Buganvillas
Atardece y un hombre que llega del trabajo mira una mudanza que sucede en el edificio de enfrente. Una mujer, de pie al lado del camión, sostiene entre las manos una maceta de buganvillas. Él permanece en la acera, con los ojos clavados en un vaivén articulado por el eje de esa figura femenina y quieta, hasta que todos los muebles y las cajas se esfuman de su visión; el camión se borra; la mujer se diluye tras la puerta de cristal.
El hombre sube a su departamento, en el tercer piso, y entra como todos los días: da vuelta a la llave, dos veces, en la cerradura de la puerta; atraviesa el pasillo que conduce a la sala y tira el maletín en uno de los sillones; gira a la derecha, entra en la cocina y se sirve un vaso de agua; regresa a la sala, camina hasta la habitación y allí se quita los zapatos, se afloja la camisa, se saca las llaves de los bolsillos y entra en el baño; orina despacio, con los ojos cerrados, y luego se lava las manos y la cara; vuelve a la sala y se tiende en otro de los sillones, al lado de una ventana desde la que puede mirar el edificio de enfrente, el único paisaje posible desde este punto del mundo. Hasta este momento todo transcurre fiel a la rutina, y su fidelidad geométrica no se ha roto. El hombre en el sillón abre un libro que está en la mesa de junto. Entonces siente la cosquilla. Una inquietud tibia y punzocortante recorre su cuello despacio y lo obliga a voltear la cara para reconocer, en una ventana, la luz prendida al otro lado de la calle.
Antes de dormir el hombre observa fijamente el techo: las sombras producidas por un movimiento sigiloso de las ramas altas de los árboles. Trata de recordar a la mujer pero a su memoria no acuden sino rostros de vidas y horas pasadas que ya no es necesario nombrar. El hombre no tiene, no quiere, un pasado, un nombre, ninguna historia de amor o de ternura. No consigue pensar en la mujer pero sí en las flores, en la maceta que ella cargaba en las manos. Lo aborda una palabra: Buganvillas.
Se pregunta si no sería mejor nombrarlas bugambilias, o buganvillias, y se queda pensando un rato en las normas y en los usos de la lengua: en ese conflicto permanente entre la versatilidad de una palabra, su naturaleza caótica, su capacidad de adecuarse a las necesidades de quienes las pronuncian y piensa que las tres formas son correctas. Que hay un orden en el mundo al que se intenta acceder para no perderse entre los mares profundos de las interpretaciones. Que siempre es necesario tener un par de pilares a los cuales asirnos cuando no acude la palabra exacta para nombrar la realidad, o eso que percibimos como lo real. Y piensa, también, que le urge un pilar, una certeza pequeña a la cual aferrarse. Una palabra, como Buganvilla, que se parezca a esa mujer.
Al día siguiente, a la vuelta del trabajo, el hombre coincide con la mujer. Cada uno en una acera y una vida diferente. Ella lleva una maceta de buganvillas entre las manos, el bolso colgado al hombro y un vestido gris hasta las rodillas.
La siguiente tarde ocurre el mismo encuentro. La coincidencia de horas y trayectos comienza a generar un hábito, una especie de compañía tangencial pero necesaria. El hombre piensa cada vez más en ella, sobre todo antes de dormir, pero nunca consigue retener detalles que le permitan trazar un mapa de su rostro, de esa figura sin nombre que se le aparece en cada gesto y cada rostro con los que se cruza por la calle.
Esa mujer, se dice, se parece a la palabra olvido.
Transcurren los días y el hombre disfruta, y sufre, esa cercanía falsa, ese contacto breve y lejano que ocurre con la mujer del otro lado de la acera. Y todas las tardes, sin excepción, la mujer lleva entre las manos una maceta de buganvillas.
El primer día él pensó que se trataba de un regalo, la constancia del gesto lo orilló a imaginar que existía un invernadero, un jardín imposible entre tanto concreto. La mujer y las buganvillas se convirtieron, sin prisa pero sin pausa, en una parte necesaria de la vida del hombre.
Una tarde, casi un mes después de su aparición, el hombre decide abordar a la mujer. Se adelanta unos minutos para esperarla en la puerta de su edificio y cuando ella aparece la aborda con un saludo tímido, hace un comentario halagador sobre las flores y trata de hilvanar una conversación que apunta hacia un encuentro posterior: un café, alguna caminata por el barrio. Ella escucha con paciencia y mira sin parpadear; luego sonríe de una forma que al hombre le recuerda al mar, al crepitar vio lento de las olas una noche turbulenta.
La mujer sólo dice “Buenas noches” y desaparece tras el umbral. El hombre se queda parado unos segundos frente al edificio sin saber muy bien qué hacer. El timbre agridulce de esa voz, que había imaginado tantas noches, le martilla los tímpanos. Decide volver a casa y no prende la luz al entrar. Duerme enseguida. Siente que ha fracasado pero que era eso o la incertidumbre sin descanso del hubiera.
El hombre trata de no pensar en la mujer durante el día pero al llegar a casa no puede evitar mirar en su dirección. Y no la ve. Se extraña un poco y mira su reloj. Nada ha cambiado: son la hora y el lugar de siempre. Todo sigue igual de absurdo y anodino a excepción de su ausencia. Espera unos minutos y, al no verla llegar, entra en su edificio.
Sentado en el sillón intenta leer pero no lo consigue. La cosquilla del primer día vuelve y un impulso atávico lo llena, obligándolo a salir y cruzar la acera.
Toca el timbre del portero y pregunta por la mujer de la maceta de buganvillas. El tipo quiere saber para qué la busca. El hombre inventa una razón más o menos creíble y lo dejan pasar.
La mujer vive en el último piso del edificio, el séptimo. El ascensor no sirve.
El hombre sube las escaleras y nota un cambio en la textura del aire: un sopor dulce que le produce escalofríos. No sabe qué va a decir. Antes de llegar reconoce un olor particular: se trata de buganvillas. El aire, los muros, los goznes de las puertas y los barandales exhalan esa fragancia.
Llega al piso y al número que le dieron. Llama y nadie responde. La puerta se entreabre y lo invita a entrar. El olor es abrumador, casi insoportable.
Frente a sus ojos se despliega un piso que podría ser cualquiera si no tuviera una presencia excesiva de macetas. Cada una de ellas parece conectada a las otras a través de las raíces. Camina despacio y trata de no lastimar ninguna de las redes tendidas en el suelo.
Visita la cocina y llama de nuevo para no obtener respuesta. Recorre la sala, el comedor, el baño. El único, y último, lugar posible es la habitación. El hombre se tapa la nariz porque el olor le trasmina los pulmones y le produce escozor.
Se acerca a la puerta y descubre por debajo de ella un destello intermitente y regular.
Toca de nuevo. Nadie contesta. Llama por el nombre que le dieron en la entrada. Un nombre difícil de pronunciar. Un nombre que comienza con W.
El hombre abre la puerta y, por un momento, lo ciega la luz prevista por el quicio. La oscuridad regresa un segundo sólo para irse de nuevo. Sus ojos se acostumbran a lo violeta y el caos y el orden se concilian por fin en un ritmo preciso. En alguna parte de sí comprende todo por completo.
En el centro de la habitación, a la mitad de la cama, un corazón palpita. Un órgano diminuto, maltrecho pero vivo, conectado a las raíces de las buganvillas, de esas flores ardientes de luz por tanta vida que las habita.