Kékszakállú. Del dinamismo y el placer visual
Kékszakállú
Dirección: Gastón Solnicki
Argentina, 2016
Cuando se llega a la sala de cine y se escoge una butaca para esperar que las luces de la sala se esfumen y dé comienzo la película, en la mayoría de los casos todo se convierte en una simple expectativa. A grandes rasgos, el aspecto formal, es decir, el modo de exposición o de presentación del film como obra culminada, en ocasiones no parece esconder dentro de sí algún criterio de fondo que exija algo más que una actividad pasiva del espectador. Éste no es el caso del trabajo más reciente del cineasta argentino Gastón Solnicki, una cinta que a través del montaje, la música, la fotografía y el misterio de los personajes rompe con toda linealidad narrativa.
En Kékszakállú todo inicia con un plano general en el que la perfección geométrica del encuadre despierta de inmediato la curiosidad de la mirada. Un grupo de preadolescentes y niños sube las escaleras de la torre de una pequeña fosa de clavados con la finalidad de esperar su turno en el trampolín. Inmediatamente después, el cambio de imagen envuelve por completo las pupilas que ahora se nutren de un plano general sobre el mar. En ese momento es inevitable no sentirse absorbido por el registro del mar abierto con las olas relamiendo sutilmente las costas, dejando morir sobre la arena sus últimos y delicados suspiros de espuma. ¿Cómo comprender este cambio tan brusco en donde primero se nos muestra una estructura de acero con agua aprisionada en una piscina para posteriormente deleitarnos con la libertad del mar? Si bien en los primeros minutos es imposible hacer una exégesis de tal cambio de imágenes, a partir de ese contraste Solnicki hace patente el modo en el que nos hará saber la forma de exposición de los temas abordados en el film. En efecto, el cambio de plano a plano —del registro geométrico de un edificio al plano general de un paisaje lleno de vegetación o el mar— en su mayoría será sin relación alguna aparente; en éstos el único eje rector que hace lujo de presencia es el goce estético en las pupilas. Por si esto fuera poco, una vez que el juego con el montaje ya es manifiesto, la espontaneidad en la película comienza a desenvolverse sin nerviosismo alguno cuando en el discurrir fragmentario de la cinta comienzan a aparecer una gran cantidad de personajes, de los cuales nunca sabremos a cabalidad sus nombres ni la relación concreta que los une como grupo, aspecto sutil que reitera el dinamismo con el cual el cineasta argentino intenta increpar al espectador.
Sin linealidad aparente y sin tiempo específico, entre el vaivén de caras y cuerpos sin nombre, entre planos fijos de edificios, de naturaleza y de casas llenas de opulencia construidas en lugares privilegiados, las relaciones entre los personajes jugarán un papel fundamental que permitirá divisar ciertos ejes problemáticos de interés para Solnicki. Quizá el principal de ellos es la incertidumbre que Laila, el personaje sobre el cual comenzará a recaer el peso narrativo, tiene ante su vida y su futuro. Otro eje problemático: niños y niñas nadando monótonamente, juventudes que comparten un espacio físico, un mismo sillón, un mismo cuarto, un mismo comedor, pero cuya atención está aprisionada en la pantalla de un celular o en una actitud ensimismada e indiferente. Cabe recalcar que más allá de ofrecer un juicio moral explícito, lo que el cineasta parece intentar exponer es el mayor proceso de individuación que padecen sociedades como la nuestra. En el caso de los personajes, y sobre todo de Laila, la monotonía y el vacío que expone el realizador están lejos de parecerse a la idealización con la que es concebido el dinero y los lujos que éste provee. Un momento cumbre de este tipo de situaciones es registrado cuando la hermana de Laila le restriega en la cara con soberbia que ella no forma parte de la familia (con su pareja y su hijo Lucas), discusión detonada por el intento de saber cuál es la equivalencia de la moneda nacional con relación al dólar ese día y de demostrar con pedantería quiénes son los que pagan la comida. En su afán de independencia económica, una fábrica de vasos térmicos y otra de embutidos ofrecerán a Laila una dimensión a la que tendrá que enfrentarse para descubrir el origen más oscuro de la opulencia, a saber, el trabajo fabril.
En Kékszakállú los planos generales fijos duran lo suficiente para que ningún detalle escape a la vista y, de algún modo, el espectador tenga el tiempo necesario para conectar los distintos registros y percibir su relación con el embelesamiento producido por ellos gracias al trabajo en el encuadre y los planos fijos. Por momentos, en la fábrica, los vasos térmicos viajando por largas tuberías, dando vueltas en grandes círculos en donde descansan para ser embolsados por el trabajador, recuerdan los postulados teóricos que Dziga Vertov plasmó en algunos escritos de juventud. En dichos textos, el cineasta ruso define que el trabajo que el hombre no puede concluir: por ser un animal errante, será concluido por la máquina, dando como resultado una máquina creadora. De este modo, para Vertov el complemento hombre-máquina es imprescindible en tanto susceptible de perfeccionar toda creación. Asimismo, al concebir Vertov a la máquina como un ente creador, para el cineasta soviético la cámara ayuda a que percibamos dicho proceso como dueño de una belleza formidable.1 En los planos fabriles que nos ofrece Solnicki, la belleza del proceso llevado a cabo por las maquinas es inmanente y portentoso. Sin embargo, esos mismos planos también nos permiten observar el aspecto más obscuro de la relación hombre-máquina, uno que a Laila la aterroriza, que rechaza y al que El castillo de Barba Azul de Bartók (única pieza musical manifiesta en la película) imprime un sesgo existencial impresionante. En efecto, en la fábrica las mujeres y los hombres que aparecen en escena reducen su actividad a acomodar grandes bloques de aislantes térmicos, empaquetar vasos para su venta, revisar que la mercancía no esté rota, etcétera. Es decir, la actividad del ser humano se limita a un ámbito específico y especializado que no necesita un conocimiento extra, limitándose a un saber cómo sin introducir en el proceso un saber por qué o para qué, juego de preguntas que autores críticos del capitalismo como Karl Marx ya habían anunciado en varias de sus obras centradas en analizar el naciente sistema económico de la modernidad.2
Una mirada somera daría la impresión de que Solnicki únicamente hace apología de nuestra protagonista en tanto que ella muestra una actitud rebelde, pero lo que en realidad intenta exponer es un caso específico de una generación, en el sentido de la teoría de las generaciones de Ortega y Gasset,3 un individuo que rehusa su inserción en el entramado ya tejido por la sociedad, mediante el trabajo o el estudio, y se niega a sujetarse a actividades que lo reducen a un simple ente productor y vendedor de una fuerza de trabajo.
En conclusión, Kékszakállú de Gastón Solnicki es un film dinámico en el que el regocijo óptico es formidable. La naturaleza habla, el bullicio de la piscina se desplaza libremente; el silencio, como paradoja, se vuelve audible y la ópera de Bartók entra magistralmente a escena para reiterar el vacío que los jóvenes, en este caso Laila, perciben de un mundo que parece deshumanizarse a través de ciertos aspectos que lo conforman, tales como la cotidianidad y el trabajo fabril, así como para reiterar el dinamismo que la carcome por dentro en un mundo que se le manifiesta y pretende estar estructurado y definido. En la cinta, la personalidad juega con la impersonalidad al estar presentes gran cantidad de rostros y miradas sin nombre, y los planos juegan con el espectador a tal grado que, si bien es posible sacar a la luz una narrativa que cae sobre todo en los hombros de Laila, el papel del espectador es fundamental en la narrativa fragmentaria y dinámica propuesta por Solnicki.
2 Cfr. Karl Marx, Manuscritos sobre economía y filosofía, trad. Francico Rubio Llorente, Alianza, Madrid, 2003, pp. 51-120. En este manuscrito, Marx hace referencia al salario, los beneficios del capital y los diferentes tipos de enajenación que el capitalismo produce en el ser humano mediante el trabajo.
3 “Y, en efecto, cada generación representa una cierta altitud vital, desde la cual se siente la existencia de una manera determinada.” “Para cada generación es, pues, una faena de dos dimensiones […], una de las cuales consiste en recibir lo vivido por la antecedente; la otra en dejar fluir su propia espontaneidad.” Cfr. José Ortega y Gasset, “El tema de nuestro tiempo”, en Obras completas, t. III, Revista de Occidente, Madrid, 1996, pp. 145-150.
José Eduardo Zepeda Vargas (Ciudad de México, 1991). Estudia Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Con el presente texto mereció el premio en la categoría Licenciatura del 7° Concurso de Crítica Cinematográfica Alfonso Reyes “Fósforo”.