueva York había transcurrido entre el acoplamiento y la tensión académica, y esta vez tenía anhelo de perderme como me ocurría antes, de extraviarme a los sentidos. Ni siquiera era el ánimo de perderme lo que echaba en falta, sino que el aire helado de octubre golpeara mi rostro, que se ocuparan los ojos por calles ilegibles, esos ojos ajenos no oriundos ni turistas ni viajeros ni migrantes sino expatriados, de quien se queda sin referentes para conjeturar lo que ven.
Aproveché que Connie iba a la misa a Brooklyn y con ella salí. Cuarenta minutos después, dejando atrás Harlem, ya fuera del metro Jay Metrotech, las dos tomamos sentidos contrarios. Ella fue a la iglesia, yo atravesé la calle. Recordé que un año antes había estado por ese rumbo, en dirección a Fort Greene, buscando la dirección donde Connie vivía cuando la conocí. Tenía pareja entonces, pero en el transcurso de los meses las cosas habían cambiado y de qué modo: ahora vivíamos juntas y ella iba a la iglesia de siempre. Nunca había estado con una persona que fuera a la iglesia los domingos para leer durante la misa. Es más, nunca había estado antes con una persona como ella, dado que mis relaciones siempre las establecí con hombres. ¿No era eso la perfección y el misterio coincidiendo?
Saqué veinte dólares de un ATM empotrado en la pared de una tienda y pensé: los cajeros automáticos. Entré a un deli, compré frituras y volví a conjeturar: los delis. Cajeros automáticos y delis, además del metro, ¿no eran los puntos que unen en eslabón a casi todos los distritos de la ciudad? Esas burdas reflexiones me entretenían cuando una mujer llamó mi atención tan pronto me detuve en la esquina de Myrtle. La fulana traía un abrigo largo de imitación de piel, un sombrero de ala ancha. Los ojos le relumbraban y la boca ancha profería frases inentendibles. Era alta pero delgada, es decir grande y sin embargo se veía pequeña. Debería decir: pude apreciar en ella cierta fragilidad, como la de los gorriones heridos a los que, por el plumaje, no se les nota la sangre que los hace temblar sino hasta cuando uno los toma y sus convulsiones nos estremecen la mano. Se movía en el mismo diámetro de banqueta, haciendo círculos sobre el borde de la esquina: a los diez minutos de observarla, me di cuenta de que no tenía intenciones de cruzar y tampoco estaba esperando a alguien. Puede que la mujer estuviera haciendo ejercicio para calentar sus carnes adheridas al hueso, y ya se sabe que cuando el viento de otoño cala el hueso es difícil que el frío se vaya. Igual yo me detuve, un poco perpleja por su caminar sin dirección, en el cerco de ese perímetro de banqueta, porque entonces comprendí. Hablaba sola y en voz alta, esa cualidad de quienes, huyendo de las convenciones, ya se han entregado a un tormentoso nomadismo. Caminaba no en esa calle sino a millas de ahí. La pregunta era dónde. Tal vez ni siquiera estuviera extraviada en otra ciudad real sino en una ficticia, perdida en un pueblo que existía en una película, una película proyectada en un cine vacío. Tal vez ella ahí, atrapada dentro de la película, mirando desde aquella orilla, estuviera acordándose de las tardes en las que perteneció a la tierra, cuando levantó su rostro hasta el cielo y se quedó ensimismada, contando, como una navegante nocturna, la aparición de las estrellas.
El caso es que su mera presencia irrumpía el fin de la tarde y daba sentido, un sentido excéntrico si se quiere, a una calle que los días de semana se mantenía en el ritmo frenético de la actividad, llena de comercios obedientes al sistema, a la máquina de hacer dinero. Quizá porque casi todas las tiendas estaban cerradas y la zona lucía sospechosamente tranquila, la mujer era visible. Yo misma no la habría encontrado en medio de esa turba que va y viene en horarios de trabajo.
Domingo, siete pm, principio de otoño. La zona del downtown de Brooklyn se debate entre la gentrificación y lo que queda de la silueta obrera y “gritty”. El descanso del ajetreo cotidiano deja entrever entre calle y calle las antiguas marcas que unen un barrio con otro: por un lado, bodegas otrora fábricas, baldíos, jardines abandonados, lotes con las marcas de ventanas que fueron empaladas, muros tapiados de grafitis. Por otro, la huella de los edificios modernos, levantados a golpe de puro cristal. Estos edificios pierden su peso y dimensión cuando no hay electricidad y no hay personal ni internet ni computadoras trabajando al interior de ellos. Vacíos, obligando a volver la vista al piso, despliegan su futilidad frente al espesor de la noche porque se puede sentir, con sólo mirar sus estructuras, que la gente va a poner sus existencias ahí vía jornadas extenuantes para que puedan volver a lo de veras importante. Lo importante está siempre en otro sitio, cuando muchas de esas personas vuelven a sus respectivas habitaciones para comprobar que, desestimando sus aspiraciones más simples, han conseguido lo que querían para traicionar lo que en algún momento desearon. Ésas eran por supuesto mis impresiones, encajadas a la fuerza sobre un paisaje simulado que mostraba su lado oculto, o al menos otros detalles: los montones de basura en las afueras de los restaurantes, los aparadores de maniquíes sin focos bajo los cuales brillar, algunos bares abiertos con alfombrados rojos y bombillas débiles haciendo espectrales las siluetas de sus clientes, los mendicantes y los lisiados de los shelters acunando sus delirios en su elegido rincón. No el downtown del Brooklyn fancy sino el del margen y sus desechos. No el barrio de los trabajadores legales o ilegales, sino el de sus fantasmas.
La mujer elegante con abrigo seguía caminando de la mitad de la calle a la esquina y viceversa. Y de pronto apareció en la escena otra figura. No supe de dónde salió pero venía con un niño y me preguntó si yo sabía a qué hora cerraban el negocio de telefonía celular, en cuya pared me había inclinado para guardar mis dólares en el monedero. Era bajita, igual que yo, de rasgos indígenas, el cabello teñido, jalaba al niño con demasiada fuerza, cualquiera habría dicho que lo estaba maltratando. Su forma de inquirir, con migajas autoritarias en la garganta, me asustó, no sé si por la aspereza con la que pronunció las palabras, como si quisiera sacarlas de su encierro.
Las grandes metrópolis han de compartir eso: que sus habitantes expresan la soledad de muy diferente manera. En la Ciudad de México la soledad se padece un poco en mute, las miradas bajas, los gestos de conmiseración expresados en silencio. Quizá la soledad no es nuestra forma de estallar, quizá ni siquiera se trate de soledad, sino de desamparo colectivo. No hay tiempo para la soledad individual cuando la catástrofe social pasa encima de los lomos sexenio tras sexenio. Allá somos almas sufrientes. Abusivas pero dóciles. Pero crueles. Pero amnésicas. Pero sufrientes. En Nueva York he notado que la solitude se manifiesta con una exigencia de las personas por ser oídas y vistas. En el metro hay quien no alcanza a subirse al vagón y te dice de inmediato que no importa, que a pesar de eso la tarde sigue siendo espectacular y que a dónde vas y si no crees que el servicio del metro es espantoso y que los migrantes la afean, etcétera. Su propia manera de configurar el: “No sé decir qué es lo que me encierra, lo que me cerca, lo que parece enterrarme, pero siento, sin embargo, no sé qué rejas, qué paredes. Y quiero romperlas, esta noche, aquí, contigo.”
¿Sabe si la tienda estará abierta hasta la noche?, volvió a preguntar la mujer bajita, parada enfrente mío, compartiendo la esquina de Myrtle Avenue con la otra mujer de abrigo largo hasta los tobillos (qué tendría esa bendita esquina como para que de pronto coincidiéramos las tres). Sólo que en la segunda ocasión ella fue más agresiva, ¿o quizá paranoica? que la primera. La pregunta era absurda porque la tienda estaba abierta. Le respondí que no lo sabía, que por qué no entraba a informarse. Estaba diciendo, y aquí de nuevo no sé si encauzo esta idea a la arbitrariedad del prejuicio, esa forma maliciosa de la conjetura cuando queremos encontrarle sentido a los hechos, estaba diciendo esa mujer con el chico prendido a su mano: “Nadie quiere ayudarme, pero yo debo esperar aquí porque no quiero volver a casa y tú bitch tendrías que saberlo.” A lo mejor quería pretexto para contarme su historia pero yo, cobarde, la corté. Mi intensa curiosidad se había replegado muy rápido.
Me moví de la pared, caminé bajo el chisporroteo de los neones, me detuve e hice visera al ventanal del bar de junto, donde una pareja hablaba en sordina, quizá discutiendo que su relación estaba ya por extinguirse y que eso iba a salvarlos o a arruinarlos, cuando descubrieran que no tener problemas era el problema. “Sin ti voy a ser mejor persona”, decía ella. “Nadie te va a preparar un sandwich como lo hago yo”, le respondía él. El ventanal era una baldosa de vidrio grueso y la refracción de la luz deformaba la imagen que sucedía del otro lado. Sí, así de contaminada por los libros me sentía. Lo más probable es que estuvieran discutiendo la trama de la serie de televisión en turno.
Y la hora o se fugó o la escena de las mujeres en la calle de Myrtle revoloteando sobre el mismo eje se había prolongado más de la cuenta. Miré el reloj y me dirigí al lugar donde Connie y yo nos encontraríamos. La vi hecha un puntito oscuro a lo lejos, flotando en medio de un inmenso pasillo hasta que fue adquiriendo facciones: los ojos de búho con ojeras violetas enmarcadas por las micas print de sus lentes, la boca ancha diciendo “Ma’h babe” con la voz más grave del mundo, con su piel marrón y esa flaquez extrema pero de huesos fuertes que me permitían abrazarla para descubrir que era ella y no yo quien podía sostener mi peso.
Bajamos a los andenes, tomamos la línea A y en el trayecto me contó que había sido una misa peculiar porque a la iglesia entró una mulata. Que llevaba un saco largo, muy entera y guapa, no parecía homeless. Que se sentó a su lado y comenzó a hablar primero en murmullo y después casi como si estuviera en el púlpito, levantándose y dirigiéndose a los demás con dulzura, lanzando en seguida un monólogo a mitad de la misa. ¿Y si el viento la empujaba y se caía, quién iba a levantarla? ¿Y si la traicionaban sus alpargatas y se resbalaba y se rompía la cadera y no era capaz de volver a pie? ¿Pero a dónde? “¿Ustedes tienen dónde volver? Claro, tienen dinero para pagar el alquiler al menos, pero y si tuvieran la plata para marcharse, ¿lo harían?” No se detectaba en el tono si aquello era un regaño. Eso me contó Connie o eso entendí, porque yo siempre entiendo lo que me conviene. El monólogo culminaba con la referencia a su país de origen: “Soy de Puerto Rico y extraño mi casa.” Después, la mujer salió de la iglesia arrastrando su abrigo desgarbado y dejando en el aire una cierta tensión. Tal vez hemos visto a la misma persona, acotó Connie cuando hablé de aquella con la que me había topado en la esquina de la avenida Myrtle, que caminaba semicírculos mirando la punta de sus zapatos, o se perdía en el pueblo ficticio de una película, o simplemente hacía ejercicio para calentar su cuerpo, esperando una estación de tren donde dormir.
Ni bien nos quedamos calladas por un rato, se escuchó una voz, una bala metálica que recorrió el pasillo del vagón. No era una bala pero se oyó expansiva. Una mujer estaba cantando. De nuevo una mujer. Demasiadas mujeres, diosas y pordioseras cruzándose sobre los mismos perímetros. La mujer que cantaba traía una túnica africana y un trapo de colores brillantes atado al pelo. El acento y la canción religiosa la delataban. Cantaba un himno pero no era ni por asomo una de las predicadoras de Jesucristo pidiendo una moneda para su congregación. Eso habría sido, por obvio, menos turbador. Esta mujer simplemente cantaba y en el canto había algo enorme y pequeño, el mismo gorrión herido y temblando pero retorciéndose en mi garganta y no en mi mano. En el canto se presentía la huida. No se calló. Durante los cuarenta minutos de trayecto no dejó de hacerlo, vaya a saber en qué estación iba a parar. Evocaba los sonidos de un desierto añorado con una voz cargada de arena que partía el mundo, al menos su mundo, en dos: el del pasado y el del ahora, un presente continuo y con el futuro tronchado, conectadas las partes mientras se mantuviera de pie. ¿También ella quería volver y la psicosis le había hecho olvidar cómo?
Es duro, dije.
Es molesto, dijo Connie.
No es molesto. Es sólo una canción.
Podría perder la paciencia y enfrentarla.
Es incómodo, dije.
Después de los salmos y de una misa yo al menos quiero volver en paz, dijo Connie.
Insensible, reclamé, mitad en serio, mitad en broma, en español, sabiendo que no me entendería.
Sí, dijo Connie en español. Decía “Sí”a todo cuando le hablaba en mi idioma. “¿Me odias, Connie?” “Sí.” “¿Me amas?” “Sí.” “¿Querrías volar este tren ahora?” “Sí.” Sentadas una al lado de la otra, era obvio que nuestras sensaciones eran distintas. Unas sensaciones tan distintas que ni valía la pena seguir discutiéndolas. Tal vez tú quieres paz pero sería horrible que estas interrupciones no alteraran el camino, que nos dedicáramos a fingir que nada de esto existe. Que nadie rompiera la lógica de la sucesión temporal. Que no saliera el extraño que habita dentro de uno para desorientarnos. Sería aterrador que no se atravesaran esos seres que nos recuerdan, de hecho, que hay algo que no encaja y que a veces ni el lenguaje alcanza para entender. Está bien que nos sintamos amenazados y que los demás ejerzan su derecho a estar locos porque a diferencia de quienes lo ocultan o lo reprimen, ellos no pueden contenerlo más. Yo al menos, siento una fecunda identificación, le dije a Connie, pero no hablé en absoluto.
Llegamos a Harlem. Pensé en el amor y en el miedo. Toda la noche no dejé de pensar en esas tres mujeres, en sus formas de irrupción: las tres perdidas en horizontes bifurcados por su mente, eran como un desajuste de la realidad en medio de ese espacio colectivo compartido. En cierto sentido yo me sentía así, desajustada en mis formas de percibir y de acoplarme a los otros, al ambiente mismo: atrapada en mi propia mente, caminando dentro de ella de un lado para otro, bajando y subiendo escaleras, tambaleándome entre pasillos durante ¿cuántas horas?, cien noches desde que había llegado a Nueva York, viviendo como si la vida aún no me perteneciera. Idéntica a como los demás habían llegado esperando nada, pero anhelando en el fondo un milagro. Hasta que los milagros se morían bajo el efecto del monóxido de carbono. Sólo que a mí me faltaba todavía un tramo extenso para descolocarme por completo, mientras que aquellas mujeres ya se habían abandonado a un lugar sin retorno.
Ellas eran las videntes. Sus murmullos inentendibles eran la sutil frontera entre la coherencia lindando con el descontrol. Hablaban porque querían confirmar que la noche existía, que ellas, que el viento frío. Además de los cajeros automáticos y los delis, dinero y comida en una simbiosis imperfecta, ¿los locos eran las junturas del mapa urbano? ¿Me recordaban algo que tendría que tomar en cuenta? ¿Dejaban las marcas de sus dedos hambrientos en el aire? Si era así, ellas representaban para mí el elemento ominoso del que habla Freud, cuando un entorno familiar, apacible, de pronto, como resultado de una inversión, se vuelve amenazante porque algo de súbito ataca esa superficie, a causa de una circunstancia que no se puede controlar ni prever y escapa a toda mediación. Si era así, estas tres mujeres bastaban para que el trayecto familiar se desconfigurara, para que lo supuestamente civilizado que había en el trayecto se tornara salvaje. Para que la seguridad se convirtiera en riesgo. Y no era sólo porque se tratara en apariencia de mujeres afligidas, tal vez acosadas por sus múltiples voces interiores, conectadas con el lado más oscuro de su psique. Lo que ellas ponían en tela de juicio tenía otra naturaleza. Lo singular es lo opuesto a lo idéntico. Si la identidad es una fantasía que nos inventamos para calmar la desesperación que supone ser diferente, ellas no se parecían más que a sí mismas, con toda su vulnerabilidad y violencia encima. Las huéspedes inesperadas. La diferencia enemiga. Las voces antagónicas. Las expulsadas de los atm y los delis. Ellas eran como la perra blanca que se planta para incordiar la casa en el cuento “Paseo”, de José Donoso. Los rostros diferentes que, cruzándose en el camino, salpicaban la ambigüedad y el desequilibrio. La circunstancia no comprendida que, sacándonos ya no de la rutina sino de nuestro aferrarnos a la simulación, abría ese espacio específico para desestabilizarlo. Una grieta desde donde se escuchaba el murmullo de sus historias lejanas. Un tajo abriendo la posibilidad de que cualquier cosa nos dejase caer, de que algo nos arrastrara a su confín oscuro para que todo se fuera al chute.
Lo más constitutivo del “yo” es siempre extranjero. Y lo que temí de ellas era lo que me aturdía de mí, cuando a través de sus rostros, vislumbré nuestro común y diferido destino: desaparecer lleva tiempo, pero desaparecer es una forma de persisir también. La una con sus hombros encorvados de migrante latinoamericana llena de aguante, con la mano famélica apretando la mano de su hijo. La exiliada de Puerto Rico interrumpiendo una misa y quitándose de encima las estrellas incrustadas a su abrigo. La última con su voz de amplio rango tonal, cantando a capella una canción que agitó al menos en mí las cien noches oscuras de mi corazón roto.
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