Concurso 48 / No. 204

Carolina

Facultad de FIlosofía y Letras-UNAM

 

Para siempre en mí esta señal,
que no sé si es la del mundo y su
pecado o la de una desolada
redención.

Inés Arredondo, “La señal”



Yo le ganaba la calle al sol cada mañana. Me gustaba levantarme temprano y barrer antes de que el calor descompusiera las cosas. Todos los días antes de bañarme, ponía una vela frente a la fotografía de mi padre, recargada a los pies de un Cristo de barro negro, y rezaba un Padre Nuestro. El agua fría me recordaba, de lejos, como murmurando, que todas las almas están envueltas en un cuerpo. Cerré la llave y canturreé algo mientras me ponía uno de mis tantos vestidos negros. Cuando Irene y yo nos veíamos para tomar café por las tardes, ella insistía constantemente en que cambiara mi apariencia. Siempre con tus vestidos negros, como de luto —me decía, sin mala intención—. Poco después, Irene se casó y dejamos de frecuentarnos.

Una vez limpia, salía a barrer la calle. A las seis y media de la mañana pasa muy poca gente; obreros casi todos. No los miraba porque me intimidaba la forma en que sonreían. Martín también pasaba por ahí temprano. Era muy cortés; inclinaba un poco su sombrero a modo de saludo y yo le respondía con una sonrisa breve. Además de eso, sólo lo veía los domingos en la iglesia. Parecía que él y yo éramos los únicos que asistían todos los fines de semana. Hasta cuando había feria el sábado anterior, el domingo a las siete de la mañana ahí estábamos los dos, entre un montón de ancianas, alegres de ir a escuchar misa. Aunque nunca platicábamos más allá de los saludos de cortesía, yo me preguntaba si él sentía, como yo, que esa disciplina espiritual nos diferenciaba de los demás, que se entretenían con pulque y fuegos artificiales. El fin de la madrugada era también la hora del regreso de las prostitutas. El alma de esas mujeres debía tener un olor inmundo; a lo que huelen las camas en las que trabajan. Oía sus tacones. Caminan alegres, casi siempre de dos en dos, y se toman de la mano. Una mañana, mientras barría las hojas de la entrada de mi casa, tuvieron el descaro de saludarme.

—¡Adiós, Carito!

Apreté los labios y me contuve de alzar la cabeza, atenta al sonido que hacían sus tacones al dar grandes zancadas; ni para caminar podían cerrar las piernas. Al verse sin respuesta estallaron en una risa desparpajada que les salía de todo el cuerpo.

—Déjala —alcancé a oír que una le decía a la otra—, ésa está casada con su padre y con Dios, y los dos están muertos.

Sentí el cuerpo caliente, las sienes palpitando.

—¡Por lo menos yo sé cómo se llaman los dos únicos hombres en mi vida! ¿Tú puedes nombrar a todos los que ha habido en la tuya? ¿Puedes contarlos siquiera?

Me quedé sin aliento después de gritarle. No había planeado hacerlo y mi pecho subía y bajaba con furia.

—Niña, lo que tú necesitas es dejar de nombrar a Jesús y a don Vicente, que en paz descanse, y tener un hombre entre las piernas… Para que en vez de “amén” digas “¡más!”

Volvieron a reírse escandalosamente y sentí vergüenza, como si esa frase vulgar hubiera salido de mi boca. Indignada, azoté la puerta y fui directo al Cristo de barro. Con las manos temblando, me persigné mientras me hincaba.

Cuando Irene me pidió que la ayudara a organizar el bautizo de su hijo no pude negarme. Aunque ya no éramos tan cercanas, no nos habíamos distanciado por algún problema, sino porque ahora que ella estaba casada tenía menos tiempo para hacer visitas. Era común que, al salir de misa, la encontrara en la plaza, riendo y paseando del brazo de su marido. Cuando nuestras miradas se cruzaban, ella corría a saludarme, efusiva, y tiraba de la camisa a su esposo para que la acompañara. Él sonreía, un poco apenado, pero dispuesto a cumplir todos los deseos de Irene. Mientras ella me reclamaba cualquier cosa —no haber ido todavía a conocer su nueva casa, no haberle regresado una llamada—, a su esposo se le vaciaban los ojos mirándola. Yo trataba de imaginarme cómo sería su vida al lado de un hombre que la ama con devoción. Había algo que me incomodaba en toda esa felicidad.

—Nada me gustaría más que tenerte como madrina, Carito.

Me tomó por sorpresa: estaba en los laberintos de mi cabeza cuando sus palabras me devolvieron al presente. Reaccioné rápidamente y sonreí, aunque preocupada por la naturalidad de esa sonrisa.

—No se diga más —tomé su mano entre las mías—; desde hoy no te preocupes por un solo detalle de la fiesta. Cuídate estos últimos días de embarazo: descansa, come bien. Tu bebé tendrá el bautizo y el festejo que se merece.

Irene me miró con sus ojos llenos de vida. Apretó mi mano y una punzada de culpa me sorprendió al no poder sentirme enteramente complacida por la dicha de mi amiga.

Me esforcé como si se tratara del bautizo de mi propio hijo. Me aseguré de que los manteles estuvieran impecables, de que no faltaran flores en ninguna mesa y de que hubiera chocolates de recuerdo para todos. Irene no dejaba de abrazarme y repetir lo afortunada que era por tener una amiga como yo. La fuente de elogios duró poco; cuando entró su esposo con el niño en brazos, ella se esfumó. Todo era besos y caricias entre los tres; padres e hijo formaban una fotografía que calentaba el corazón. Pero no el mío, aunque esa vez no sentí envidia o celos, sino una profunda tristeza al descubrirme preguntando secretamente si yo tendría algún día ese tipo de júbilo.

—¿Bailas?

Sobresaltada, me di cuenta de que era Martín. Su sonrisa dejaba ver una hilera de dientes blanquísimos que hacían juego con su traje de lino. Qué elegante estaba, qué fresco se veía. A pesar de la buena impresión, mis temores eran más grandes y di un paso hacia atrás.

—No, Martín, muchas gracias. No sé bailar.

—Perfecto, yo tampoco. Dos torpes juntos no lo parecen tanto.

Me extendió la mano y sonrió de nuevo. Mis ojos fueron de sus dientes a Irene y su esposo, que se besaban en ese momento, y al niño, cubierto por un ropón inmaculado. Mi cuerpo se desentendió de mi cabeza y sus miedos y actuó con voluntad propia: mi mano se estiró para tomar la de Martín y me acerqué a él.

—Bueno, hagamos el ridículo un rato.

Hubo un segundo de turbación en su mirada, pero de inmediato se convirtió en una alegre seguridad y sus brazos rodearon mi cintura. Los míos, en una especie de reflejo, fueron a su cuello y una ola de calor me recorrió. Bailábamos tan cerca que alcancé a percibir el ligero olor a sidra que venía de su boca. Yo me movía sólo guiada por él y sentía como si estuviera en el mar y el ritmo de las olas me llevara y trajera plácidamente. Él era dueño absoluto de ese momento y yo lo obedecía. Bailamos mucho tiempo en silencio, hasta que acercó su boca a mi oído y susurró:

—Siempre te veo por las mañanas, muy temprano, afuera de tu casa.

No supe contestarle nada. Me había hecho súbitamente consciente de mi cuerpo, del suyo, y de lo bien que se sentía esa proximidad. Siguió hablando, se acercó más, dejando apenas espacio para que el aire pasara entre nosotros.

—Tú también me miras, ¿verdad?

Tartamudeé algo parecido a un sí. Era imposible articular una sola sílaba mientras sintiera su pecho contra el mío; el calor de su cercanía me secaba las palabras. Él se rio y yo no tuve tiempo de reaccionar cuando calló su risa juntando su boca con la mía.

Después de ese primer beso, Martín me invitó a almorzar el domingo siguiente, saliendo de misa. Yo acepté, emocionada. Ese día, los nervios me despertaron más temprano que de costumbre y me bañé tiritando de frío. Me sorprendí poniéndome una flor en el cabello y mirando con insistencia mi imagen; de repente me interesaban los espejos. Al llegar a la iglesia, Martín ya estaba ahí, en la segunda fila de bancos frente al altar. Decidí no acercarme y me senté en un banco alejado, pero donde podía observarlo bien. La misa empezó y yo reparé poco en ella: me concentré en los gestos de Martín, en cómo su rostro reflejaba la sinceridad con que se entregaba a la misa. Él no era un feligrés más; oraba con devoción y se emocionaba con las palabras del sacerdote. Cuando fue hora de rezar el “Yo, Pecador”, se golpeó el pecho como si quisiera sacarse el mal a puñaladas. Me pareció excesivo, sobre todo viniendo de alguien tan devoto como él, pero pensé en mi madre y decidí no juzgarlo: cada quien reza como puede. Al término de la misa, Martín me buscó con la mirada y sonrió al encontrarme. Hizo un gesto con la cabeza para que saliéramos y una vez fuera, me tomó de la mano y fuimos a comer algo al mercado. Terminamos de almorzar y nos encaminábamos al parque cuando intenté besar a Martín; sus labios habían ocupado mi mente durante toda la semana. Él se sobresaltó y me detuvo, alejándome con suavidad. Sentí la cara encendida de vergüenza y mi cuerpo se puso tieso como un tronco. Intenté soltar su mano, pero él apretó la mía con más fuerza. Me habló con ternura; calmó mi extrañeza explicando que no le gustaba darle de qué hablar a la gente chismosa, que era toda. Me enorgullecí de estar junto a un hombre serio y discreto. Esa rutina de misa y almuerzo se repitió cada domingo durante el año siguiente. El pueblo cuchicheaba acerca de la pureza de nuestro noviazgo y entendí que Martín tenía razón: toda la gente era chismosa. De mí, supe que decían cosas como que pobre de la santurrona que por fin había encontrado un hombre, pero uno que estaba a un paso del seminario. Otros, más audaces, dudaban de mi virginidad. Todos esos comentarios me tenían sin cuidado; sólo me enfurecí cuando llegué a escuchar habladurías acerca de la difunta madre de Martín: que había sido prostituta, que llevaba a su pequeño hijo a trabajar con ella y que no se apenaba nunca. Que era una mujer que había nacido para ese oficio: se regodeaba en él y lo ejercía con placer y esmero. Era increíble lo que la gente inventaba por pura envidia; lenguas emponzoñadas porque nunca habían tenido un cariño como el nuestro.

Una tarde, Martín y yo estábamos sentados en su pórtico, leyendo la Biblia. Habíamos decidido casarnos hacía un par de días. Él leía en voz alta, con mi mano entrelazada en la suya, cuando empezó una lluvia que en cuestión de minutos se transformó en tormenta. Llovía con una furia tal que empezamos a bromear sobre haber invocado el diluvio por estar leyendo el Génesis. Yo lo llamé Noé en vez de Martín y me pidió, divertido, que no lo hiciera porque repoblar la Tierra no era una tarea que quisiera llevar a cabo. Cuando después de dos horas seguía lloviendo con la misma intensidad, empezamos a preocuparnos: no por algún deslave o por lo que pudiera afectar a la siembra, sino porque yo no podría regresar. Busqué los ojos de Martín y reconocí la angustia en ellos: iba a tener que pasar la noche en su casa.

Entramos y él se puso a hacer café, mientras intentaba ocultar su nerviosismo hablando de cualquier cosa. No pude evitar sentirme despreciada: ¿a qué le tenía tanto miedo, al pecado? Yo había cambiado mi forma de pensar a medida que nuestra relación avanzaba: seguía siendo profundamente religiosa, pero mi corazón había encontrado un amor terrenal que lo llenaba mucho más y el cual despertaba sensaciones en mi cuerpo que exigían ser satisfechas. ¿A Martín no le pasaría lo mismo? La idea de ser rechazada me provocaba demasiada vergüenza como para preguntarle o intentar algún acercamiento. Nos sentamos en el sillón a beber el café, en silencio. Cuando vaciamos las tazas, me acerqué para besarlo. No había nadie más que nosotros dos, no podría poner el pretexto de la discreción. No se alejó, pero apenas separaba los labios. Por más que intenté, no pude meter mi lengua en su boca ni rodearlo con mis brazos. Muy pronto, Martín se levantó agitado y dijo, a manera de despedida, que me llevaría a su cuarto para que yo durmiera en la cama y que él se quedaría en el sillón.

Me desperté dando un grito agudo y bañada en sudor. Había soñado, de nuevo, con los rezos frenéticos de mi madre. Esos episodios solían darme mucho miedo de niña: no entendía lo que pasaba, sólo sentía un profundo temor. Cuando chica, la religión ocupaba poco espacio en la vida familiar. Íbamos a misa de vez en cuando y la única imagen sacra era un Cristo de barro negro en la recámara de mis padres. Todas las noches, antes de cenar, papá tomaba su guitarra y yo lo miraba con todo el asombro de mis seis años. Cantaba boleros para mi madre hasta que la cena estaba lista y nos sentábamos a la mesa. La casa había sido toda música y risas hasta que papá murió. No ver sus manos en las cuerdas de la guitarra, no oírlo cantar nunca más, fue un dolor como quedarse ciega y sorda. Las sensaciones se habían esfumado del mundo para siempre. Sentía mi corazón como la cáscara seca de una fruta, hueco y siempre a punto de quebrarse. Aunque me esfuerce por recordar lo que pasó en los días después de su muerte, no puedo. Aun cuando han pasado quince años, todo sigue envuelto en una bruma pesada y sólo tengo imágenes de señoras abrazándome y melodías funestas que salían del órgano de la iglesia. Mi madre, con el entendimiento deshecho, se volcó a la religión. Rezaba con furia, siempre empapada en llanto y con las manos hechas puños. Gritaba consignas contra Cristo y los santos, para después arrepentirse, rezar otra vez y limpiar su culpa. Así se le iba todo el día. Se olvidaba de que tenía una niña y de que esa niña debía comer. Yo, para no sentirme tan sola y para que se me olvidara el hambre, me hincaba con ella y rezaba a mi manera, mucho menos violenta. Parecía que compartíamos el mismo dolor; no éramos hija y madre lamentando la pérdida del padre, sino dos viudas llorando al irremplazable esposo. La casa se empezó a llenar de imágenes de santos, de veladoras, y nuestra vida giraba, se desvanecía, en medio de todo aquello. Cuando mi madre murió, yo acababa de cumplir dieciocho años. No lloré; me había gastado todas las lágrimas en mi padre. Doné a la iglesia y a quien lo quisiera todas las figuras de santos, los rosarios, las Biblias. Todo menos el Cristo de barro negro, que adorné con una foto de mi padre.

—¿Qué pasa, estás bien?

Martín había entrado corriendo al cuarto. Seguramente mi grito lo había despertado. Yo estaba sentada en la cama, sofocada, y él se sentó a mi lado, tomando mi cabeza entre sus manos y acercándome a su pecho. Lloré; le conté mi sueño y los recuerdos horribles que tenía de la forma en que mi madre rezaba. Él acarició mi cabello y me escuchó en silencio. Cuando terminé mi confesión, vino la suya, con una violencia en la voz que iba creciendo a medida que hablaba:

—¿Eso es lo que te espanta, Carito? Eres una santa, te asustas por un poquito de emociones exageradas… Tú no sabes lo que es el horror. ¿Te aterraba que tu madre rezara a gritos? Imagínate lo que es para un niño oír los gritos de placer de su madre puta. Así fue mi niñez, lejos de la fe y del silencio. ¿Tú te quejas por haber visto las oraciones frenéticas de tu madre? Al menos ella le dedicaba su pasión a los santos, no a hombres sudorosos que gruñían mientras la penetraban mil veces.

Me di cuenta de que contenía la respiración. Estaba asustada; nunca había oído a Martín hablar así. Hubo un momento de pesado silencio y de repente él se abalanzó sobre mí, metiendo su lengua en mi boca y tocándome con desesperación por encima de la ropa. Yo permanecí estática durante los aterradores segundos que duró este violento acercamiento. Después, Martín se puso de pie y dio un paso hacia atrás, limpiándose la boca con el dorso de la mano y mirándome con odio mientras salía del cuarto.

Nuestra boda fue sumamente discreta. Asistieron unas diez personas, casi todos familiares de Martín. Recuerdo haber entrado apresuradamente a la iglesia. Me sudaban las manos y respiraba muy rápido. No podía quitarle la vista de encima a la boca de mi futuro esposo: quería morderla ya, hacerla mía para siempre. ¿Por qué el padre tardaba tanto en empezar la misa? Por fin:

—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

—Amén.

El inicio de la misa fue desanudar mi pecho, poder respirar de nuevo. Aunque la incomodidad de hincarse dentro del vestido blanco era atroz, sabía de la recompensa que vendría por merecer todavía ese color. Escuché la misa con una felicidad que me rejuvenecía y me desesperaba. El hermano de Martín se levantó a hacer la última lectura. Yo oía con una sonrisa y asentía a medida que el texto avanzaba. “Dichoso el marido de una mujer buena; se doblarán los años de su vida” —vivirás tantos años, mi vida—. “Una mujer discreta es un regalo del Señor. Una mujer modesta es el mayor encanto; nada vale tanto como una mujer reservada” —seré todo eso para ti, no haré más que adorarte, Martín—. Luego, preguntas del sacerdote, afirmaciones mías y de Martín, aplausos y, por fin, la señal: “Lo que Dios acaba de unir que no lo separe el hombre.” Fue como si hubiera pronunciado un conjuro mágico. Dios ya había unido nuestras almas; debíamos completar esa unión con la de nuestros cuerpos. Me sentí alegre y muy excitada. Todo mi cuerpo estaba erizado, sentía la libertad colmándome. Miré a Martín y fue como si toda esa dicha se multiplicara. Otra vez lo vi fresco, guapo; tenía los ojos fijos en el Cristo del altar y estaba muy serio. Le tomé la mano y se volvió. Quería que él escuchara sin que yo abriera la boca, que mis ojos hablaran y le dijeran de las bendiciones que se aproximaban. Sonrió, como entendiendo.

Me avergonzaban las ansias con las que esperaba la noche de bodas. Deseaba estar con Martín más que cualquier otra cosa. No habría culpas; ya éramos marido y mujer. Me quité el vestido y sólo me quedé con el ligero camisón corto. Sentada en la orilla de la cama lo miré quitarse la camisa y pude sentir cómo se endurecían mis pezones. Se agachó para besarme. Rodeé su cuello y lo atraje hacia mí. Quedamos acostados; mi cuerpo ávido del suyo. Él, torpe: sin encontrar el lugar para colocar sus manos, besándome con timidez. Yo lo guiaba con amorosa naturalidad. Mis piernas buscaban los huecos exactos para entretejerse con las suyas. Me aferraba a sus hombros y entonces él encima, entonces mis manos prendidas a su espalda, mi boca disolviéndose en su pecho. Quería que él estallara en mí. Me abrí como las aguas bajo su cuerpo; lo llamaba. Y nada. Él, desanimado, su atención en otro lado. Su cuerpo como de trapo, dejándose conducir por mí, pero sin alegría. Su mirada vaga, llena de nostalgia. Fue tan desconcertante notar su malestar, que sobrevino el desierto; su apatía había apagado mi deseo. Fingí cansancio y me tendí a su lado. No dijo nada, suspiró aliviado y me dio la espalda. Dolida, confusa, estuve escuchando los grillos hasta quedarme dormida.

Esa escena se repitió muchas otras noches. Fueron contadas las veces que hicimos el amor; todas ellas tristes. Las demostraciones que yo intentaba para hacerle ver lo mucho que lo amaba lo ponían de pésimo humor. Me dolía ver el asco que aparecía en sus ojos cuando yo le confesaba que desde que estábamos juntos, ya no le rezaba al Cristo ni a mi papá. Le decía, emocionada, que ese altar estaba olvidado, enterrado en un río subterráneo profundísimo, y que él era ahora el único hombre que yo adoraba. Ninguna de esas confesiones lo conmovía, al contrario, pagaba mi pasión con miradas suspicaces y distancia. Martín decía que a veces, mientras estábamos juntos, aún podía ver alguna refulgencia de la muchacha pura que yo había sido antes de él y que por eso era tan insoportable tocarme. Lloraba y manoteaba al exclamar: “¡No puedo hacerte una puta, Carolina!” La furia se desataba en mí: golpes e insultos cargados de impotencia. Era inútil, mis palabras y puños rabiosos no hacían sino limpiar poco a poco su pena, así que aguantaba estoico cada arañazo y cada grito hasta que mi cuerpo se drenaba de fuerza. Aun así, se quedó conmigo. Podía estirar mi mano y tocar la suya, pero había algo como una bruma que no se iba nunca. Yo intenté que mi corazón tan desbordado nos abarcara a los dos. No sirvió de nada: hacía mucho que no podía verme a los ojos, mucho menos tocarme. El manojo de incendios e inundaciones que me volvía cuando pensaba en su cuerpo no era sino deseo desperdiciado. Una vez me sorprendió llorando a solas y me gritó, con una voz que tenía un dejo de alegría, que no me escondiera para llorar. Después salió azotando la puerta y riéndose. Regresó muy tarde, oliendo a alcohol y a sudor. Yo lo estaba esperando en la sala, muerta de miedo de que pudiera haberse ido para siempre, pero apenas llegó identifiqué esa mezcla grotesca de olores y la cara se me descompuso.

—Ni las miré: todas eran iguales porque no eran tú —dijo, mientras se tambaleaba hacia el cuarto. El corazón se me secó.

Esa noche volví a poner la foto de mi padre en el Cristo. Me persigné y empecé a rezar como siempre: entre dientes, murmurando. Pero algo hervía dentro de mí, algo que aumentaba de volumen mis palabras y de intensidad mis súplicas. Ya no pedía; exigía. No adoraba; maldecía. Recé con toda la violencia y el rencor de mi alma. Mis manos hechas puños se agitaban, daban golpes. Yo gritaba y dejé de pronunciar los rezos usuales; nada de lo que conocía iba a aliviarme. Tuve que inventar oraciones, palabras, dioses. Martín estaba tan borracho que apenas emitió un gruñido cuando yo, desgarrada, terminé de rezar y cimbré la casa con un grito: Amén.

Vinieron lluvias más fuertes, se rompieron muchas cosas, además de macetas. Hace meses que no me entero de nada. Si llueve, si hay misa o fiesta, si alguien murió: nada importa. Martín sale cada noche. Se va de putas, estoy segura. No siempre regresa oliendo a alcohol, pero sí a sudor, con el cabello revuelto y la camisa desarreglada. Le da igual que me dé perfecta cuenta de todo. Se acuesta y no procura darme la espalda, aunque yo pueda oler el sexo de otras mujeres en su boca. No es el mismo olor cada vez; unas noches es más ácido, otras es suave y perfumado. Me dan ganas de besarlo para descubrir a qué saben esas mujeres a las cuales Martín sí quiere tocar, a las que les entrega su boca cada noche. Yo he vuelto al Cristo de barro negro, a la foto de mi padre. En cuanto Martín cierra la puerta para irse a trabajar, me hinco frente al altar y rezo todo el día. Ya no soy sino una sombra entre sombras. He olvidado lo que es el hambre y ya no sé medir los días: alguien tendrá que enseñarme de nuevo el nombre y el orden de los meses y de todas las cosas que pierden su importancia cuando se deja de contar el tiempo. Mañana y tarde transcurren sin que yo me dé cuenta; hasta que se hace de noche y la mezcla de olores anuncia a Martín. Entonces me paro, con las rodillas llagadas, y me acuesto para no dormir.




Gabriela Solís Casillas (Ciudad de México, 1987). Estudió el diplomado en Escritura Creativa en la Escuela Mexicana de Escritores y la maestría en Letras Latinoamericanas en la UNAM. Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la disciplina de Novela.