Nueve ensayistas (1985-1995) / No. 203
La ciudad sobre la ciudad
Ciudad de México, 1986
Las cosas son así: o he perdido el juicio
o vuestra ciudad se fundó sobre un crimen.
Christa Wolf
o vuestra ciudad se fundó sobre un crimen.
Christa Wolf
I.
La superficie del Elba ondea. Es una tela que cambia de color durante el día para marcar el flujo del tiempo. Aunque nace en la República Checa, tengo la certeza de que en Alemania sus aguas se apropian de otra cadencia. La tierra de la música prodigiosa no podría permitirse un río arrítmico. Quizá bocas diminutas habitan bajo su superficie y lo impulsan al unísono con soplos suaves para crear un movimiento llano, por eso las ondas nunca rompen la métrica. Sólo se alargan cuando un barco sopla más fuerte. Buscando agua el Elba camina hacia el norte.
Todas las ciudades que tienen la columna vertebral líquida convierten sus ríos en espejos: Dresden se mira en el Elba desde hace siglos. A sus orillas, el centro de la ciudad, la Altstadt, concentra en menos de un kilómetro cuadrado las construcciones que la convirtieron en uno de los recintos culturales más importantes del oriente de Alemania. Este espacio es la manifestación de que la belleza puede condensarse.
Si la mirada se coloca a una distancia suficiente de la Altstadt, tal vez del otro lado del río, es posible abarcar el castillo, su plaza y la Terraza de Brühl, donde alemanes y turistas se mezclan los domingos para tomar cerveza en verano. Asimismo dos iglesias, una luterana, la Frauenkirche, y otra católica, la Hofkirche, el edificio de la ópera y la Escuela Superior de Bellas Artes dirigen la vida de la ciudad. Cuando oscurece, la Altstadt se llena de luz y la noche convierte al Elba en un río dorado. En sus aguas, Dresden se mira el corazón. Hay ciudades que crecen a la orilla de los ríos para poder contemplarse y rendirse ante la imagen del agua.
Recorrer la Altstadt de Dresden es como atravesar un cuento medieval. Si no estuviera registrado en la historia, ninguna persona que visita la ciudad por primera vez pensaría que hace sesenta años Dresden estaba en ruinas.
Supongo que la mañana del 15 de febrero de 1945 la ciudad no había dormido. De haberlo hecho, el estruendo de toneladas de piedras que se desmoronaron la habría despertado. Como el resto de los edificios de la Altstadt, la Frauenkirche ardió hasta que su estructura cedió a la gravedad y se volvió una montaña de escombros.
Dos días antes, pocos meses antes de que terminara la guerra, Dresden había sido bombardeada por el ejército de los Aliados. El encargado de la operación, denominada “Thunderclap”, fue un militar británico que se hizo famoso con la destrucción de Hamburgo y dirigía una serie de ataques a pequeñas ciudades del este que buscaba rendir a los nazis atacando a la población civil. Niños y refugiados habían regresado del campo para las festividades del carnaval, así que fueron sorprendidos por las bombas británicas vestidos para la fiesta.
Durante días, el aire de Dresden se volvió una mancha negra irrespirable. Ardieron por igual los despojos y las entrañas de la ciudad en medio del fuego que desataron las bombas incendiarias. Todo lo que había sobrevivido al bombardeo cedió sin remedio ante las llamas.
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Cuando la guerra terminó y Alemania quedó partida por la mitad —oriente y occidente, porque en algunos lugares del mundo la separación entre norte y sur es menos efectiva—, Dresden se ubicó en la incipiente República Federal Alemana. Durante las cuatro décadas de su existencia las ruinas de la Frauenkirche se conservaron como uno de los tantos mausoleos que dejó la guerra. Su reconstrucción no era primordial porque mirando las ruinas era imposible olvidar el espanto.
La montaña de escombros de la Frauenkirche fue menguando poco a poco: piedras que alguna vez sirvieron al culto protestante se instalaron sin resistencia en el lado católico o en cualquier otro espacio que lo requiriese y algunas personas sembraron flores entre las ruinas porque no sabían en dónde buscar a sus muertos. La guerra convirtió a Dresden en un remiendo de sí misma.
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Con la caída del Muro de Berlín y la unificación de las dos Alemanias, la Frauenkirche adquirió una importancia inédita y se convirtió en símbolo de la reconstrucción de Dresden. Era una llaga demasiado visible. Piedra por piedra, los escombros fueron removidos de la Altstadt. Cada piedra fue inventariada y valorada para su reutilización. Todas formaban parte de un rompecabezas imposible porque las edificios no son como la piel, que sola encuentra el camino para volver a unirse.
En la nueva Frauenkirche la cúpula con forma de campana, responsable de la acústica y signo de su distinción, es totalmente nueva; la “Cruz de la reconciliación” con la que culmina la iglesia fue un regalo británico; un órgano inspirado en el original y piedras de arenisca nuevas y viejas se mezclaron para regresar a la vida a ese edificio luterano de casi cien metros. Exactamente sesenta años después del bombardeo, un 13 de febrero, la Frauenkirche se reinauguró. Dejó de ser reminiscencia de guerra para mutar en un supuesto símbolo de reconciliación. Quizá los escombros que deja una guerra perdida hablan demasiado, aunque al final sangre y tierra, llevan a cuestas su propio peso.
La Frauenkirche es una iglesia bicolor. Alternadas en el mismo edificio, las piedras antiguas son oscuras y las nuevas muy claras. Como hemos aprendido a sentir vergüenza de nuestras cicatrices, eventualmente, las piedras nuevas se oscurecerán hasta ser idénticas a las antiguas, indistinguibles, borrando para siempre con su camuflaje las marcas de la restauración.
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No sólo la Frauenkirche; todas las construcciones de la Altstadt fueron reedificadas conforme a su apariencia antes de la guerra. Idénticas. Un parche sobre otro. Como si medio siglo pudiera extirparse a voluntad.
Con su reconstrucción, Dresden ha intentado reescribirse: trazos y borraduras juegan con la memoria de quienes se reconocen en ella, de quienes la han caminado. La ciudad del río dorado se ha convertido en un escenario para maquillar heridas de guerra. ¿Cómo no desconfiar frente a una reconstrucción idéntica a su original? Es como si la hubieran vuelto una escena del crimen que debe limpiarse de cualquier rastro. Y sus muros, sus pisos y sus paredes brillantes siempre devuelven la mirada.
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Referirse al centro de Dresden como Altstadt es en realidad una ironía o necedad. El alemán es una lengua de acumulación, aglutina palabras para construir significados o conceptos, a veces intraducibles. Altstadt es una palabra compuesta, donde el adjetivo debería determinar la esencia del sustantivo. Alt significa viejo, mientras que Stadt quiere decir ciudad. Así, la Altstadt también ha sido despojada de su nombre.
II.
Al igual que la Frauenkirche, el edificio de ópera de Dresden llamado Semperoper fue destruido durante el bombardeo de 1945. Cuando llegó el tiempo de su reconstrucción se erigió tal y como estaba antes de la guerra. El teatro había suspendido funciones mientras se presentaba la ópera de Carl Maria von Weber, El cazador furtivo. Cuarenta años después del bombardeo, el 13 de febrero, se inauguró el nuevo edificio con el estreno de la misma obra: un intermedio de cuatro décadas.
En este teatro, aunque cobijado por un inmueble distinto que desapareció tras un incendio, Richard Wagner estrenó y dirigió a mediados del siglo XIX una de sus óperas más famosas: Tannhäuser. Como en muchas de sus obras, el tema central es el encuentro de dos mundos con valores opuestos que conlleva el enfrentamiento entre lo profano y lo sagrado, del amor carnal con uno más bien contemplativo.
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Estuve en Düsseldorf cuando la Ópera del Rin, la compañía de la ciudad, inauguró una puesta más de Tannhäuser. Se celebraban los primeros dos siglos del nacimiento de Richard Wagner así que la publicidad estaba por doquier: en las paradas del autobús, en los anuncios de la radio. El aniversario del compositor era motivo de celebración y de orgullo. Los alemanes no adoran santos, adoran a sus músicos y a sus poetas. El día del estreno de Tannhäuser también se presentaba Carmen en Duisburg, la ciudad vecina, así que preferí dejar de lado a Wagner y ver cómo se arreglaban los alemanes para transmitir el sudor y la pasión de las gitanas.
La versión de Tannhäuser adaptada por el alemán Burkhard C. Kosminski se volvió noticia al día siguiente y fue cancelada tras una sola presentación. Mientras la orquesta interpretaba la obertura se representaron escenas del holocausto: los cuerpos desnudos que caían sobre el suelo del teatro y las cámaras de gas que ahora sólo pueden verse en los museos fueron demasiado para los espectadores. Algunos necesitaron ayuda médica. Antes de que pasara media hora, la mitad de los asistentes abandonó el teatro. Tras el escándalo y con la negativa de Kosminski a modificar su obra, Tannhäuser continuó presentándose sólo con música y canto, privada de cualquier dramaturgia.
El director de la Ópera del Rin no pudo prever las reacciones tan violentas que provocaría en los espectadores la adaptación de Kosminski. ¿Y cómo hacerlo, si la guerra desapareció de las calles hace tanto? Tal vez en las reconstrucciones no hay cabida para lo que debe olvidarse y, si aparece, es mejor expulsarlo a gritos.
Mariana Oliver. Es germanista y maestra en Literatura Comparada por la UNAM. Fue becaria en el área de ensayo en la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha publicado en revistas como Tierra Adentro, Este País, Biblioteca México, Cuadrivio y Pliego 16. Una muestra de su trabajo forma parte de Arbitraria. Muestrario de poesía y ensayo (Antílope, 2015). Con Aves migratorias ganó el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos en 2016 (FETA, 2016).