CONCURSO 49 / No. 210
Del regreso a casa. El Espinal
Facultad de Filosofía y Letras-UNAM
Y era una cosa más de todo lo que
habíamos perdido al otro lado de la casa.
Julio Cortázar, “Casa tomada”
habíamos perdido al otro lado de la casa.
Julio Cortázar, “Casa tomada”
La casa de mis abuelos paternos quedó irreversiblemente fracturada. Ahí, en su patio, celebré mi primer cumpleaños. Pérdida total. Números rojos pintados en su fachada la condenan a la demo lición. Algunas casas no parecen estar dañadas; guardan su destrucción por dentro, sus daños son un secreto vedado a la calle. Pero la de mis abuelos no: está visiblemente destruida. Después del 7 de septiembre, Roberto Trujillo, mi abuelo, dormía en su hogar, a pesar de todo; después del 23 dejó de hacerlo, pero aún acude cada tarde a encender las luces, luces que alumbran la casa de enfrente, casa que es el reflejo de lo que pronto será la de mis abuelos: escombro. Esa casa, espejo del porvenir de muchas otras, fue una de las pocas construcciones en El Espinal que sucumbieron sin tregua ni aviso la noche del 7. Colapsó casi al instante, dejando a sus habitantes (una pareja y su hija) enterrados.
Esa destrucción fue, para mí, la primera noticia del infierno desatado. Yo me encontraba en la Ciudad de México con mi hermano y un tío paterno. Tardamos una eternidad en salir a la calle; salimos y el movimiento aún no cesaba. Vimos luces en el cielo que cerca estuve de interpretar como una señal del fin del mundo. Se fue la electricidad, pero pronto regresó. Paralizados aún, mi hermano descubre que el epicentro del sismo fue en Chiapas, en el pueblo de Pijijiapan. Eso está cerca de allá, nos decimos mi hermano y yo. Con un miedo presente pero aún lejano a la desesperación, marcamos a nuestra casa, a Mamá, a Papá, a Tía. No entra la llama da. Finalmente, nuestro tío logra comunicarse con su otro hermano (no nuestro papá), y mi hermano y yo nos callamos para escuchar lo que del otro lado de la línea sucede. ¿Es Tío Jorge? ¿Está llorando? Escuchamos juntos cómo su voz vidriosa dice “la casa de enfrente se cayó” y el miedo cae con sus toneladas de desesperación sobre nosotros y yo me imagino mi casa en ruinas y la de mis abuelos y lloro, lloro, lloro, hasta que logro comunicarme con Concepción, mi madre, y sé que todos están bien, aunque el terror invade su voz.
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Genaro González Enríquez recibe la mañana del 8 de septiembre como un alivio: la pesadilla nocturna desaparece momentáneamente con la luz del nuevo día; el final de un mal sueño abre paso a la felicidad de saberse despierto, sobreviviente.
Podía sentir que la tierra se abría. Y el sonido, ese sonido horrible. Claramente veía el sonido de una inmensa grieta que acaba con todo a su paso, acercándose a nosotros. Podía verla, podía sentir su llegada.
Tras el estupor, llega el deseo de reconocer, de dimensionar la magnitud de la catástrofe; develar lo que la no che cubría. El Espinal no está tan lastimado. Los derrumbes inminentes se pueden contar, aparentemente, con los dedos. Lo sabe porque ha visto fotos: Carlos, su primo hermano y vecino, salió en la noche a fotografiar los lugares quebrantados, los espacios donde la tragedia es innegable. Los rumores, las palabras incesantes que el pueblo dice para llenar el silencio dejado por el rugir de la tierra, hablan de Juchitán: el Palacio está en ruinas, ya no hay mercado, hay un muerto y múltiples heridos en el Bar Jardín, la iglesia de San Vicente Ferrer está al borde del colapso, varios hoteles se vinieron abajo, gente atrapada, al centro y a sus alrededores los cubre una espesa nube de polvo.
Genaro va rumbo a la tierra que los rumores construyen y destruyen. Allá tiene su librería: El Faro. Allá están también los recuerdos de su primera infancia. Va en coche con su familia, su madre y sus dos hermanas. Des-de la entrada a Juchitán (ese pueblo que ha crecido hasta convertirse en ciudad), a Genaro no lo abandona un pensamiento: esto parece una zona de guerra. Avanzan con lentitud por los caminos donde el escombro no le ha robado demasiado espacio a la calle, mirando las escenas enmarcadas por las ventanas del coche: negocios destartalados, fachadas caídas que dejan al descubierto la intimidad de las casas, la pizzería donde antaño celebraban los cumpleaños reducida a nada, al vacío. La mente de Genaro se acelera. Está seguro. Está completamente seguro: El Faro ya no existe. Doblan por Efraín R. Gómez, la calle de la librería. Lo que ve confirma sus temo res: múltiples montones de escombro se acumulan dispersos a lo largo de la calle. Se estacionan. Genaro camina. El Banamex está destruido. El Santander también. Lo mismo la inmensa casa de María La Loca. La pollería de la esquina es nada más que polvo. El Faro sobrevivió a la tormenta. También Las Espumosas, la can tina de enfrente. Los dos únicos sobrevivientes de la calle.
Genaro abre El Faro. Es la mañana del 8 de septiembre, y en el resto del día, un día desolado que se afantasma en su escombro, sólo logra vender un libro: Pedro Páramo.
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Hermas Toledo observa desde su hamaca un partido de béisbol que dan en la tele. La hamaca cuelga sostenida por dos árboles medianos; a su lado, otros tres viejos espinaleños acompañan a Toledo para disfrutar juntos del que tal vez sea el deporte más famoso en este pueblo. “Si algo se puede rescatar de todo esto que dejó el terremoto”, me dice Hermas cuando se van a comerciales, “es que la gente se reúne más, así como lo hacían antes”. El partido termina: los Dodgers le ganan tres carreras a una a Arizona, y Hermas trae orgulloso desde su casa una pelota autografiada por Fernando Valenzuela. Me la muestra.
Aquí siempre ha temblado. Siempre, desde que yo era joven. Aquí estamos acostumbrados, hasta decíamos que los temblores nos eran útiles pues nos avisaban de los cambios del clima, anunciaban que o ya venía la época de lluvias o ya se acababa. Mirábamos al cielo. En ese cielo y en las nubes podíamos encontrar señales de que iba a temblar y de que pronto se iban a soltar las lluvias. Eran avisos importantes, sobre todo para los campesinos, y yo era campesino, por eso miraba mucho al cielo. Pero cuando temblaba eran temblores pequeños, momentáneos. Temblaba y la gente al rato lo comentaba, a la hora de la comida o a cualquier hora. “Hoy tembló, ¿no? ¿Lo sentiste?” Lo platicábamos y ya, pasábamos a otra cosa, a otro tema. Pero esto es diferente. De este temblor se sigue hablando, sigue estando ahí, en medio de todas las pláticas. Hasta parece que de lo único que se puede hablar es del temblor. Y es que esto fue un terremoto. Yo tengo 77 años y nunca había vivido algo parecido. Por más que estuviéramos acostumbrados a los temblores, esto fue diferente. En la noche, a la hora de la sacudida, salimos al patio como pudimos, pero era muy difícil porque no podíamos mantenernos de pie. Yo ya estoy grande, además, y tengo problemas con mis piernas. Quería encontrar un lugar de donde sostenerme, pensé en mi árbol, pero estaba todo oscuro y no supe encontrarlo. No supe tampoco dónde estaba mi bastón. Al final terminé sosteniéndome de mi nieta, de Natalia. Duró muchísimo. Me acuerdo de una de las primeras cosas que dije cuando todo acabó. Se lo dije a mi hija: “Quién sabe dónde fue el epicentro, quién sabe qué pobre pueblo quedó destruido.” Lejos estaba en ese momento de saber que ahora nos había tocado a nosotros, que aunque no fuimos el epicentro sí nos destruyó. A Espinal no tanto, pero sí a Juchitán, a Ixtaltepec, que están bien cerca de aquí.
Fue la réplica del 23 la que yo creo le pegó bien fuerte a Espinal. Sobre todo en el miedo. La réplica del 23 sacó al pueblo a la calle. Hasta entonces todavía había un poco de confianza de entrar a la casa, de dormir adentro. Yo ahorita mejor me duermo en el patio, y muchos así le están haciendo. En la réplica del 23, que fue temprano, como a las siete o a las ocho, yo ya estaba despierto, caminando cerca de mi árbol. El movimiento me tumbó, y esta vez no encontré fuerzas para mantenerme de pie, no encontré dónde sostenerme. Mi hija me ha dicho que me ve viejo, como si la edad se me hubiera venido encima en estos días.
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La Virgen del Rosario es la santa patrona de El Espinal, y las fiestas que se hacen en su honor atraviesan varios puntos del año. En julio se elaboran las velas de cera que más tarde reaparecerán en las muchas festividades del pueblo: en las calendas, en las misas, en el paseo de flores, en los bastantes bailes. Hay que decir que los días de su manufactura son también días de fiesta. Cada pueblo de la región tiene su propio santo patrono, y cada santo tiene, a su vez, un mes en el que se le da la bienvenida en los primeros minutos.
En El Espinal es en octubre. Los primeros minutos del mes ven cómo el cielo se llena de cohetes atronadores que, más que iluminar la noche, plagan de ruido las casas espinaleñas. Para el primero de octubre, el pueblo estaba ya cargado de suficiente ruido; los cohetes igual tronaron, un poco más tímidos, avergonzados tal vez de ser allá arriba un recordatorio del ruido que se desató el día 7 allá abajo.
El terremoto trastocó la esencia de la región. Agrietó la algarabía, canceló con sus fracturas y derrumbes las fiestas de los pueblos. Las opiniones en Espinal se dividen: algunos quieren que las fiestas se lleven a cabo, como una manera de hacerle frente al triste terremoto con la alegría del baile; otros prefieren guardar el luto colectivo por los de aquí y por los de los otros pueblos, conscientes de que a las festividades de unos asisten invitados de los otros. La autoridad municipal emite entonces el comunicado que pone fin a la polémica: se prohíben las fiestas, se aconseja evitar la aglomeración de personas en un mismo punto, las condiciones no son las óptimas.
Los días 10, 11 y 12 de octubre se encontraban en el calendario como fechas para celebrar la calenda, el paseo de flores y las mañanitas a la Virgen. Aquel calendario, planeado desde hace mucho tiempo, no contemplaba el porvenir del terremoto, la funesta fecha: 7 de septiembre de 2017. El comité encargado de las festividades, cambiante y elegido con anticipación de al menos un año, decide realizar dos de esas actividades, prescindiendo de la calenda por su carácter esencial y eminentemente festivo. Luis Manuel Matus Cruz, el mayor domo este año, escribe y distribuye el siguiente mensaje del comité:
Paisanos y paisanas, no son tiempos de festejo, son tiempos de unidad y solidaridad con los que lo perdieron todo, y es por esto que hemos tomado, de manera consensuada, la decisión de llevar a cabo los eventos de los días 11 y 12 de octubre, con toda la sobriedad que amerita, pero también con todo el respeto y veneración a nuestra Virgen del Rosario, madre y patrona de todos los espinaleños.
El paseo de flores comienza a las cuatro de la tarde el día miércoles 11 de octubre, como estaba pactado. Arranca siempre en la casa del mayordomo, en este caso en la de Luis Manuel. Ahí se reúne Luis con algunos de sus fa miliares más cercanos (algunos otros se fueron del pueblo tras la réplica del 23), que cargan las velas elaboradas en julio, diez muchachas vestidas de traje regional que llevan en sus manos canastas de arreglos florales, y las Guzaanagola:1 el comité encargado de observar que las tradiciones se realicen como deben ser, integrado comúnmente por miembros destacados de la comunidad católica, por gente grande, gente que conoce.
Todos los años, el paseo reúne en su recorrido a una enorme cantidad de espinaleños, una multitud andante de cientos de personas que van por las calles deteniéndose en las cinco capillas de Espinal (San Judas, San Marcos, San Lucas, San Juan, San Mateo), donde la gente que aguardaba la llegada de las velas y las flores se va sumando a la masa del paseo, agigantando el grupo y poblando la calle. Todo culmina en la iglesia del Rosario, la iglesia del pueblo, donde se realiza una misa en honor a la Virgen.
Que el recorrido inicie conformado sólo por los que deben estar ahí, sólo por los que se comprometieron hace tiempo, es apenas la primera sospecha de lo que más tarde será evidente: jamás se había visto un paseo de flores tan vacío, tan ausente. Serpentean las calles del pueblo, deambulando con lentitud. Llegan a la pri me ra capilla, San Judas. Dos de los acompañantes del mayordomo revientan sendos cohetes de carrizo, y ni el ruido de ambos alzándose hacia el cielo logra despabilar al pequeño grupo de personas que ahí se encuentra. En San Judas, donde pocas personas esperan y nadie acompaña, donde nadie se une al paseo cuando éste se va: acción que se repetirá sin excepción en las cuatro capillas restantes.
La única música que el paseo regala a los oídos del pueblo es el sonido uniforme y repetitivo de los zapatos topándose con el piso. Todos los años, la banda musical acompañaba al paseo de flores interpretando las canciones propias del recorrido: “Los plateados”, “El son Calenda” y, sobre todo, “El son de la Virgen del Rosario”. Ahora el silencio con el que avanzan las flores y las velas hechas desde julio acentúa la ausencia de entusiasmo con la que el paseo desesperadamente busca llegar a la iglesia del Rosario.
Como las cinco capillas están ubicadas en diversos puntos del pueblo, abarcándolo casi en su totalidad, el recorrido del paseo es también un encontrarse de frente con la realidad cuarteada de Espinal, y así uno sorprende a los acompañantes de Luis y a Luis mismo alzando la vista para ver un espacio vacío, ahí donde la memoria tenía construido algo en concreto.
Finalmente llegan a la iglesia. Ahí unas veinte señoras mayores esperan sentadas en sillas de madera. Están afuera del templo, en el patio. Delante de ellas, la iglesia exhibe en la cima de uno de sus dos campanarios una cruz ladeada que aparenta estar a punto de caer. Su fachada muestra dos o tres cuarteaduras que advierten a los feligreses de no entrar en su templo. La imagen de la Virgen del Rosario es la protagonista del paisaje; la sacaron de la iglesia para ponerla al centro de la misa, que se efectúa sin sobresaltos en esta tarde espinaleña en la que el pueblo parece un pueblo fantasma, apenas avivado por el ruido de unos cuantos cohetes.
Puedo imaginarme a las Guzaanagola conversando entre ellas, al final del día, sin saber muy bien si la tradición se encarnó en su tierra como debe ser.
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Genaro González Enríquez y su familia se sientan a desayunar la mañana del 23 de septiembre. Es temprano. La mesa está repleta de tamalitos de elote, crema, camarones, totopos, café y pan. Algo los interrumpe, algo detiene el ritual matutino tantas veces realizado en aquella cocina. Está temblando, es una réplica más. Al menos eso parece. Dudan en salir o quedarse sentados, entonces vuelve a hacerse de noche y Genaro y su familia corren hacia el patio y descubren asustados que no, que afuera es de día, que las pesadillas también ocurren a plena luz, que el terror nocturno de aquella maldita noche del 7 está de vuelta aquí, en todo su esplendor.
Eso fue demasiado. Ahí me di cuenta de que no iba o poder seguir viviendo aquí. Volver a vivir ese susto de muerte, pasar otra vez por el miedo cuando apenas estás tratando de regresar a la normalidad. Apenas dos noches antes habíamos tomado la suficiente confianza para regresar a dormir dentro de la casa. Pero después del 23 yo ya no aguanté. Entre todos decidimos irnos, ese día tu papá salía rumbo a Oaxaca para verlos a ustedes. Decidimos irnos con él. Era demasiado. ¡Y no dejaba de temblar! Cada dos minutos temblaba, ¿qué es eso? ¡Eso no es natural, no está bien! Parecía una broma, un chiste, como si alguien se estuviera burlando de nosotros: no podíamos entrar a la casa, entrábamos y se cimbraba. Salíamos, esperábamos un rato y veíamos que no temblaba, entonces agarrábamos valor y volvíamos a entrar y temblaba otra vez. Era un chiste, en serio. No sabía bien si reír o llorar. Pero teníamos que entrar a la casa, recoger algunas cosas, no podíamos irnos a Oaxaca sin nada. A mí me dio tiempo de tomar algo de ropa, mi cepillo, mi teléfono y mi Biblia. Aunque de ver dad no daba tiempo para hacerlo todo de una vez porque temblaba cada dos minutos. Mis nervios estaban alterados y también tenía hambre. Cada vez que entraba a la casa veía la comida que dejamos en la mesa y me daba mucha tristeza. Cuando salimos de la casa a la calle, para ya irnos de aquí, vi a “Oso”, el vecino de enfrente. Su casa es de tres pisos y se dañó gacho desde el 7, habían estado durmiendo en su patio y con lonas. Lo vi asustadísimo, como nunca. Tenía lágrimas en sus ojos aunque todavía no lloraba. ¿Te imaginas? Estás ahí y tu casa de tres pisos se te puede venir encima en cualquier momento, en cualquier réplica.
Íbamos en el carro y yo sentía que en los lugares por donde pasábamos se iba abriendo la tierra, como en una de esas películas de desastres. Cuando pasamos por Tehuantepec me sentí muy raro por todo lo que veía desde la ventana: nada. La gente estaba completamente normal, demasiado normal. No podía creer que yo estaba viviendo el miedo más grande de mi vida y que toda esa gente estuviera como si nada, yendo al mercado, comprando fruta, subiéndose a un mototaxi. Era como si en Tehuantepec no hubiera pasado nada. Yo me iba acordando de mi casa y de la mesa con toda esa comida que habíamos dejado, listos para desayunar.
Cuando salimos de Tehuantepec y entrábamos a la carretera que nos lleva hacia Oaxaca, yo rompí el silencio en el que me encontraba, y le dije a mi familia: “Voy a llorar.” Y lloré todo el camino, todo, hasta llegar a Oaxaca.
Sólo un motivo provocará que Genaro y su familia regresen de su exilio: su cita con un entierro.
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Lirio Alba habría regresado a su casa a morir si el terremoto no se hubiera arraigado en esta tierra. Ante la inminencia de la muerte, ése fue su último deseo: regresar a El Espinal y desaparecer ahí. El viaje estaba pre visto, pero fue postergado una y otra vez ya no sólo ante el suceso del 7, sino después de constatar que aquél continuaba extendiendo sus sombras día tras día.
La enfermedad fue para Lirio y su familia el peor de los desastres, más allá de los sismos, más allá de los tiempos cimbrados. Se encontraba desde hace meses en Veracruz, recibiendo tratamiento médico para combatir el cáncer. Lirio entraba y salía del hospital, pero la mayor parte del tiempo la pasaba en la casa veracruzana de uno de sus cinco hijos. La noche del 7 la encontró dormida, casi ausente: ni el fuerte movimiento telúrico la arrancó de su sueño, un sueño que encontraría su fin el 14 de octubre por la tarde.
El domingo 15, Lirio retorna a su casa en coche acompañada de su esposo y sus cinco hijos, que desde Vera cruz vienen cuidando el cuerpo de su esposa y madre. En El Espinal, en el umbral de la casa Alba, los demás familiares y conocidos esperan su llegada; todo está preparado: las sillas de madera, los tamales, los arreglos florales, la caja fúnebre. Cuando llegan, se desata un estruendo más doloroso que el estallido nocturno del 7: el grito de una de las hijas de Lirio, que desaforada mente llora; lo único que quería su madre era retornar a su tierra.
Durante el velorio, las mujeres se encuentran dentro de la casa y próximas al ataúd rodeado de flores; los hombres habitan un amplio círculo de sillas colocadas en el patio, donde hace más de un mes Genaro y su familia rezaban por sus almas. Ahí se escuchan las voces y murmullos que pasan de recordar a Lirio a decir lo único que últimamente se puede decir en estas tierras.
—El 7 fue horrible, pero para mí lo peor fueron las réplicas del 23, porque no dejaba de temblar y llegué a imaginarme mi vida así, siempre temblando.
—No puedo creer lo que sucedió. ¿Por qué aquí?
—Yo pienso que el terremoto del 7 sí pasó, pero que todas las réplicas que vinieron después no son réplicas sino explosiones: han de estar dinamitando los cerros de Comitancillo e Ixtepec en busca de oro, porque dicen que ahí hay oro.
—Yo escuche que está naciendo un volcán en Nizanda.
—Salí a ver los pueblos. Juchitán es Hiroshima… Ixtaltepec es Nagasaki.
—¿Cuánto tardaremos en reponernos?
—Estaba en mi casa allá en Juchitán y me quedé dormido viendo la tele. Todo se movió y escuché un ruido horrible, no entendía qué estaba pasando. Vivo solo, mi esposa murió hace dos años, pero mi hija vive con su esposo y mi nieta aquí, en Espinal, a dos cuadras. Cuando la tierra se detuvo, corrí a mi carro y manejé tan rápido como pude para acá, quería saber si mi hija y mi nieta estaban bien. Salir de Juchitán fue un problema, todo era un caos y estaba oscuro, las luces de mi carro iluminaban todo. Llegué a Espinal asustado por todo lo que había visto, pero el miedo más grande fue ver la casa de mi hija totalmente destruida. Nadie murió, gracias a Dios, pero todos quedaron muy lastimados, estuvieron en el hospital y todavía se recuperan.
“¿Dónde está la casa de su hija?”, le pregunto a Javier, el dueño del último testimonio. “Sobre esta misma calle, a dos cuadras, enfrente de la casa del ingeniero Trujillo.” Y en ese momento pongo rostro y nombre y contexto al primer avistamiento que tuve del infierno desatado en mi pueblo.
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Las calles de Espinal nos ven caminar la mañana del lunes hacia la iglesia de la Virgen del Rosario. El patio está lleno, son las ocho de la mañana y la misa transcurre fuera del templo con la interrupción de los llantos y una leve réplica que nos abre a todos un paréntesis de alerta en medio de la tristeza.
A la marcha fúnebre se le une la banda del pueblo en el momento en el que salimos de la iglesia rumbo al panteón. Interpretan “Amor mío”, de Álvaro Carrillo. Mientras camino, una escena de mi infancia acude a mi mente: me acuerdo de Gaspar, el esposo de Lirio, dando vueltas por el patio de su casa, vestido de guayabera blanca y pantalón de lino café, silbando una melodía extraña a mis oídos que sin embargo me agrada. Jamás olvidé esa música, y hoy la reconozco en los instrumentos que acompañan el último recorrido de Lirio por las calles de su pueblo.
El derrumbe emocional comparte escenario con el derrumbe físico de algunas de las casas que se encuentran de camino al panteón. Llegamos. Descubro que el panteón sigue en pie, que sus coloridas casas mortuorias resistieron con dignidad aquella noche. Sólo su entrada principal está lastimada, y como ésta incluye el techo que da protección a los féretros que se preparan para escuchar las últimas palabras que los familiares y los amigos tengan que decirle al difunto, el ritual se realiza afuera del panteón, en la antesala de su llegada.
Avanzamos por ese laberinto de senderos que es el panteón. Nos detenemos frente al vacío abierto en la tierra. “Amor mío” suena más fuerte que nunca, mientras el ataúd baja lentamente hacia su última morada, hacia el encuentro último de Lirio con su pueblo.