Casete marca Tiempo
El exceso de espacio nos asfixia mucho más que la escasez
Gastón Bachelard, La poética del espacio
Salomón Martínez Torres llevaba una botella tamaño familiar de champú Pantene. La cargaba en sus caminatas por la Ciudad de México porque en el albergue no se puede guardar nada, es obligatorio salir a las siete de la mañana sin dejar rastro. A sus años había recorrido la urbe entera: la calle era su casa; su mochila, la habitación.
Moreno y delgadísimo, al sonreír descubría un agujero donde deberían estar los incisivos superiores. Me trató de dama, señorita, bachiller, empleada. Salomón cargaba también un diario donde anotaba reflexiones, síntomas, quejas, con un cuidado visible en cada trazo. Halagué su letra pensando en cómo se había deformado la mía por el uso y la prisa. Salomón decía ponerse mil máscaras para salir de sí mismo. Mascullaba incomodidades recurrentes, obsesivas, como no tener lugar para dejar la chamarra si hacía calor. Lo acompañé a tramitar un permiso con fotografía para vender en la calle: salvo ésa, no tenía ninguna identificación.
El permiso estaría listo en unos días; la espera lo ponía nervioso. Se tocaba la cara constantemente. Hablaba de una enfermedad que le dificultaba estar presentable, rasurado y alerta. Un documento le facilitaría acercarse a los demás; sería una prueba de su existencia y legitimaría su propósito, a veces endeble, de sobrevivir.
Seguí andando junto a Salomón; intenté entender su historia fragmentada. Nos tropezábamos al caminar tan pegados. Nuestros pies esquivaron a un hombre que se arrebujaba sobre la banqueta.
Como él, miles viven en la calle. A base de plásticos, cartones, periódicos, cobijas, transforman la hostilidad del exterior en un interior habitable. Le pregunté a Salomón si creía que ese hombre esperaba una nueva etapa o si se había instalado definitivamente en el limbo. Me contestó que hace algunos meses él también se dejaba caer de cansancio y embriaguez sobre la banqueta.
Oriundo de Tepito, Salomón se volvió comerciante, como su padre; vendía casetes marca Tiempo. En una fecha ahora difusa para él, algo salió mal. Pagó una deuda económica con veinte años en la cárcel y recuperó su libertad hace tres. Tepito es un cementerio de ambiciones donde “la miseria se combate con un trago, la artesanía se ejerce llorando en el hombro del compadre” y, supuestamente, “nadie fracasa más que otro”. Sin embargo, incluso en ese barrio legendario, cuya solidaridad interna retrató así Monsiváis, se excluye a quienes “se dejan”.
Salomón no recordaba la última vez que contactó a su familia, pero sabía los teléfonos de memoria. Antes de despedirnos, me pidió anotarlos por si algo le sucedía. “Un indigente es alguien sin gente”, dijo, y su interpretación fue más acertada que la etimología de la palabra: el que no dispone.
Historias como la suya abundan. Algunos vagabundos son islas que luchan por mantener el nivel del agua a raya; otros son archipiélagos, se agrupan para darse calor en las noches a la intemperie. Hay quienes se hunden poco a poco en la invisibilidad absoluta.
Recurrentemente, el albergue recibe a Salomón después de múltiples recorridos por la ciudad. En la oscuridad del pasillo aparecen quienes prefieren la soledad al barullo del patio central donde se forma una larga fila de hombres rumbo a la cocina: algunos están en silla de ruedas, otros llevan bastones, otros más una cobija al hombro. En estas fechas, el altar a la virgen María, que preside el patio, está rodeado de foquitos navideños. Después de cenar, Salomón va a la bodega que comparte con diecinueve hombres más y se recuesta en una litera desvencijada.
[Mi Valedor]
Salomón fue la primera persona que conocí al visitar las oficinas de Mi Valedor. Apenas lo saludé y ya me había abierto las puertas de su mochila. Tal hospitalidad me inspiró a seguirle los pasos para conocer dónde y cómo habitan los fantasmas que deambulan, a un ritmo más lento, entre los más de veinte millones que aceleramos a diario la capital. Los anónimos cuya presencia queda vagamente registrada. Según el censo más reciente (2011-2012), cuatro mil personas viven en la calle. Bastaría recorrer las coladeras, los túneles del Metro, el Centro Histórico, la Merced, para refutar la cifra oficial. Tan sólo en el albergue de La Coruña, el más grande de la ciudad —donde duerme Salomón—, se refugian más de mil.
La revista Mi Valedor se estableció en la esquina de Bucareli y Atenas, justo frente al reloj que donó el último emperador chino. En su entrada está el logo: [MV]. En gramática, los corchetes encierran un fragmento que no pertenece a la cita y busca modificarla. Desde hace un año, la publicación trabaja, tanto a través del contenido como en la distribución, con las personas que son expulsadas de su entorno hacia la calle, hacia el interior del corchete.
En sus páginas se leen historias como la de Óscar Navarrete, vendedor estrella de la publicación. Él estudiaba para ser profesor normalista cuando comenzó a consumir drogas, a delinquir y luego a recorrer cárceles. Al salir se construyó un personaje de dandi, le gustaba andar de traje y pagar hoteles. Cansado de esa vida, ahorra para abrir una casa hogar.
La revista se lanzó a partir de donaciones, con la intención de ser autosuficientes a través de la publicidad. Las ganancias directas son para los vendedores. Alrededor de quince hombres se surten de ejemplares los lunes en las oficinas de Mi Valedor. Las compran a cinco pesos y las dan a veinte; cada uno pide según su talento para las ventas: Óscar, entre doscientas y trescientas; Salomón, dos.
La historia comenzó cuando María Portilla, editora de Mi Valedor, estudiaba pintura en Inglaterra y compró por primera vez The Big Issue, un semanario de periodismo independiente que dos mil personas, desempleadas o que habitan la calle, venden por todo el Reino Unido. Pensó que esta forma de autoempleo podría reproducirse en México, donde hay cincuenta y cinco millones de personas en situación de pobreza, casi la mitad de la población. De ellos, once millones no tienen lo básico para subsistir.
Para entender cómo funciona una empresa social —un modelo que apenas existe en México—, María trabajó por una temporada en la sede en Escocia de la red de periódicos callejeros a la que pertenece The Big Issue y a la que posteriormente se uniría Mi Valedor. La publicación visibiliza la indigencia como problema, pero también permite un encuentro entre los mendigos y quienes los ignoran.
El vagabundo es un disidente: no consume, recicla los desechos de los demás; no ostenta ni agrede, vive en su propio mundo. Sin embargo, sujeto al imperativo masculino de mostrar entereza, no busca apoyo en sus círculos más cercanos: muchos prefieren rehabilitarse lejos del entorno familiar para no mostrarse vulnerables. Para algunos, la calle resulta, en verdad, una isla desierta en donde nadie puede observarlos. Un exterior privado.
En la red de periódicos callejeros, con la que trabaja Mi Valedor, han encontrado lo que rompe ese aislamiento y convoca unánimemente: el futbol. La Homeless World Cup es una competencia con todas las características del deporte profesional que involucra a cien mil personas en situación de calle de setenta y cuatro países distintos.
Además de participar en esta liga, antes de crear la revista, María y sus socias hicieron trabajo voluntario en un centro de apoyo contra las adicciones que se encuentra en la Plaza de la Soledad, en la Merced. Es una zona estigmatizada por la prostitución y la indigencia.
La Plaza de la Soledad recibe a sus visitantes con un arco que dice “Puerta a la vida”. Atrás aparece la explanada desierta y la iglesia con las puertas cerradas. Sobre un muro se lee LA RAYA ES MALA. En las calles circundantes la basura está esparcida o formando montones. Incluso adentro de un altar empotrado en la roca hay desechos.
Hay hombres que parecen desmayados sobre el suelo, otros platican entre sí en las jardineras o en las bancas. Se escucha una música melancólica que viene de los autobuses. Ahí llegan las rutas más económicas del sureste del país.
Track de sueños
La segunda vez que vi a Salomón llevaba en la mochila el mismo champú y su diario. Ese día estaba especialmente radiante. La sonrisa chimuela y los ojos deslumbrados de su rostro se repetían en el rectángulo sobre el pecho: su carnet de identidad. Con ese permiso, esa confirmación de ser de carne y hueso, se convertiría en vendedor oficial de la revista sin que la policía lo molestara. Ahora se llamaría a sí mismo “valedor”, se esforzaría por mantener ese nombre que para él significa ser un amigo.
Caminamos por el Centro: el meridiano que separa al adentro del afuera, al techo de la intemperie. En la Alameda vimos a un hombre deambular mientras hablaba al vacío como un filósofo peripatético. La zona sintetiza la realidad del país: el cine de la época de oro y el art déco frente a los mutilados de Jodorowsky. Aquí la monumentalidad de la Historia es reescrita por el grafiti.
La intención de la caminata era vender la revista, pero fui el único cliente de Salomón. Él estaba más concentrado en narrar su historia de corrido, como un casete. Al considerarse una especie de mesías, durante un tiempo se hizo llamar Salvador. Luego descubrió que su nombre original remitía a un peso pesado y se conformó con volver a ser el hijo del rey David. Aunque es difícil desentrañar el sentido de su monólogo, éste le permite ubicarse en el espacio.
Lo asocié con el misticismo de algunas tribus australianas que trazaron pistas de sueños como mapas de orientación. En la mitología de estos pueblos, los antepasados o criaturas soñadoras recorrieron el continente mientras cantaban todo lo que aparecía ante sus ojos. Según relata Bruce Chatwin, lo que sobre el territorio aparentaba discontinuidad, se convertía en una partitura legible para quien repitiera los cantos.
Como ellos, los vagabundos de la Ciudad de México no son nómadas sino errantes. Reconocen el espacio a través de las cartografías que trazan sus pies y las historias que lanzan al aire.
Lejos de las tribus australianas capaces de conectar los sonidos de la naturaleza, en nuestra cultura, “estar rayado” es perder la cordura; ser un disco rayado es reiterarse. Pero al repetirse, Salomón se encuentra. Sus mantras entrañan verdades, pensamientos sagrados, y los reitera como quien construye una casa de palabras y la lleva a cuestas.
Lado B: encerrado en el exterior
Para los sin casa, los invisibles, la mínima pertenencia es un asidero, un talismán. La última vez que vi a Salomón le faltaba la habitual mochila y el permiso con fotografía colgado del cuello. Le pregunté al respecto con cierto temor. “Me la robaron”, confesó mientras la desesperación inundaba su rostro. Había perdido ese objeto que para él representaba su habitación.
En su acostumbrado tono de letanía dijo que extrañaba la cárcel, que él era Salomón, que se esforzaba por mantenerse rasurado, por ser un hombre de bien, que él se había dedicado al comercio, pero ya no, no podía más: “Ya estuvo bueno.” En la cárcel tenía techo y alimento, era libre de sí mismo. Era liviano. Ahora, exhausto, cargaba sus historias. Sin dejar de hablar, se alejó poco a poco. Lo vi irse a la deriva hasta convertirse en una isla distante.
Ana Emilia Felker. Estudió Periodismo en la UNAM, el Programa de Estudios Independientes del Museu d’Art Contemporani de Barcelona, dirigido entonces por Paul B. Preciado y Marcelo Expósito, y la maestría en Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. En los últimos doce años ha colaborado en diversos medios como CNN, Chilango y La Ciudad de Frente. Ganó el Premio Nacional de Periodismo 2015 en la categoría de Crónica por su trabajo “El último viaje: Luis y Juan Villoro”. Ha obtenido los apoyos de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del Fonca, ambos en ensayo literario, así como el de Fonca Conacyt para estudios en el extranjero. Es parte del colectivo Tepetongo Balneario Crítico, dedicado a la discusión en torno a los feminismos y la decolonialidad. Este colectivo se encargó del Programa Temático Anual del Centro Cultural Border durante 2016.