Carta a Felipe
La única vez que te vi estabas tendido sobre un petate, en el piso de tierra de un cuarto con paredes de otate y techo de lámina. Estabas rodeado de flores silvestres, alumbrado por veladoras, cubierto con una sábana blanca. Sí: estabas muerto.
Un día antes te habías rendido a una hemorragia nasal que no pudiste atender. No había centro de salud o médicos en tu comunidad, San Marquitos, Chilapa.
Moriste luchando sin armas contra la enfermedad como muchos otros jóvenes indígenas en ese pedazo duro que puede ser la Montaña de Guerrero. Peleaste seis meses contra la anemia aplásica que te detectaron. Habías cumplido catorce años de vida. Apenas catorce, Felipe Vivanero Martínez. En vida, eras un muchacho de rostro redondo, de piel morena y con un cuerpo lleno de energía.
Después de que comenzaste a sufrir desmayos y un sangrado constante por la nariz y las encías, anduviste de un hospital a otro por toda la región: te internaron en el Hospital General de Chilapa donde no pudieron detectar lo que tenías. De ahí te mandaron al Instituto de Cancerología de Acapulco. Ahí te hablaron de la anemia aplásica: las células de tu médula ósea estaban defectuosas y no permitían el buen desarrollo de tus glóbulos rojos, blancos y plaquetas. Estabas condenado, Felipe. Y tu cuerpo te lo decía: antes de morir estabas flácido, pálido, y tu rostro delgado, escurrido.
Tu hermana mayor, Josefina, murió igual que tú, por una hemorragia en 2001. Y también tu mamá, María Francisca Martínez de Jesús, junto con tu hermano Margarito. Todos con los mismos síntomas, por las mismas causas.
Tu madre y tus hermanos comenzaron a morir después de que regresaron de Culiacán, donde trabajaron en el campo Bella Vista en el corte de chile.
Tú lo recordarías: en el año 2000, allá en Culiacán, Josefina tuvo una hemorragia nasal que obligó a tus padres a regresar a Chilapa para internarla en el hospital. Ahí le dieron unos medicamentos que sólo pudo tomar un tiempo. Justo un año después, cierto día, murió por un sangrado. En cuestión de horas. Tenía doce años.
Y un año después falleció tu madre por una hemorragia vaginal. Y Margarito, tu otro hermano, anduvo igual que tú, de un hospital a otro. Al final, por la falta de dinero para el pasaje, tu papá no lo pudo llevar a Acapulco y se quedó en San Marquitos esperando la muerte. Tenía quince años. Vivió un año más que tú.
Lo que no supiste, a fin de cuentas, fue que la anemia pudo haber sido provocada. Alguna sustancia tóxica que quizá ingeriste.
Tampoco, de seguro, supiste que en 2012, a través de un boletín, el número 116, el Instituto Mexicano del Seguro Social alertó que tener contacto frecuente con ciertos productos químicos de uso cotidiano en el campo, como los insecticidas, está vinculado con ese tipo de anemia.
Si tú y tu familia la mayor parte de su tiempo la pasaron ayudando en el campo, en la siembra, a tu papá, Tomás Vivanero Barrera: ¿quién puede saber cómo se enfermaron?
Tus últimos seis meses de vida fueron intensos, Felipe, como es el tiempo que se acompaña fielmente con dolor, marginación y pobreza.
Todo lo sabrías mejor. No habría forma de no ver cómo tu padre, quien sigue viviendo en San Marquitos, se resistía a perder la esperanza de que los cinco hermanos que te quedan no mueran de la misma manera.
Hoy que te escribo, pienso que pese a tu casi década y media de vida en medio de la pobreza, tal vez nunca te sentiste condenado por una mala suerte.
Apenas hace unos cuantos años conociste la luz eléctrica, aunque no lograste ver cómo caía el agua por una llave. Ni viste los caminos vestidos de asfalto, ni a tus cuatro hermanos pequeños metidos en una escuela amplia, con salones limpios, con pizarrón y, sobre todo, con profesores todos los días. Tampoco pudiste ver una clínica. De seguro te moriste sin ganas de verlos. ¿Quién puede añorar lo que nunca ha conocido?
Fue tu vida, Felipe, como la vida de tantos miles de mexicanos: desde antes de que nacieras, unos cuantos hombres, los que mandan en este país, ya la habían condenado a la miseria.
Arturo de Dios Palma Ocampo. Es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Guerrero. Fue incluido en libro Ayotzinapa. La travesía de las tortugas (Ediciones Proceso, 2015), que reúne los perfiles de los cuarenta y tres estudiantes desaparecidos. Tiene nueve años como reportero. Afirma que el periodismo es una herramienta que puede ayudar a sacar al país de la oscuridad.