El aleteo de los años
En el patio de su casa había un palo de mango. Hasta su sombra arrimó la mecedora de metal para descansar un rato.
Comenzó a sentarse doblando las rodillas.
La espalda curva como la vida misma.
Apoyó los brazos a la mecedora.
Una mano buscó algo en su camisa.
Encendió su cigarrito.
Así, fumando, contemplaba el suelo sin pasto.
Desde la cocina le llegaba el esperado trajín del mediodía: cacerolas, vasos, platos, tenedores. Una música de metal y porcelana con agua de grifo.
Se acomodó el sombrero. Se limpió el sudor de la cara con la palma.
La camisa abierta mostraba el sudor de su cuello arrugado y su pecho de perlas transparentes.
Mientras él se mecía, un hálito fresco movió las hojas y el sombrero.
Manuel sonrió.
Sintió crujir los años encima, como ramos de flores secas.
Entonces, trabajosamente, se levantó de la mecedora.
Cogió el sombrero a dos manos, miró hacia la cocina, y dijo,
—Adiós vida, te quedas sola.
Y así, sin más, cayó muerto, como un mango maduro.
Y los años del mundo se fueron volando como moscas espantadas.
La novela de las nueve
Ofelia no se pierde la novela de las nueve. En ella, María Cecilia se ha enamorado perdidamente de Luis Armando, el hijo de su patrón inválido. Ofelia piensa que Luis Armando es muy guapo, pero también bastante tonto y superficial porque no ve que más allá de la belleza de María Cecilia están su humildad y su buen corazón, justo lo que un hombre como él necesita para ser feliz. Ofelia sabe que lo mejor que le podría pasar a Luis Armando es enamorarse de María Cecilia y le da mucho coraje que él no se dé cuenta. Así que todas las noches, a las nueve, Ofelia se instala en la sala a esperar si esta vez, ahora sí, sucede el milagrito y Luis Armando la invita a cenar a un buen restaurante, o se la lleva al cine o a tomar una copa. Al cine no, reconsidera Ofelia, porque en el cine no se puede platicar, y es conversando como él se dará cuenta de la pureza de corazón de María Cecilia, y así se enamorará de ella. Además, es muy buena muchacha y está claro que se lo merece.
Esta noche, Ofelia está sentada en el sillón acompañada de su gato y de un sándwich de cajeta. Aunque sabe que nadie la llama, ha descolgado el teléfono y apagado el celular para no ser interrumpida. Siempre ha sido una mujer de precauciones.
Esta noche, Luis Armando descubre que María Cecilia es voluntaria en un asilo de ancianos los domingos. Llega con los viejitos y se pone a jugar lotería, les pone música, platica con ellos. Les lleva un poco de alegría, ¡y los domingos! ¡Su día de descanso! Luis Armando no entiende por qué la sirvientita de la casa tiene esos gestos con unos cuantos ancianos olvidados. Al preguntarle, María Cecilia se pone colorada colorada. Luis Armando se ofrece a acompañarla este domingo. Es la oportunidad perfecta para que empiece a tejerse la historia de amor. “Vaya”, piensa Ofelia; “ya era hora”.
En eso se va la luz. Ofelia no sabe cómo reaccionar. Es la primera vez en más de un año que sucede algo como esto. Hace memoria. “¿Pagué la luz?” Sabe que la respuesta es sí. Siempre paga todos los servicios a tiempo. Llena de incertidumbre, se acerca a la televisión e intenta encenderla. Quizá en un intento, de chiripa la luz vuelva.
“¿Será algún apagón?” Ofelia corre a la ventana para ver si el resto de las casas tiene luz. En su camino se golpea los dedos del pie descalzo con uno de los muebles, y maldice. Se da cuenta de que la luz se fue por lo menos en toda la calle. Ofelia reza un padrenuestro para que regrese antes de que se acabe la novela. Da vueltas en su sala. Se golpea la frente con la mano abierta, como siempre hace cuando se culpa por algo. “Sabía que tenía que cambiarme de casa, pero aquí sigo. Ándale, síguele de coda. Si vivieras más arriba esto no te pasaría. Pinche colonia jodida.” Ofelia piensa en voz alta porque sabe que nadie la escucha, como en las novelas. “¿En qué irá ahorita?”, se truena los dedos. “De seguro Luis Armando la va a ir a dejar a su casa y ella le presentará a su mamá. Tal vez lo inviten a cenar. Ojalá eso pase… ¿Y si se besan?”
Ofelia piensa a dónde podría ir para ver, aunque sea, el final del capítulo. Tal vez si fuera con su tía Conchita. Ve su reloj y faltan veinte minutos para que se termine. “En lo que me cambio y manejo hasta allá, no alcanzo a llegar.” Decide mejor sentarse otra vez enfrente de la tele. Tal vez Diosito se apiade de ella y le regale una sorpresa. Tal vez si cierra los ojos, lo desea con el corazón y visualiza cómo la televisión se enciende, entonces pase. Hay que decretarlo.
“Quizá la luz vuelva y alcance a ver un pedacito”, dice en voz alta y no puede contener las lágrimas. Llora de coraje. Hace un berrinche como cuando era chiquita. Avienta lo que queda del sándwich al piso, se pone un cojín en la boca y grita. El gato la observa aburrido desde su sillón y lentamente se levanta y se acerca al pedazo de sándwich. Lo huele, lo lame y se va fastidiado a la cocina. El gato de Ofelia detesta la cajeta.
El reloj ha dado las diez quince. La oportunidad pasó y es claro que la novela por hoy ya se ha acabado. Derrotada, Ofelia se va a acostar a la hora de siempre. En este momento, las pocas lágrimas que le quedan ya no son de coraje. En su intento por descifrarlas, se queda dormida.
*
El despertador no sonó porque la luz regresó muy tarde. Ofelia había olvidado también encender su celular. No le dio tiempo de bañarse, y como sea, llegó corriendo y con retraso a su trabajo. Como todo el mundo está en el atareo de siempre, nadie hace el menor comentario a su llegada.
Ofelia se instala ahora en su lugar, enciende la computadora y comienza a ordenar unos papeles. Se acuerda de que hace un mes bloquearon el internet en la oficina, y lamenta no poder buscar algo sobre su novela. Es hora de que Luis Armando se enamore de María Cecilia. La novela lleva ya tres meses y eso todavía no pasa. No podría perdonarse el haberse perdido el momento exacto. La primera mirada que lo dice todo. El primer beso y la canción de fondo.
Las horas pasan y Ofelia no se puede quitar el gusanito de la panza. A su lado está sentada Chelo, tecleando velozmente algún reporte de su jefe, con sus dedos adornados con uñas color lila, perfectas. Ofelia deja de teclear lo suyo y se le queda viendo, como pensando cuidadosamente la pregunta.
Chelo siente que la observan. Estira los dedos sobre el teclado, descansando, y voltea a ver a Ofelia con cara de extrañeza. “¿Qué tanto me ves, mugrosa?” es lo que piensa, pero sonríe y hace otra pregunta:
—¿Pasa algo, Ofelia? Traes una cara…
Ofelia le piensa para preguntar. Sin embargo, cree que Chelo podría haber visto algo. De todas formas, ya la tiene enfrente y no sabe qué inventar. Se traga el orgullo y le avienta su intención de forma franca.
—No, no pasa nada. Te iba a preguntar… No sé si de casualidad veas la novela de las nueve— le dice Ofelia, mirándole las uñas.
—Ay, guácala. ¿Un amor de otra clase? Hace mucho que ya no veo novelas, Ofe. Todas son iguales. Si quieres saber en qué termina, te lo digo: al final los dos se casan. La tele nacional es puro mugrero. Por eso, yo sólo veo las series gringas.
Ofelia regresa su sonrisa más falsa, sin mostrar los dientes. Las dos mujeres vuelven a sus respectivas pantallas. Algo en la conversación se ha roto, y ésta termina tal como había empezado. Ofelia finge que no le importa nada, pero siente que un limón entero se le atora en la tripa. Hay mucho trabajo y ni modo de salir corriendo.
Tratando de controlar su enfado, Ofelia aprieta los labios y las yemas de sus dedos caen sobre las teclas, llenos de rabia. Lloraría, pero sus ojos están muy cansados desde anoche. Los pensamientos se le atoran entre tecla y tecla.
“Pendeja la Chelo”, piensa Ofelia.
“Cuando vamos a solas en el carro. Cuando nos desmaquillamos ante el espejo del baño. Cuando tecleamos estas cartas, siempre ajenas. Todo el mundo. Los jefes y nosotras. Todos queremos que nos quiera un Luis Armando.”
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