Vivir con el narco
Una troca blanca chocó contra un poste en la avenida. Mi compañero de trabajo me avisa. Es la segunda nota del día. Me apresuro. Llego. Mis compañeros y yo nos acercamos a la escena, sacamos las cámaras, enfocamos.
Una camioneta de lujo, último modelo, es la dañada. Avanzamos, levantamos las cámaras:
—¡Ábranse, panochones! ¡Éste no es un jale que vaya a salir en los periódicos! ¡Órale, cabrones! —grita la conductora y baja de la camioneta para revisar la defensa. Estatura media, tacones, cabello lacio teñido de rubio, piel blanca; nos mira con ceño duro y vuelve a gritar:
—¡A la chingada, panochones!
No entiendo lo que nos dice, percibo que no quiere que fotografiemos el accidente. Para evitar agresiones, acordamos esperar a los peritos de Tránsito y Vialidad. Apagamos las cámaras. La conductora sube a la camioneta, habla por celular, nos vigila.
Un par de agentes de tránsito llega en una patrulla. Desde ahí ven la escena, pasan de largo y se van.
—Vamos a sentarnos al Oxxo, desde ahí sacamos las fotos —le propongo a mis compañeros.
Damos los primeros pasos y vemos un convoy de camionetas con hombres armados. Atraviesan la avenida y llegan hasta la esquina del choque. Detienen el tráfico de mediodía y rodean la camioneta. La rubia se cambia a un carro negro. Ellos la protegen y arrancan. El convoy enfila hacia nosotros, se detiene.
—Dejen de estar de panochones y pónganse a jalar —dice la misma mujer, y siguen su camino. El sonido de los motores, las armas y el sol me confunden. Los coches vuelven a circular hacia el puente, dos señoras cruzan la calle.
—Era una vieja de la maña —suelta uno de mis compañeros mientras andamos hacia el centro.
Ésa fue la primera vez que oí la palabra panochón. A partir de ese día la he escuchado con regularidad. También descubrí otras palabras relacionadas con el crimen organizado que aparecieron en el lenguaje popular de esta zona del país:
Panochón es el reportero que, al atestiguar un hecho delictivo del crimen organizado, es ubicado y amenazado por delincuentes.
El panochón puede convertirse en dedo (persona que delata) de la maña (sinónimo de cártel).
El panochón puede recibir una llamadita del jefe (regaño del líder de la plaza).
El panochón rebelde puede ser castigado con manitas (serie de cachetadas), tablazos (golpes con tabla de madera en la espalda y asentaderas), tijera (corte de extremidades), fogones (quemaduras en el cuerpo) o piso (asesinato).
Lo que aquí narro es real. Ha ocurrido en algunos lugares de México, en distintas ciudades y diversos momentos: Mientras los reporteros nos convertíamos en panochones, los convoyes de civiles armados superaban en número a los de la Policía Estatal; los enfrentamientos se multiplicaban, pero la vida diaria no paraba.
En la primavera de 2010 se supo que había un vocero del crimen organizado. En los días posteriores, un reportero —a nombre del representante— citó a un grupo de compañeros. Nos advirtió quién citaba y qué sucedería si no asistíamos por la madrugada al parque. A las tres de la mañana llegó el mensaje de confirmación del juntón (encuentro convocado por los narcos). Los catorce reporteros llegamos juntos y nos pidieron los datos generales. Un hombre apuntaba en una libreta. El vocero explicó las nuevas reglas: nadie difunde material sin que pase el filtro del jefe; nadie puede ignorar las llamadas telefónicas de la vocería; nadie puede negarse a recibir piscacha (en el ambiente político esta práctica es conocida como chayote, extorsión que reparten los presidentes, diputados y gobernadores) de los capos.
O se convierte en enemigo.
Los directores, los jefes de información y los reporteros de radio, prensa y televisión aceptamos y trabajamos con las reglas del cártel que gobierna la región donde vivimos.
El que no quiere, renuncia. El que no acepta, rompe o evade las reglas es castigado. Los jefes de plaza son capturados o mueren, pero las reglas persisten.
Este régimen de control se creó en la guerra entre el cártel del Golfo y los Zetas. En un primer momento, las bandas delictivas bloquearon la difusión de las batallas perdidas o las capturas de los capos y los lugartenientes.
Cada cártel impuso su línea editorial, sus incentivos a las mejores notas y también las penas. La imposición del miedo en las redacciones de la zona se supo rápidamente. En un lustro, estas reglas se transformaron y penetraron en las principales plazas del crimen organizado. Las oficinas de comunicación de los gobiernos municipales y estatales fueron rebasadas. El único poder era el del narcotráfico. Se adueñó de la palabra, de la calle, de las miradas, de la vida.
Nuestra jornada de reporteo se transformó poco a poco. De registrar accidentes o riñas pasamos a fotografiar diez personas ahorcadas colgando de puentes, cinco cuerpos descuartizados, cuatro personas asesinadas cuyos cuerpos eran tirados en la calle, envueltos en sábanas.
Al ver los cadáveres en las calles no sentí miedo ni asco. Una honda confusión bloqueaba el terror. La desconfianza reinaba en la jornada de trabajo. Al ver a amigos, personas conocidas, hombres y mujeres respetados por la sociedad, asesinados y señalados con narcomensajes, la zozobra se extendía.
Un par de compañeros pidió trabajar solamente durante el día. Las notas exclusivas desaparecieron. Antes, quien llegaba primero al choque, al asesinato, al suicidio, lograba las mejores fotografías o el dato extraordinario. Después, no volvimos a reportear solos. Pero ese plan de protección que hicimos de manera instintiva fue insuficiente para controlar la ansiedad de atestiguar lo que sucedía en la calle.
Además, los medios —sobre todo los manejados desde otras ciudades— no protegieron a sus trabajadores. Un compañero quedó en medio de las balas de soldados y sicarios. Días después contaba entre risas que, al tirarse pecho tierra, lo que temía era el regaño de su mujer por la mancha de aceite en la camisa.
Esa experiencia no fue suficiente. Las imprudencias continuaron hasta que un compañero murió en un fuego cruzado. Solamente el capo abatido y los integrantes de las fuerzas armadas asesinados aparecieron en las notas. A mediados de noviembre, los jefes fueron sensatos:
—Nadie va a balaceras. No hay que arriesgarse en esos jales. No vale la pena.
Interpreté la orden como “Trabajen con precaución para llenar de notas las ocho páginas de la sección.” En la realidad no había situación o detenido sin relación con la delincuencia organizada, ya fuera de un grupo o de otro. El ambiente era hostil: el estrés de los soldados, la dejadez de los policías locales, la complicidad de los ministeriales, la dureza de los marinos, el merodeo de los halcones (jóvenes vigilantes al servicio del cártel). La noche era un campo de trocas, ráfagas, cadáveres y mensajes dejados presuntamente por el crimen organizado. Los jefes de los medios pactaron cancelar las guardias nocturnas.
Pero dormir, después de saber los planes de guerra y la cantidad de muertos y enfrentamientos, era complicado. No contar nada en casa resultaba lo mejor. Las cheves, el antídoto para descansar.
Los cárteles de la droga se metieron a las redacciones, a los foros de televisión, a las cabinas de radio. Cinco o seis compañeros renunciaron para trabajar con ellos. La figura del vocero se consolidó, pese a las capturas y ejecuciones de jefes de plaza.
El vocero es tu cable a tierra. Tener ese vínculo inquieta y, a la vez, tranquiliza. La conexión directa es una forma de evitar peligros, algo parecido a lo que sucede en la primaria cuando eres amigo del niño más fuerte, abusivo y berrinchudo del salón. Sabes que sus acciones son irracionales, pero si el maestro no es capaz de reprenderlo, ¿por qué tendría que hacerlo alguien más débil? La cercanía con un bando delincuencial te convierte en blanco fácil del grupo contrario. Pocos reporteros confiábamos totalmente en otros colegas. Los grupos de amigos del trabajo se redujeron.
“Esta nota sí sale por encargo de aquéllos. Dale llamado”, se oye a media jornada en la redacción. Nadie detiene el tecleo.
“El detenido de rojo está protegido, no incluyas el nombre”, recomiendan en la prisión preventiva.
“Llamaron de parte de aquéllos para pedir que el choque no salga. No lo metas”, ordena el editor en jefe desde su oficina.
“Hay dos notas de detención. Ni se te ocurra publicar la de acá, coloca la de allá.”
“Amigo, queremos, de favor, que la manifestación vaya de principal, con la foto entera”, me ordena una voz del otro lado del teléfono.
Al mediodía siguiente recibo otra llamada.
—Un capitán de fuerzas federales te busca. Está en la recepción —dice la secretaria.
—¿Qué quiere?
—Es por la nota de portada.
Un día antes, madres de familia de detenidos, acusados de ser integrantes de la maña, protestaron por supuestos abusos de las fuerzas federales.
—Queremos saber por qué publicaron la nota —pregunta el capitán. La redacción la resguardan funcionarios armados en camionetas.
—Se publicó porque consideramos que el tamaño de la protesta lo justificaba y las madres dieron los datos precisos de las acusaciones —respondo. Los nervios provocan que mi pierna derecha se mueva.
—Esos chamacos son mañosos. ¡Nada más vea las caras! —dice señalando la portada del periódico y mirando al par de marinos que lo acompaña.
—¿Abusaron de ellos o no? Tiene derecho de réplica —planteo mirándolos.
—Queremos saber por qué publicaron la nota.
—Vaya a los demás periódicos a preguntar, aunque dudo que no sepa que estamos entre la espada y la pared.
—Lo sabemos. Si tiene algo nuevo sobre esto o cualquier situación personal, apunte mi teléfono, para que no haya malentendidos —dice el capitán y se despide sin cuestionar más.
Al gobierno no le importa. La intervención de fuerzas federales en los operativos provocó los primeros reclamos. Las manifestaciones para denunciar abusos de los marinos se reprodujeron en distintas ciudades de la región.
Son pocas las ocasiones en que el Estado reacciona ante la información difundida con un trasfondo evidente del narcotráfico. Temen señalar: tal cártel o tal otro. Pronunciar sus nombres propios exalta e incomoda a los compañeros. Hay orejas (espías que se hacen pasar por reporteros) y medios que nacieron y han crecido bajo el amparo del narcotráfico. El recelo y la cautela en lo que se habla y escribe es una herramienta de supervivencia.
La comunicación se da de voceros a reporteros. En caso de un error del editor, del jefe, paga el reportero. En caso de una falta mayor, estalla una bomba frente a la redacción, desaparece un director o su familia. La autocensura es la manera de sobrevivir. No publicar para no sufrir o morir.
La frustración de no ver circular la información inmediatamente la sobrellevo pensando que en el futuro habrá tiempo para contar lo que vi, la información que obtuve, lo que corroboro con los meses.
Lo único publicado son las repercusiones de la inseguridad: que si la iniciativa privada dejó de producir cuarenta y dos mil millones de pesos; que si se incrementaron al doble los tratamientos del trastorno de estrés postraumático; que si los desplazados, que se cuentan por miles; que si la mayor parte de la clase alta huyó a Jalisco, Querétaro o Texas. A pesar de que no publicamos el horror, los ciudadanos se enteran, nos culpan por guardar silencio, hacen sus maletas y huyen. Cada año, la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad del INEGI confirma que el ochenta por ciento se siente inseguro de vivir en esta región.
Lo asumí: aquí no hay derecho de informar, de trabajar con libertad, no hay seguridad. Secuestran a amas de casa, obreros, niños. Los que comunican vía Facebook o Twitter también son panochones. La diferencia entre nosotros y ellos es que nosotros sabemos qué informar sin correr peligro. Pienso que entre tanta muerte agarrarse a la vida es una manera de luchar.
A partir de 2013 la rutina de trabajo se tranquilizó. Volví a reportear solo. Las exclusivas caían a cuentagotas. La vocería se mantuvo con sus reglas. La población de panochones aumentó debido a los usuarios de las redes sociales que reportan los hechos delictivos.
Ese leve lapso de calma se rompió de nuevo debido a conflictos entre los mismos cárteles. Los bloqueos, las balaceras, las masacres y el silencio resurgieron. El gobierno quiso imponerse. La desconfianza volvió. En esta región histórica para la delincuencia cualquiera puede ser hijo, vecino, primo, amigo, esposa, hermana de presunto delincuente, o peor, ser sicario, halcón, estaca (guarura del jefe), extorsionador, contador o lavador de dinero. Los informes extraoficiales revelan que en tres meses de 2015 hubo más de doscientos cincuenta cadáveres. Los videos de asesinatos y los mensajes de alerta inundaron las redes sociales. El panocheo traspasó el poder del medio de comunicación tradicional, la figura del reportero.
Yo, desde la redacción, sigo observando la batalla. Aprendí a ser un panochón, no un héroe.
Carlos Manuel Juárez. Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Autónoma de Tamaulipas. Ha publicado crónicas y reportajes sobre víctimas y victimarios de la guerra contra el narcotráfico en El Universal, Milenio Diario, 24 horas y Animal Político. En 2013 inició el proyecto “En el recuerdo me hallo. Crónicas de huapangueros de la huasteca tamaulipeca”, para recopilar la memoria de los músicos y poetas tradicionales. Actualmente acompaña a familias que buscan a sus desaparecidos en el territorio tamaulipeco.