Los Colocs
Es el comienzo del verano en Montreal. En el parque Notre-Dame-de-Grâce los niños juegan alrededor del monumento a los caídos en la guerra de Corea, y una boutique rock sacó sus altavoces a la avenida Sherbrooke. A ratos se oyen fragmentos de canciones de Metallica y mamadas así. La gente está feliz y dentro de unas semanas comenzarán los cambios e intercambios de viviendas. Quizás como para demostrar su falta de adhesión a la causa nacional, los quebecos han escogido el primero de julio, el Día de Canadá, como la fecha predilecta para hacer mudanzas. También es más fácil conseguir voluntarios en esta fecha que en invierno, cuando el frío alcanza menos veinte grados y la banqueta se puede cubrir de verglas, una capa de hielo causada por la precipitación pluvial a tan bajas temperaturas.
Cada año venía aquí al comienzo del verano. Es el parque donde tomé la decisión de vivir en este vecindario cerca de Westmount, antiguo santuario para los anglófonos adinerados, con los cuales no comparto sino la calle donde pasa mi camión y su BMW. Ahora dejaré el departamento que compartí con otros cuatro roomies, o colocs, como se les dice en el francés quebeco. Si un lugar pudiera ser una palabra, la de este departamento sería “tránsito”: algunos colocs sólo se quedaban por unos meses, incluso semanas. Apenas un año y medio después de mi llegada yo ya era el más veterano y no quedaba ninguno de los que originalmente habitaban aquí cuando llegué.
El departamento no es la gran cosa, pero es barato. Cinco recámaras, dos refrigeradores, un baño. Tiene una cocina grande y bien equipada, razón por la que decidí quedarme. Mi cuarto era pequeño, pero por lo menos tenía ventana, y la puerta no daba a la cocina, como otros. La historia de esta casa es una de nombres fugaces y rostros desligados de ellos. Aunque sólo podemos atisbar un fragmento de las vidas que aquí se han cruzado, por vivencia propia podemos habitar esos nombres, esas palabras detrás de personas de carne y hueso. La palabra es una casa que se habita, como quise entender cuando leí este poema en prosa de César Vallejo: “Y yo te digo: cuando alguien se va, alguien se queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. […] Una casa no viene al mundo cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba.” Las palabras también viven de personas, y algunas se encarnan en ellas, comenzando por sus nombres, sus atributos y, para algunos, incluso sus posesiones. Un tatuaje es un injerto de palabra, y una casa es un tatuaje en la memoria.
A nuestro buzón siempre llegan cartas para gente que ya no vive aquí, destinatarios desconocidos con apellidos europeos, asiáticos, africanos, solicitados por empresas u oficinas del gobierno. Así me entero que han vivido estudiantes de casi todas las universidades de Montreal, y de que alguien registró una empresa a esta dirección. A veces reconozco algunos de los nombres, pero sólo como quien distingue a su vecino al cruzarse diariamente con él. Somos un racimo de soledades “obligadas” a vivir en conjunto. No somos amigos, ni siquiera compañeros de viaje.
El cuarto me lo rentó Boussa, un musulmán francófono que se fue al mes de mi llegada. En su lugar se quedó Zagou, un argelino negro, también musulmán, con quien sufría para comunicarme en francés. Algunos se frustraban por mi desempeño en esa lengua, y quienes podían cambiaban a inglés. Nunca hubo otro latino durante todo el tiempo que estuve ahí. Supe que la dueña anterior de mi cuarto se llamaba Charlotte, y antes de ella Ryan, responsable de la rajadura en la mesa de cristal que hay en la sala. Cuando Ryan se fue dejó numerosos trastes con su nombre inscrito, protegido con cinta adhesiva impermeable. Otros ya lo habían hecho antes y algunos lo harían después, lo que daba como resultado un gran número de utensilios con nombres de personas que jamás habíamos conocido, fantasmas que no dejaban de reclamar la posesión de sus pertenencias.
De todos los colocs que conocí, hubo dos historias que me llamaron fuertemente la atención. Al llegar, el habitante más antiguo era Rocheman, un haitiano que perdió todas sus posesiones en el sismo de 2010. Es unos diez años mayor que yo y no sé por qué nunca se casó ni hizo familia en Quebec, o si alguna vez la tuvo en Haití. Siempre quise entrevistarlo, pensaba que tenía muchas cosas por decir. Sin embargo, pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto, el más grande de todos, donde tenía espacio para una televisión y un pequeño refrigerador. Aunque al principio pensé que era una buena persona, el trato con los demás y mi propia experiencia me hicieron ver que era algo manipulador y solía victimizarse cuando recordaba conflictos pasados.
La otra historia intrigante era la de Valentin. Aunque él creyera lo contrario, era el verbo encarnado del colonialismo. Un franco-quebeco blanco, guapo y listo, pero terriblemente intolerante. Tacaño y un poco presumido. Nunca confié realmente en él. Un hombre que lloraba con la historia de Gandhi pero al que le aterrorizaba la posibilidad de ser pobre. Nunca quiso hablar al respecto, pero creo que su noción de pobreza y la mía difieren en grado e intensidad. Meses después de mi partida se iría a un viaje largo a la India, del que quiero pensar que regresará siendo una persona distinta, a la que se le agenció un nombre ajeno. Que la carga de sus prejuicios se lave con el río Ganges.
Rocheman y Valentin nunca se llevaron bien. Era la contienda entre el macho alfa viejo y el joven, entre la fuerza de la inercia y la vivacidad del ingenio. Una alegoría en miniatura del conflicto entre cosmovisiones opuestas, la clara muestra de que vivir bajo un mismo techo no significa tolerarse. A través de un derecho de antigüedad que nadie sabe cuándo se implementó, Rocheman estaba acostumbrado a dar órdenes a los demás colocs, a negar o apresurar su firma para que alguien dejara el departamento, a dar la cara frente a los propietarios. Era como un pequeño Henri Cristophe, rey parapetado en su trono. Valentin nunca cejó hasta exhibir todas las fallas de Rocheman. Encontraba la manera de fregarlo sin atacar directamente. Y aunque me cayera tan mal, debo reconocer que me parecían justos algunos de sus reclamos. Aunque nos sintiéramos aislados, todos los cambios suscitados en la casa eran decisiones colectivas, incluso sin darnos cuenta de ello.
Luego de soportar durante un año el creciente poder político de Valentin en la casa (lo que yo llamaba “el valentinato”), Rocheman rentó su cuarto a Hamza, un muchacho que es todo un capítulo por sí mismo. Sin embargo, no me toca a mí contar esa historia sino a Valentin, pues él fue quien se dio cuenta del estado mental de Hamza cuando éste lo encerró en el balcón frontal del departamento y fue necesario que llamara a la policía para salir. Después, Valentin tuvo que lidiar con sus familiares, quienes vinieron a recoger sus cosas y preguntar por su paradero.
Es inevitabe trazar mi propio hilo conductor en esta madeja de historias. Yo también me volví un personaje de este departamento, mi nombre también le parecerá extraño a futuros inquilinos. La verdad es que yo era un desmadre con la limpieza de los trastes. Por esa razón una vez Valentin y yo terminamos agarrándonos a golpes en la cocina. Él ya había tenido algunos roces con otros dos colocs esa misma semana, pero al parecer el problema más grande era conmigo. Para mí, esa fue la señal de que el “valentinato” había llegado demasiado lejos. Pensé que al irme él podría por fin convertirse en el próximo emperador del departamento (¡un Cristophe blanco!), pero se fue a los pocos meses a su viaje de iluminación al Tercer Mundo. Alguien más se volvería el veterano: Cédric, hermano de Charlotte, cuya historia es apenas relevante para mi narración, pero que seguirá su propio cauce y versión de los hechos.
Pongo música de Les Colocs para desordenar este texto, para observar la madeja de historias a cierta distancia. Les Colocs es la banda más importante de Quebec desde que el movimiento prosoberanía tuvo su último auge en los noventa. Quizás Arcade Fire sea más complejo y ambicioso musicalmente hablando, pero Les Colocs son un símbolo de la francofonía y el ideal nacional en la provincia. Me pongo a pensar que Quebec es tan contradictoria como Les Colocs: una banda de rock-ska-reggae en el Frío Gran Norte, compuesta por integrantes de Francia, Quebec y Saskatchewan, pero que abogaba por una homogeneidad cultural que, por lo menos en Montreal, nunca fue del todo cierta. Ulrich Bauer, profesor alemán, decía que el nacionalismo es el síntoma de una nación inmadura. Muchos teóricos venden la diversidad cultural como el rasgo “característico” de Canadá, pero olvidamos que las historias locales están llenas de contradicciones, algunas orgánicas, otras efecto del anquilosamiento de procesos sociales pasados.
El departamento de Notre-Dame-de-Grâce es una plausible alegoría de la vida urbana: solitarios y vagabundos reunidos por azar en un mundo que cada vez está peor. Como en la película El albergue español (Cédric Klapisch, 2002), navegamos entre distintas lenguas, orígenes y culturas tratando de mantener a flote este barco. El acto de nombrar nos da cierto punto de apoyo, los nombres se vuelven deíticos como “tú” y “yo”. Wendy Chun abre su libro Programmed Visions. Software and Memory con un poema en prosa dedicado a ese ineludible “tú”: “Pero, ¿quién o qué eres tú? Tú eres tú y también lo es todo el mundo. Proteico, tú al mismo tiempo se dirige a ti como individuo y te reduce a un tú como cualquier otra persona. También es singular y plural, por lo tanto es capaz de llamarte a ti y a todo el mundo al mismo tiempo. Oye, tú. Lee esto.” Los nombres y apellidos son “tús” mucho más elaborados. También lo son los dichos, epítetos y frases compuestas socialmente aceptadas, como “no hay lugar como el hogar” y “estar en casa” (être chez moi en francés). En ese departamento nunca estuve chez moi, siempre fue la maison, l’appart. El artículo le o la nos distanciaba, aunque nos abrigaba a todos. Habité el tránsito de las soledades: una estación borrosa, no siempre abierta, a veces inexistente. Como la plataforma ambigua en la estación King Cross en Londres, que lleva tanto a los mundos fantásticos de J. K. Rowling como a los de Eva Ibbotson. ¿Se puede decir que una robó la idea de la otra, o que yo robé las historias de mis colocs? Si viéramos todas las palabras como deícticos, esta cuestión sería casi banal, pues la respuesta sería que, sobre todo en el mundo de las ideas, no puede haber pertenencia alguna de un objeto con su nombre. De Saussure pensaba que el lenguaje nos hablaba, como si fuera una entidad externa al hombre, mientras que autores como Foucault, Barthes y Hall nos mostraron que toda representación es ideológica. Una casa no nos habita, pero si recordamos la cita de Vallejo mencionada al principio, la casa no viene al mundo (no está viva) si no se la habita. Ni siquiera una tumba puede llegar a ser esta palabra vacía, pues una tumba inexorablemente tendrá alguien que la ocupe por siempre.
Habité el tránsito, me fui y alguien se quedó. Alguien llegará y al final, como dijo Burroughs, “todos moriremos, y las estrellas se apagarán una tras otra”.
Aurelio Meza. Licenciado en Letras Modernas Inglesas por la Universidad Nacional Autónoma de México, maestro en Estudios Culturales por el Colegio de la Frontera Norte, Tijuana, y candidato a doctor en Humanidades por la Concordia University de Montreal. Es autor de los libros de poesía Sakura (RDLPS, 2008), La droga (RDLPS, 2010) y Región México ((H)onda Nómada, 2013); de los libros de ensayo Shuffle: poesía sonora (FETA, 2011) y Sobre vivir Tijuana. Textos mutantes fronterizos (Cecut, 2015). Mereció mención en el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2011 y en el Concurso 39 de Punto de partida en la categoría de ensayo. Obtuvo la residencia artística Fonca-CALQ en la categoría de Letras, Montreal, junio-agosto de 2014.