Rallar amapola, ¿juego de niños?
Meztli trabaja desde que tenía cinco años. En los contornos de las uñas, casi pegadas a la piel, una delgada capa negra le delinea la punta de las manos un poco rasguñadas por finas navajas. “No es tierra”, aclara, mientras termina una trencita de palma y cuenta que lo que más le gusta de su pueblo “es la amapola”. Junta los dedos y enseña las puntas: “Esto que ves es la goma que se va quedando.”
—¿Cómo?, le pregunto con sorpresa por su revelación.
—Sí, lo que más me gusta de aquí es la a-ma-po-la, reafirma casi en modo de susurro, como si de repente su papá estuviera escuchando o si los lunares en el cerro —que lucen una gama de colores entre rosa y rojo que señala a lo lejos— lo observaran todo. Pero no es lo único: también disfruta el atole de masa con piloncillo, correr en libertad en el campo, algunas veces en el contorno de la parcela familiar.
—¿A ti te gusta?, ¿tú rallas?, ¡Ah no!, ¿más antes?, ¿de chica?, me bombardea la niña que ya tiene once años de edad.
No sé qué responderle, sólo me dejo guiar. De piel color avellana, un metro diez de estatura y una delgadez que le brota en los huesos del pecho, camina con destreza, se sabe de memoria todos los recovecos de la zona. Es bilingüe, habla tu’un savi (lengua mixteca) y español. Aquí en la Montaña de Guerrero, además del bajo índice de desarrollo humano, la gente comparte el habla de los antepasados y el amor a la tierra.
Estamos en un cerro a más de dos mil metros sobre el nivel del mar, donde los habitantes hacen las tradicionales peticiones de lluvia. El lugar es recóndito y de camino laberíntico. Se descontrola el GPS y la señal de celular es impensable.
Meztli habla mucho, disfruta traducirlo todo. Platica que ha rallado amapola con su familia, pero casi ya no va porque creció y está más pesada: para entrar a las parcelas debes ser ligero y pequeño, porque las matas de la flor crecen juntas y se corre el riesgo de pisarlas y matarlas. Por eso la extracción de la goma es tarea de niños.
No sabe nada de ganancias, sólo que debe ser prudente con el tema. Para ella es lo mismo sembrar calabazas que maíz: ¡total! en todos los cultivos ayuda a su papá, igual que sus cuatro hermanas. Sólo que a las amapolas les tiene más aprecio, disfruta el espectáculo de su parcela: flores meciéndose con el aire, esas que tanto le gustan y que son justo las que le dan algo de ingresos a su familia.
¿Cuánto ganan? No sabe, pero alcanza para que su mamá les compre a ella y a sus hermanas zapatos rosas de plástico, que cuestan sesenta pesos en la única tienda de su pueblo. Meztli me lleva a la punta del cerro, está cerca un despeñadero, abre las manos, las alza y respira el olor profundo a hierba. Son las seis de la mañana y el frío cala en los huesos.
Sus historias son muchas: que quiere estudiar, no se quiere casar como su hermana Tita a los dieciséis años ni quiere tener un esposo borracho que la deje con hijos y se vaya a Estados Unidos. Meztli quiere salir, terminar la secundaria, hasta llegar a cursar una carrera profesional, aunque cuenta desanimada que el lugar más lejos al que ha llegado es a tres horas de su casa. Y en su pueblo no hay más que una primaria y una secundaria.
Desde muy pequeña aprendió el amor al campo, porque es lo único que siempre ve, grandes montañas, plantas diversas: “Ésta para el dolor de muelas, esta otra para el empacho, para la calentura, ésa es toloacha, hace mal a los hombres, esa otra es para la tos…”.
Meztli no sabe de wi-fi ni de bullying; aunque también nació en la generación del iPhone, es la primera vez que ve uno y le encanta tomarse fotos. Se le va la vida en ir a la escuela, ayudar en su casa, algunas veces trabajar en la parcela, jugar a las atrapadas y, en ocasiones, en cazar ranas para comer.
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Un día antes de la plática con Meztli conocimos a parte de su familia.
—¿Les echamos un raite? —le decimos a su familia para que se suban a la camioneta. Va su papá, su mamá y su hermana Trini, de cinco años de edad. Todos comemos galletas y el señor indica que la menor se queda a esperar a “Tío”. Insistimos en que nos tenemos que ir juntos, es lejos, está oscuro y hay neblina: “No, la niña se queda”, dice el jefe de familia y arrancamos el vehículo.
Sola, ocultando una lata de jugo de ciento veinticinco mililitros, se queda la pequeña. En el recipiente metálico se alcanza a ver una pasta entre blanca y amarilla, que en pocos minutos será negra: la goma de opio. Después, mis acompañantes y yo nos enteramos que al papá de Meztli le dio pena que “pensáramos mal de ellos” y prefirió que la niña, su hija menor, se fuera con su hermano, tío de la pequeña.
Antes, pasamos con cautela a una parcela de amapola.
Al igual que Meztli, otros niños rallan amapola. La parcela que trabaja esta familia abarca unos veinte metros de largo por diez de ancho. Algunas plantas aún conservan la flor, otras ya están listas. Pedimos permiso al tío de Meztli para estar dentro del plantío mientras trabajan. Están él, su sobrina Lina, de cinco años, Octavio de once y Gelasio de dieciséis, sus chalanes.
El vaivén es suave. De los bulbos verdes, cuyo tallo no alcanza el metro de altura, resalta un tono intermedio entre el color de la hierba y el pistache. Brota un líquido blanco, lechoso, que manos diminutas liberan de los finos cortes que hacen al capullo con celeridad. Muchas flores de la planta, de un rojo carmín, yacen muertas en el suelo; al final lo que importa no es su belleza, sino lo que guardan dentro.
Aunque no tienen cinco años como Lina, la hermana de Meztli, Octavio y Gelasio aparentan ser mucho más jóvenes. Los tres son muy serios, pero más Octavio. Sus funciones son diferentes. El tío de nuestra guía prácticamente observa, es corpulento y si entra a las filas de flores, las pisaría todas; se queda en la orilla.
Rallar amapola parece muy fácil, un juego de niños. Lo hacen con un instrumento similar a un destapador de madera, pero en lugar del objeto que sirve para abrir los envases, éste tiene dos navajas pequeñas y filosas como garras de gato en las esquinas. Son delgadísimas. Lina y Gelasio toman su herramienta de no más de cinco centímetros de largo por tres de ancho y rasgan con cuidado la circunferencia de cada bulbo.
No se mueven demasiado dentro del lugar porque pueden pisar las plantas.
Octavio, el de menor talla, camina con más libertad por el espacio. Se aproxima a los escurrimientos lechosos que van dejando Lina y Gelasio por cada rallada y junta la pasta en una lata de jugo —que ya tiene las paredes llenas de goma seca—. Trabajan durante las tardes y los fines de semana también por la mañana. De la parcela sacarán setecientos gramos.
Tío señala que durante décadas ha sembrado amapola, porque es el único cultivo que le deja algo de dinero, los demás son para autoconsumo, como el de maíz y frijol. La parcela se siembra en invierno y tarda cuatro meses en rendir frutos. No sabe mucho de la droga, pero admite que es la más cara.
De la goma de opio se hace la heroína, una droga muy cotizada a nivel mundial y, según la Secretaría de Salud, de las más adictivas. Tío sabe que si pruebas la leche antes de ser goma, se te duerme la lengua.
Del otro lado de su parcela hay plantas de amapola secas, es otro pequeño corredor. Algunas veces sacan la semilla de las plantas muertas, pero cuando no hay, la tienen que comprar a quinientos pesos el kilo; él nunca compra esa cantidad. Por el trabajo de cuatro meses recibirá dos mil pesos. Es la cifra que le paga un hombre que llega en una camioneta torton por los setecientos gramos de goma de opio.
Le parece poco, aunque no dimensiona las ganancias millonarias de la venta de opiáceos y la heroína y la morfina. Pero a él le sirve para tener al menos dos mil pesos repartidos durante cuatro meses, tres pesos cada día durante ciento sesenta; después, o vuelve a sembrar o se va a trabajar fuera de casa para tener dinero.
¿Con quinientos pesos al mes puede mantener una familia de seis integrantes? Sí, porque todos trabajan, dice. La vida en un pueblo apartado es difícil, porque no cuentan con todos los servicios, pero a la vez sencilla. Comen ranas de los lagos, pollos de su corral; reses, quelites del campo, zanahorias, frijoles, papas, habas, chiles, tortillas, atoles; todo se encuentra en su tierra, no gastan en comida. Compran poca ropa, poco todo, no tienen grandes cantidades de nada.
Tío observa a sus chalanes y a su sobrina; es hora de irnos porque el sol se está escondiendo y pronto oscurecerá. Todos los días van a recolectar goma. Cada bulbo soporta hasta quince ralladas si la barriga de la planta es dura y lechosa. Decenas de bulbos ya tienen más de diez rallas; el trabajo está casi terminado.
Casi pasan las ciento sesenta jornadas para que Tío tenga sus dos mil pesos y los use para cuando se enfermen sus hijos o tenga que salir de su comunidad. Cuando la tierra es buena, las plantas son más fértiles y llega a juntar hasta un kilo de goma, que vende en poco menos de tres mil pesos. Este año la tierra está blanda y calcula llegar a setecientos gramos. No tiene esperanzas de más.
Nos despedimos. Tío alcanzará a su sobrina, la niña de cinco años, en el crucero donde dejamos la camioneta, para orientarnos hacia el centro de la comunidad. La que vimos es la única parcela que hay de ese lado del pueblo, pero desde lo alto del cerro se alcanzan a ver los lunares rojos de las otras parcelas.
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La producción de amapola no para. Cifras de 2014 de la Evaluación de la Amenaza Nacional de Drogas de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) destacan que en México se produce cuarenta y dos por ciento de la heroína que se consume en ese país. Guerrero es el principal productor de la droga.
Una investigación de El Universal, publicada el 3 de febrero de 2015, revela que diez bandas delincuenciales se disputan el polígono de la amapola, donde confluyen unos veinte municipios de la sierra guerrerense.
En Guerrero, donde la tasa de homicidios supera hasta en ochocientos por ciento la media nacional, se produce la mayor cantidad de amapola mexicana. Desde 2015 mueren aquí más personas que en ninguna otra parte del país. Ese año hubo dos mil dieciséis muertos en forma violenta, cifra que se incrementó el siguiente año, 2016, cuando se registraron dos mil doscientos trece homicidios, con base en el recuento del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública. Los homicidios dolosos superan a estados violentos como Tamaulipas, donde hubo ochocientos cincuenta y cinco muertos en 2016.
En medio de ese negocio se encuentran Meztli y su familia sin tener conciencia de ello. Su trabajo se traduce en millones de dólares para las grandes mafias, pero ellos no ganan ni un cuarto del salario mínimo al día por los cuatro meses de trabajo en la parcela.
La región de la Montaña carece de vías de comunicación adecuadas, está flanqueada por ocho bases militares, pero más allá de las cabeceras municipales no hay presencia de policías municipales o federales, quienes sólo acuden a las comunidades acompañados de elementos del Ejército.
El lugar está enmarcado en una figura pentagonal, cuyos vértices son Iguala, Chilpancingo, Acapulco, Zihuatanejo y Coyuca de Catalán.
En una pequeña parcela de esta zona que comprende cuarenta por ciento del territorio del estado, platiqué con Meztli y sus familiares.
Al terminar la travesía, las hermanas de Meztli nos despiden y piden que regresemos con apoyos para su región. La niña dice adiós con sus manos pequeñas y habla de uno de sus anhelos: le gustaría tener una falda del tono de la amapola, una como la de su abuela.
Meztli trabajará esa tarde. Toma las latas y los ralladores para irse con Gelasio y su tío. No siente que ir al campo sea trabajo; para ella, estar allí significa diversión y ver el atardecer de rojos diferentes. Esos tonos, me dice, le gustarán siempre. Meztli es muy joven para saber con certeza a qué se dedicará. Tiene algo claro: salir de su pueblo y ver todo tipo de plantas.
Vania Pigeonutt. Es licenciada en Periodismo y Comunicación por la Universidad de Cuautitlán Izcalli. Trabajó siete años como corresponsal de El Universal en Guerrero. Es coautora de los libros Ayotzinapa. La travesía de las tortugas (Proceso, 2015) y No basta encender una vela. Crónicas infrarrealistas (Rayuela, 2015). Ha publicado en El Universal, revista Domingo, Emeequis, Spleen! Journal, Liberación Guerrero y en el semanario Trinchera. En 2015 ganó el tercer lugar del Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter: “El fracaso de la guerra contra las drogas” con el texto “Los niños del opio”. Actualmente estudia la especialización en Periodismo Narrativo en la Universidad Iberoamericana, gracias a la fundación Prensa y Democracia.