Francisco Alatorre
Ladakh
Ediciones La Rana
Guanajuato, 2015
Ediciones La Rana
Guanajuato, 2015
En una escena de la galardonada American Beauty (Sam Mendes, 1999) —que ya podríamos definir como clásica—, el joven, guapo e inadaptado Ricky Fitts invita a su vecina y novia Jane Burnham, una cheerleader igualmente inadaptada pero sin mucha gracia, a ver una grabación de “la cosa más bella que jamás he filmado”. Sentados frente a una pantalla de televisión en la recámara de él, Jane y Rick contemplan la danza de una bolsa de plástico que el viento mueve entre hojas secas ante un muro de ladrillos. Sólo eso: la dudosa o cuando menos cuestionable gracia de una bolsa de polietileno girando en el aire.
—Había cierta electricidad en el aire. Casi la puedes oír, ¿entiendes? Y esa bolsa estaba simplemente bailando conmigo. Como un niño rogándote que juegues con él. Ése fue el día en que me di cuenta que había una vida entera detrás de las cosas… [el énfasis es mío].
De manera análoga a la observación del joven Fitts, Ladakh, ópera prima de Francisco Alatorre, indaga en ese sentido oculto tras lo evidente, en esa “vida entera” detrás o dentro de los objetos, incluso en esa gracia dudosa de un pedazo de plástico que gira y flota en el aire antes de emprender un ilusorio viaje transoceánico. Una bolsa similar funciona como emblema del primer poema de este primer libro de Alatorre
Una bolsa de plástico ligera
para guardar una fruta
abrigar una botella de whisky
llevar el pan a casa
o asfixiar a un paquistaní
en un cuarto oscuro
Martinj de Gruitjer las utiliza para dar estructura
a un origami singular
la bolsa se transforma en
botas impermeables
un televisor que no enciende
títeres arrugados
la bolsa en el museo
la calaverita luminosa en el museo
Volvamos un instante a aquel parlamento de American Beauty para terminar de percatarnos de las extrañas vías por las que el arte tiende puentes, correspondencias; regresemos un momento a ese día en que Ricky Fitts se dio cuenta de “que había una vida entera detrás de las cosas y una fuerza increíblemente benévola que quería decirme que no hay razón para tener miedo nunca… Ya sé que el video no captó todo eso, pero me ayuda a recordar. Necesito recordar”. De la misma forma, los poemas de Francisco Alatorre parecen renunciar a captar, al menos en una primera impresión, “todo eso”, el sentido oculto del mundo, la “vida entera detrás de las cosas”, a cambio de re-cordar, de volver a pasar por el corazón y la mente momentos, lugares, rostros, circunstancias, referentes cosmopolitas, exóticos o vagamente pintorescos que funcionan como anclajes de la memoria. Así, Ladakh podría definirse lo mismo como un álbum de recuerdos que como un libro de viajes por países remotos y ciudades de un orbe interior: parajes menos geográficos que mentales. Alatorre pondera así un conocimiento no tanto enciclopédico o libresco del mundo como una aprehensión “locativa” de la realidad y la necesidad de fijar en la memoria, así sea precariamente, instantes de cualquier modo pasajeros, condenados, como casi todo, a la extinción y el olvido. Igual que suele pasarnos a todos los que en algún momento intentamos pergeñar algunos versos, muchos de los poemas de este libro parten de intuiciones, de simulacros vagamente reflexivos que a veces parecen dar, por puro azar, en un blanco.
Resulta interesante observar Ladakh bajo la óptica del texto de la solapa firmado por el desconocido (para mí, que todo lo ignoro) Aleqs Garrigóz, pues, en ese sentido, se trata de un libro plenamente contemporáneo en su aparente antilirismo y su fragmentariedad, en su fraseo a veces cuasitelegráfico y otras incontinente, en su exotismo hipster y en sus métodos de composición poética, más cercanos al zapping televisivo y a la zozobra online que a estrategias poéticas más tradicionales, en sus excesivas listas de souvenirs al estilo de los “me acuerdo” de Joe Brainard y Georges Perec (más que de los farragosos, por desmedidos, de Margo Glantz). Son todos éstos, elementos que emparientan a Alatorre, nacido en los años ochenta del siglo pasado, con una estirpe de autores y obras menos preocupados por la pertinencia del binomio forma-fondo, por la corrección sintáctica y gramatical de sus enunciados o por su intelegibilidad que por el ansia de hacerse visibles —así sea mediante el desmontaje de aquellos otrora prestigiosos recursos poéticos— en un aquí y ahora movedizo, omnívoro y de todos modos transitorio. Así, una lista de primos no tan lejanos de Francisco Alatorre y Ladakh incluiría a Jorge Posada con La belleza son los aeropuertos vacíos, el estupendo Datsun de Sisi Rodríguez, a Ánuar Zúñiga y su Sector 7G, el coloquialismo cool del argentino Mariano Blatt o la performance caótica y corrosiva del colectivo poético conocido bajo las enigmáticas siglas de los KFGC.
Ladakh, nos aclara la falible Wikipedia, significa “tierra de los pasos elevados” en idioma tibetano. El título no carece de ironía, pues antes que una práctica de altos vuelos, Alatorre propone a sus lectores algo más modesto: una serie de divertidos ejercicios de levitación discreta.
Hace algunos años, al conceder cierto premio literario a Cincel (el título que este libro ostentaba en aquel certamen), los miembros del jurado ponderamos su espíritu lúdico y veladamente antisolemne, su desconfianza en los absolutos que el exceso lírico a veces hace pasar como verdades poéticas irrefutables, incluso su carácter transitorio de work in progress, de obra no necesaria ni excesivamente pulida (lo cual, en nuestros días, constituye un elemento estético per se), esa evidente apariencia de ópera prima, perfectible, sí, pero no menos iconoclasta de la concepción más pacata que a veces se tiene de la poesía.
Víctor Cabrera (Arriaga, Chiapas, 1973). Es autor de un volumen de fábulas y prositas, dos plaquettes y tres o cuatro libros de poemas. Ha sido becario del programa Jóvenes Creadores y miembro del Sistema Nacional de Creadores del Fonca. Actualmente, es editor de la Dirección de Literatura de la UNAM.