Memorias de una eterna parranda llamada El Jacalito
Para conocer la noche en la Ciudad de México hay que entrar a El Jacalito. Desde hace más de doce años, la avenida Medellín alberga este negocio, que lo mismo ha recibido a intelectuales, albañiles, hipsters y oficinistas con el gusto compartido por la parranda de carrera larga, la cumbia y la cerveza barata, servida en cubetas de peltre.
Hoy, las cortinas metálicas de El Jacalito están abajo. Han permanecido así desde el pasado abril. No obstante, en su fachada, que desde 2012 ha sido clausurada en numerosas ocasiones, esta vez no hay anuncio ni sello de la Delegación Cuauhtémoc que explique la razón del cierre.
En la página de Facebook del establecimiento muchos coinciden en que a El Jacalito lo hacen sus asistentes, no el local. De jueves a sábado, sus fieles esperan hallarlo donde siempre y se encuentran con una mujer que, tras preguntar si están buscando el bar, los lleva hasta El Alzheimer, ubicado exactamente atrás.
El bar en cuestión es uno más de los Jacalitos bis que se benefician con el cierre del original y que coexisten en las entrañas del viejo Condominio Insurgentes, en el número 300 de dicha avenida, famoso por su décimo quinto piso, consumido por el fuego en los noventa. Así, quienes lleguen a El Alzheimer se encontrarán con la misma música, los veinte pesos de cover y el legendario mesero a quien en El Jacalito siempre conocieron como don Ramón, aunque en realidad se llama José.
Con menos metros cuadrados, el nuevo albergue de los trasnochados resguarda tantos cuerpos como permiten las leyes de la física. En una noche normal, entre las dos y tres de la madrugada, unas setenta personas logran apretujarse en los cuatro metros de ancho por diez de largo del local.
Afuera, muchos esperan turno para colarse en la masa sudorosa, que lo mismo corea rock en español ochentero que narcocorridos o éxitos actuales de reguetón.
“Está difícil que abran pronto el otro. La policía se pone cada vez más pesada y nosotros ganamos menos aquí”, dice don Ramón, quien con la vitalidad de sus setenta y cuatro años, destapa dos cervezas, sonríe y brinda por la llegada de tiempos mejores.
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Miguel es el exgerente de El Jacalito. Tiene cuarenta años. Es luchador, taxista de ocasión en el Estado de México y está encargado de otro de los bares en el Condominio Insurgentes; practica la santería y es devoto de la Santa Muerte.
Luego de trabajar siete años ahí, conoce sus entrañas a la perfección. Por ejemplo, hacía tiempo que el sitio ya ni siquiera se llamaba así; habían cambiado su nombre por El Lugar, pero dejaban que todos lo identificaran con el mote de guerra de siempre para que no perdiera fuerza su leyenda urbana.
El fornido hombre, que se convierte en El Rey del Barrio cuando pisa un cuadrilátero, lleva puesta una chamarra de cuero negro y le hace frente a la lluviosa noche de martes con un café instantáneo entre las manos, tatuadas con ojos en los dorsos y ceñidas por pulseras de santería. Sus nudillos son un recuento interminable de cicatrices.
Así, mientras endulza su descafeinado en el interior de una mezcalería vacía de la Roma, desenreda poco a poco los secretos del bar que a tantos vio salir con los primeros rayos de luz sobre la ciudad.
Según recuerda, El Jacalito siempre fue un éxito, pero empezó a venirse a menos en el momento en que la ahora dueña, viuda de su fundador, perdiera la cabeza en su puesto detrás de la barra.
“Alguna vez respeté mucho a la señora Hermila, por haber sido esposa de don Jorge, a quien quise tanto. Pero cada vez se emborrachaba más mientras trabajaba y empezó a perder el dinero de las cuentas. Nos echaba la culpa a todos. Un día se pasó de peda, no volvió a encontrar los papeles importantes del bar y el asunto se jodió.”
Contrario a lo que todos piensan, El Jacalito no está clausurado. Simplemente no se animan a abrirlo desde entonces porque, apenas se atrevan a hacerlo sin documentación, el Instituto de Verificación Administrativa (Invea), que los tiene en la mira, lo cerrará sin más.
Mientras estuvo en funciones, los siete mil pesos de “moche” mensual que daban a la policía sostuvieron la calma con pinzas y dilataron la parranda; no obstante, a últimas fechas los verificadores empezaron a pisarles los talones y, según Miguel, a ellos no se les puede ni insinuar un refresco, porque sale peor.
La noche del viernes 8 de abril de 2016, una llamada telefónica alertó a Miguel de un operativo en la zona. Cuando se trasladó desde Ecatepec hasta la avenida Medellín, una cuadrilla de policías y elementos del Invea ya habían puesto sellos a los tres bares contiguos.
Afortunadamente para ellos, a esa hora El Jacalito nunca estaba abierto y logró salvarse de las papeletas de la delegación. Miguel prefirió no acercarse y presenció desde lejos los minutos finales del cierre de El Mitote, El Bullpen y El Malaidea.
La fiesta terminó temprano ese día.
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Pero casi nunca era así.
De acuerdo con el artículo 24 de la Ley de Establecimientos Mercantiles de la Ciudad de México, los centros nocturnos, bares y discotecas deben cerrar como máximo a las tres de la mañana. No obstante, en El Jacalito la fiesta nunca terminaba antes de las seis, a menos que una gravísima causa de fuerza mayor lo impidiera.
El ritual adentro se amoldaba a las necesidades de cada quien, pero había ciertas rutinas compartidas: pagar la entrada en la puerta; extender la muñeca para eventualmente dejarse entintar con un sello; internarse en la pista abarrotada, vibrante de música y cerveza, y dejarse servir por el famoso y siempre sonriente don Ramón, quien se ganaba el corazón y el bolsillo de cualquiera cuando señalaba la cartulina rotulada a mano que anunciaba cubetas de cinco cervezas por ciento diez pesos y cartones de veinticuatro por cuatrocientos ochenta.
En la estancia, resguardada por los bustos, empotrados en la pared, de dos apaches y dos santos cubanos, cabían entre ciento cincuenta y doscientas personas en momentos de alto tráfico etílico. El aforo autorizado debía ser de por lo menos la mitad.
Bailar se convertía en una proeza, pero nadie podía decirle que no a una cumbia, a los cinco pesos reglamentarios por ida al baño y mucho menos a los ofrecimientos de chela helada, en especial si venían de don Ramón.
Mariguana, pastillas, manoseos disimulados en la permisividad de las luces neón, nuevas amistades al calor de incontables brindis y hasta robos, eran también parte del protocolo en el after a donde se llegaba una vez que todo lo demás había cerrado.
Para cuando los cincuenta cartones de la noche habían sido arrasados, empezaban a sonar las primeras canciones de Sin Bandera y más de uno tenía que dejar de bailar en las mesas de latón. A esas alturas, las parejas más variopintas ya se besaban con furia en las esquinas, algún garrotero tenía que volver a explicar a necios trastabillantes que la noche había terminado y, casi seguro, alguna batalla campal ya se libraba en la banqueta.
Pablo pisó por primera vez El Jacalito cuando éste recién había adaptado su naturaleza: de la extinta fonda La Casita a los menesteres nocturnos de El Jacalito.
Fiesteó allí pocas veces, las suficientes para darse cuenta de que antes era mucho más hardcore, porque la gente era menos “careta”.
“Allí uno no iba de safari porque era una trinchera, circulaba mucha droga y la policía no tenía tolerancia con el lugar. Para entonces era otra ciudad de noche, era muy peligrosa”, asegura.
Miguel, de historial más hipster, aunque acostumbrado también a la ruda precopa en los antros gay de la calle República de Cuba, en el Centro Histórico, dice que si pudiera resumir en tres palabras sus días en el hoy dormido rincón de perdición de la Roma, éstas serían: “hasta hacernos polvo”.
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El famoso don Jorge fue dueño y figura central de la historia, hasta que la enfermedad y la soledad acabaron con él.
Era, según recuerda El Rey del Barrio, un hombre bajito, que no pasaba del metro sesenta, pero a quien todos en la zona respetaban. “Ayudaba a quien podía, sin pedir nada a cambio. Pero también tenía sus negocios…”
Tras un breve silencio, Miguel cuenta que El Jacalito empezó por la venta de drogas. La gente que ya sabía sólo tenía que llegar, preguntar, comprar, beber una chela e irse. Sin hacer referencia a nombres de agrupaciones en concreto, cuenta que, por el nombre de la calle en que se asentó el establecimiento, a don Jorge los amigos lo conocían como el líder del cártel de Medellín.
Todos los sacrificios que hicieron a las estatuas de santería de don Jorge (al mismo Rey del Barrio le tocó más de una vez cantarles y rociarlas con sangre de gallo) funcionaron. Ante los ojos de vidrio de los “negritos”, como también llamaban a los bustos de Secundina y Francisco Siete Rayos, el negocio nació, creció y se reprodujo en el muy reducido espacio que delimitaban sus cuatro muros.
Pero un día, la diabetes que dormía en el dueño despertó. Poco a poco se vino abajo, delegó responsabilidades y su propia familia empezó a descuidarlo, a dejarlo solo mientras se preparaban para seguir ganando dinero. Sin él.
Miguel lo acompañó hasta el final, porque cuando alguna vez tuvo necesidad, “el jefe” siempre le tendió la mano. “Lo quise mucho porque me dio de comer cuando empecé a trabajar acá y no tenía nada. Me veía con hambre y mandaba comprar jamón, queso de puerco, bolillos y chiles en lata.” Su mesa era el toldo del viejo Maverick de don Jorge; su comida, la que improvisaran, igual siempre le sabía a gloria.
Hace dos años, en el velorio de don Jorge, cuando ya todos se habían despedido del cuerpo, él le juró sobre su ataúd que iba a reabrir y tomar las riendas del negocio. Y lo cumplió, hasta que el eterno trajín de copas de la viuda lo permitió.
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La página de inicio de la cuenta de Facebook del bar desborda notificaciones. Echarle un vistazo a los inbox es repasar una cadena de oraciones para su pronta reapertura; los comentarios en el muro son como reafirmaciones de votos de amor.
Me encanta; una vez adentro, todos somos hermandad / Está chido para ligar / Larga vida al Jacalito / Siempre lo llevamos en nuestro corazón, abran pronto / Mi Jacal, ¡el mejor! / Bailemos hasta quemarnos / Ay, güey, ¿por qué me lo cerraron? / Mi bar-after de confianza / el lugar para embriagar a la vida…
Mientras dura la ausencia y sus dolientes se refugian en los cartones de las sedes vecinas, cientos de historias desmañanadas siguen retumbando en el interior del Condominio Insurgentes. Ni los encargados, ni los inspectores, ni los santos hambrientos que descansan en las paredes despintadas de El Jacalito saben cuándo abrirá de nuevo.
Sin embargo, según El Rey del Barrio, una cosa es segura: abrirá.
La noche de lluvia y frío no da tregua. Luego de un convoy de patrullas que inundan de sirenas y luces rojas y azules la mezcalería, el hombre voltea nerviosamente la cabeza, da un sorbo largo a su café y sustenta su afirmación: “Ya encontrarán la forma de conseguir de nuevo los papeles. Hierba mala nunca muere.”
Ollin Velasco. Estudió Ciencias de Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y en la Universidad Sergio Arboleda de Bogotá, Colombia. Sus crónicas y reportajes han aparecido en el diario La Jornada, El Espectador (Colombia), la revista VICE México, Altus en línea (Colombia) y el sitio de noticias Uno TV.