El galeón
Estoy acostumbrado a que me ocurran cosas fantásticas con mayor frecuencia que a los demás. Hace un par de años que noto esos milagros que, al ser tan sigilosos, pasaban desapercibidos. Hasta que abrí los ojos: de noche la luna me seguía a donde quiera; los girasoles giraban hacía mí en vez de hacia el sol cuando pasaba junto al sembradío; al caminar bajo un árbol en otoño y pisar las hojas, éstas suenan semejantes a la canción de Agustín Lara que estaba escuchando antes de salir a caminar: Yo sé que es imposible, pisando una montaña de hojas amarillas, que me quieras, pisando de a una las hojas marrones. Y como ya estoy acostumbrado a ésas y a otro millón de cosas fantásticas, nada me sorprende. Por eso ya estaba preparado para lo que me ocurrió cuando, tras la llovizna, en un charco, me encontré con un busto de rostro idéntico al mío pero que, sin embargo, no era mi reflejo.
La situación fue sencilla. Era abril de un año del que no me acuerdo y que no me importa; aunque el día por supuesto que no lo he olvidado (no, no la fecha ni el día de la semana, que son cosas que carecen de importancia). Recuerdo perfectamente que había llovido, y en abril no suele llover. Después de la comida y poco antes de la cena (tampoco me interesa mucho la hora exacta), cuando el sol comenzaba a ocultarse, empezó la lluvia y no cesó hasta el amanecer del día siguiente. Salí de la casa temprano, con los primeros rayos de luz. En el suelo fluía un riachuelo estrecho, junto a mis zapatos, y, navegándolo, había un objeto brillante, dorado, con la forma de una moneda. Lo seguí. El riachuelo desembocó en un charco; justo cuando me incliné por el oro, asomó del agua una figura igual a mí y me saludó. La miré confundido, pues no había dicho palabra alguna: aquello no era más que mi reflejo, hasta que habló. En ese momento supe que era otra creatura, a la que decidí llamar “busto”, por lo poco que alcanzaba a verse de él.
Le sonreí, devolviéndole el saludo amablemente, a lo que me dijo: Ayúdame a salir de aquí, mete tu mano, toma la moneda y yo me asiré de tu brazo; llevo mucho tiempo inmerso en esta cárcel. No soy cualquier ser, con mi poder soy capaz de grandes cosas, pero quedé atrapado producto de un encantamiento, y estoy condenado a esperar a aquel que habrá de salvarme. Te suplico que me liberes de este cautiverio y aceptes este galeón como recompensa. Por favor, ten clemencia y cree en mis palabras. Cuando terminó de hablar, me reí y le contesté: ¿Sabes cuántas monedas como ésas me puedo encontrar a diario? Y me fui.
Como dije, estoy acostumbrado a las cosas fantásticas, por lo tanto, ya no creo en ellas; es por eso que pude darme cuenta, mientras el busto narraba su cuento, de que aquel galeón era de plástico.