Los jornaleros de Tierra Negra
Vizcaíno, Baja California Sur
Las mujeres con trenza oscura hablan en diversas lenguas y sostienen, cada una, varias tarjetas bancarias: Es quincena. Han sido enviadas por sus maridos a cobrar la raya en el único cajero automático de Vizcaíno. Sobre la carretera Transpeninsular, en el kilómetro 144, está el BBVA Bancomer. Ellas no son las únicas en cobrar. Las regordetas figuras del personal de la Central de Combustión Interna (CCL) de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), envueltas en su habitual uniforme caqui y casco amarillo, esperan ansiosas, tronándose los dedos, temiendo que se acabe el dinero. Eso es común. Les causa molestia la lentitud de las jornaleras.
El ambiente huele a quemado. Una débil estela se ve a mi derecha mientras conduzco al sur buscando su origen. Atrás quedó el bullicio quincenal de un pueblo que expertos de las ciencias sociales estudian por sus peculiares fenómenos. Un choque cultural preocupante por la migración de personas del centro del país, la mayoría indígenas, a los campos agrícolas. A espaldas de uno de esos ranchos, ubicado frente a tres cantinas, me dirijo. Un gran rastro de polvo y el traqueteo de la camioneta evidencian mi llegada. A los cinco minutos ya no estaba en Vizcaíno.
Llegué a Tierra Negra.
Los zopilotes me conceden poca importancia. Giran en lo alto en torno a vórtices de basura. La superficie humeante es extensa. Además de las choyas achicharradas, un fraccionamiento de casuchas se extiende por el improvisado vertedero de basura. Cada noche los habitantes prenden fuego para limpiar el área en busca de chatarra o usan las llamas para derretir los cables y extraer el cobre para venderlo por la mañana. Aquí los jornaleros viven entre los desechos de los campos agrícolas y el ensordecedor aleteo de las moscas.
Los treinta y siete grados centígrados calcinan mis ideas. Cada paso levanta la ceniza, palidece mi pantalón negro hasta asemejar el color del lomo de las cachoras que habitaban la zona. Pateé, sin querer, una pequeña caja de un casete cuyo ruido hizo enfocar mis pupilas en el artefacto. Lo levanté: Blind Melon. Recordé una estrofa de la canción más conocida de la banda, “No Rain”: “Sólo quiero que alguien me diga que siempre estaré ahí cuando despierte.” Levanté la vista y ahí estaba Antonio.
Antonio
Se protege del sol bajo una carpa amarilla agujerada. Tiene veinticuatro años. Para calmar su aburrimiento, desliza un clavo en un tubo metálico que produce un estridente sonido. Espera a su esposa de veinte años y al padre de la muchacha; fueron al pueblo a vender botellas de plástico para traer la comida del día. Un jugo de tomate V8 fue su desayuno, pero el recipiente de aluminio, en tonos azules, está vacío, y, por su valor en las chatarreras, lo guarda para más tarde echarlo al destartalado pick up de su suegro. No presta atención a la envoltura que ondea en la punta de la choya a su espalda, tampoco a los pasos invasores que llegan por atrás, él sigue hipnotizado por la fricción de los metales en sus secas y estropeadas manos.
El muchacho de botas nunca me vio a los ojos. No me miró a la primera, a la segunda ni a la tercera pregunta; jamás volteó. El enflaquecido muchacho —por lo menos la guanga camiseta creaba esa ilusión— amablemente respondió a cada una de mis preguntas sobre un tema que podría estarse replicando en cada uno de los municipios de Baja California Sur, pues son ochenta y siete ranchos agrícolas los que ha contabilizado la Secretaría del Trabajo del estado.
—Antonio, de pura casualidad, ¿sabes cuántos viven en toda la zona?
—No sabría decirle cuántos, varía, pero nunca los he contado. Viviendo aquí tengo poco tiempo y no vengo muy seguido —continúa el ruido metálico—, no sé, en realidad, no sé.
—Oye, y no te gustarían, no sé, mejores condiciones de vida o regresarte a tu pueblo, conseguir un hogar más cómodo, digo, ¿por qué sigues aquí? ¿Cuánto tiempo estarás aquí?
—El tiempo que sea necesario, sólo estoy esperando la temporada de fresa o tomate, pues, en rancho El Silencio. Pos sí vivía mejor allá, en mi pueblo, y pues sí quisiera regresar, pero… no se puede. Aparte, me aguanto por mi mujer, y aquí vivimos con su papá, quien, cuando no hay temporada, junta basura para vivir.
Las estrictas reglas del campo agrícola El Silencio lo obligaron a salir. Ahora espera cada vez que las temporadas grandes ocupen más mano de obra para obtener unos mil ciento cincuenta pesos semanales. Es la primera vez en cuatro años que pasará sus días en la marginada zona que se ha convertido en un espectáculo para los locales.
El chemo [pegamento industrial] es la base de esta sociedad. Antonio no se droga, tampoco bebe alcohol: “Yo no lo hago, pero allá sí le hacen; no me dan miedo, pero yo no le hago a eso; se ponen como locos”, dijo mientras apuntaba a la casa contigua. Sin embargo, ha sido testigo del desenfreno de los otros, cuando la lumbre colorea la noche en el basurero y, de paso, combate el frío aire nocturno. Los ha visto con una bolsa en la boca olisqueando una sustancia amarillenta hasta perderse en su locura; algunas veces un viaje sin retorno. Prefiriere seguir entre la basura.
Antonio es oriundo de Zongolica, Veracruz. El Instituto Electoral de ese estado decidió en 2013 que el XVIII distrito electoral, con cabecera en Zongolica, tendría que desaparecer, porque la migración dejó pueblos fantasma. Sus habitantes se han ido, unos para Estados Unidos, el resto se sumó a la odisea de miles de indígenas en una travesía por las parcelas de Sinaloa, Sonora, Baja California y Baja California Sur. De acuerdo con el último censo del INEGI en 2010, Veracruz perdió cerca de dos millones de ciudadanos. Periódicos en aquella región han evidenciado las terribles carencias que prevalecen: condiciones de marginación, falta de servicios elementales como agua, salud, vivienda y educación.
En dos meses, la temporada iniciará y, para Antonio, existe la posibilidad de quedarse en el rancho otra vez. No tiene hijos, pero el amor por su mujer lo obliga a continuar, a no desfallecer. Intenta no repetir el patrón de sus vecinos. Por lo pronto, espera que su esposa y su suegro lleguen, al fin, con la comida. Ahí no tienen dónde cocinar y por ello compran algo preparado. Ya tardaron. Más tarde me enteraría de que el suegro de Antonio tiene la mala costumbre de visitar las cantinas luego de ganar dinero con la venta de plástico y aluminio; su hija tiene que esperarlo en el pick up.
Lo dejé con su espera. Antonio, el joven jornalero, pasó de una expresión vacía e indiferente a un gesto afable. Ni la fotografía de la rubia modelo de una revista deshojada, ni mucho menos el aire espeso en aquel paraje oscuro, desvían su atención de la imagen de su esposa en sus recuerdos. No mencionó su nombre. No era necesario conocerlo, pues los hombres acumulan tesoros y éste era el suyo. Atrás quedó Antonio, quien volvió a enfocar su energía en restregar los fierros.
La navaja de Rigoberto
La bandera de México, en improvisada asta sobre el techo de una vivienda, luce como una flor marchita. Inmóvil. Detuve mi marcha hasta que Rigoberto Prudencio apareció con una cuerda amarilla. La cortaba en fragmentos más pequeños con una navaja minúscula. En cuanto lo saludé, vi el cuchillo que imitaba la forma de un mini machete. Me puso nervioso. Lo llevaba en un forro de piel sujeto a su cinto.
Un grupo de datillos encorvados sin florecer era el jardín de Rigoberto Prudencio. Tenía enormes sacos hechos con costales percudidos, llenos de botellas de plástico. El pedazo de tierra que adoptó como suyo no estaba carbonizado. Yo no pude decir nada en minutos por el humo y el polvo que se atascaban en mi garganta. Él me observaba mientras seguía con un extremo del chicote y el resto se enrollaba como serpiente junto a sus raspados zapatos negros.
—Hola, muy buenas tardes —dije enronquecido—, soy reportero de un diario de La Paz. Supe de su situación y quisiera hablar sobre las condiciones en las que vive; conocer por qué está aquí.
—Extravié mis papeles y ya no pude trabajar en el campo, los piden en el campo. Piden acta de nacimiento, credencial de elector. Ya intenté sacarlos en la delegación del pueblo, pero no me han llegado.
—¿De dónde es? ¿Dejó algún familiar en donde nació?
—Pues soy de Morelos, y allá se quedó mi amá y hermanos. En Sinaloa dejé a mi esposa —contestó seco—, no tengo hijos.
—Y ¿por qué anda por este lugar tan lejano? ¿Qué le trajo aquí, a Baja California Sur?
—Antes de venirme estuve en México, pero nos dieron vacaciones a todos [no requirieron de sus servicios como albañil]. Tengo dos meses viviendo aquí, vivo recogiendo basura, botellas que reciben en Vizcaíno; las separas por colores. Fierro, alambre de cobre también lo compran allá [en la ciudad].
Al igual que Antonio, Rigoberto no consume drogas. La pregunta provoca una sonrisa nerviosa; tuve que creer en su respuesta a pesar del envase con Resistol 5000 junto al cactus. Agachó la cabeza, se relamió los labios y de inmediato regresó a colocar una línea horizontal inexpresiva debajo del bigote. En su rostro, la colección de arrugas prematuras a causa del sol se ramificó igual que los arroyos secos de la región. “Yo nomás me tomo unas cuantas [cervezas]”, dijo regresando la vista hacia donde me encontraba. Y aclaró: “Adaptarse no fue difícil.” Narró que hay rondines de la Policía Ministerial o Municipal por ese cinturón de pobreza. “La mayoría del tiempo nos vigilan.”
Según publicó el diario La Jornada, en 2006 llegaban cerca de veinticinco mil jornaleros migrantes. El semanario Zeta de Tijuana afirma que los migrantes proceden, en su mayoría, de Oaxaca, Veracruz, Guerrero y Sinaloa.
El desconocido y su mundo
Mientras Rigoberto Prudencio y yo hablábamos de su vida, un pick up pasó aprisa por la terracería. Detuvo su marcha, un hombre bajó un tanque azul, lo vació en un montículo de verduras podridas. Semanas sin servicio público de re colección llevaron a la proliferación de tiraderos clandestinos, y aquel 22 de septiembre de 2013 no era la excepción. Arrancó el motor y el pick up desapareció metros después, levantando una polvareda. Cuando la nube de polvo se disipó, apareció la silueta de un hombre de barba abundante. Apretujaba contra su nariz y boca la mano derecha; el pegamento lo manipulaba con la izquierda para llenar bien sus pulmones de químicos: comenzó una perorata con nadie.
Su guarida: cinco costales gigantescos con plásticos que formaban un medio círculo. Se agachaba y desaparecía por completo. Así lo hizo en varias ocasiones. La primera vez que consumó la proeza, al salir, emitió una frase con dedicatoria para el personaje que vivía en su memoria: “Tu ruca coge bien chilo.” Movía el brazo, a lo mejor trataba de atraer la atención del sujeto invisible para mí. Se escondió. La segunda vez acusó al hipotético enemigo: “Te apesta el culo.”
El otro Antonio
En el camino, envolturas de recipientes del refresco favorito de México, artículos de limpieza, leches en polvo para bebé, inundaban el piso e incluso arbustos y cactáceas: una excelente estrategia publicitaria. A mi izquierda, muy adentro del basurero, entre dos cerros con basura, una casa de madera con mejor aspecto que las demás. En su interior está un sujeto de tejana blanca, cinto piteado, camisa brillosa color crema con unos gallos de pelea en rojo. Dos que escuchaban. Siempre dio la espalda, Antonio Victoria no.
Antonio Victoria, de cuarenta años, gorra bordada con un gallo de combate, salió de una colina frente a mí, pocos metros después de pasar el hombre de sombrero. Se dedica a la pepena porque tiene cuatro años que no consigue un empleo en las granjas. Viajó a Sinaloa para integrarse a la plantilla laboral de la Empacadora Verónica. Estuvo en Camalú, Baja California, veintitrés años atrás. Trabajó como jornalero en El Piloto y para un ranchero local. Lo despidieron. Dijo tener una “entenada”.
—No me junto aquí con nadie, hay mucha gente mala; no hay ninguna gente limpia—. Ejemplificó, con un acento apenas entendible, con el suegro de Antonio: Allá su suegro le dice que van a cambiar lo juntado por dinero, pero ese viejito toma mucho y se queda en una de las tres cantinas frente al [rancho agrícola número] ocho.
Por lo mismo, él no vive en esa tierra negra de la Reserva de la Biosfera de El Vizcaíno. Reconoció extrañar el olor de los cafetales de su pueblo. También la paga: recibía quinientos pesos al día; en Vizcaíno únicamente ochenta. “Tal vez cualquier día de éstos —dijo— regrese.”
Carlos G. Ibarra. Es licenciado en Comunicación y Publicidad por la Universidad de Tijuana CUT y periodista de medio ambiente, ciencia y política en diferentes medios de comunicación. Actualmente cursa la maestría en Desarrollo Sustentable y Globalización en la Universidad Autónoma de Baja California Sur, donde desarrolla un proyecto sobre la influencia del extractivismo y conflictos ecológicosdistributivos en su estado natal. Ha colaborado en medios como la revista de la Benemérita Normal Urbana en La Paz, Fanzine Pirata, Clarimonda, La Jornada BC, entre otros. Obtuvo el Premio Estatal de Periodismo 2016 de la Asociación Sudcaliforniana de Reporteros en la categoría de Noticia y un año antes mereció una mención honorífica en el Premio de Divulgación Periodística en Sustentabilidad de la Escuela de Periodismo Carlos Septién.