Nuevos Ecos del 68 / No. 211
Trébol de nueve hojas
En 2012, la Ruta de la Amistad dejó de ser ruta y se volvió un nudo. Nueve de las diecinueve piezas que la conforman cambiaron su lugar de residencia al trébol vial de Insurgentes y Periférico. Esa mudanza concretó el olvido de su pasado, fue un borrón y cuenta nueva de su historia olímpica, producto de un proyecto de nación fallido. El Gobierno del Distrito Federal decidió, como consecuencia de la construcción de la Autopista Urbana Sur, darle fin al concepto original planeado por Mathias Goeritz: presentar las esculturas, de artistas de múltiples países, de todos los continentes, con un kilómetro y medio de distancia entre ellas; dejar que sus formas y colores pintaran diversos escenarios de la ciudad: roca volcánica, árboles, concreto. Ahora las nueve exiliadas reposan en lo que algunos llaman eufemísticamente “reserva ecológica”, que no es nada más que una serie de pequeñas islas de pasto deprimido, con avenidas enormes como ceñidor. Siendo una norteña (del norte de la ciudad) empedernida, no conocía estas piezas. Vamos, no sabía siquiera de su existencia. Justificaré mi ignorancia al decir que crecí en una casa en la que el 68 sólo resonaba a sangre, no a atletas rompiendo récords, ni mucho menos a esculturas monumentales de colores funky.
Con el 50° aniversario del 68 a cuestas, decidí corregir esto. La mejor manera era hacer un recorrido al sitio de cautiverio de los monumentos olímpicos. El plan era seguir el orden que el todopoderoso Internet me dijo que tenían originalmente, pero, al llegar ahí, me di cuenta de que eso equivalía a hacer zigzag, dar varias vueltas, teletransportarme, brincar dos veces y, seguramente, perderme en un terreno no mayor a la Facultad de Filosofía y Letras. Ante lo fútil de la misión, preferí cambiar el orden por el azar, tal como parecen haber hecho los encargados de reubicarlas. Sabía que era una visita más simbólica que nada, pues, por su tamaño, las obras son imposibles de apreciar sin cierta distancia. Finalmente, estaban pensadas para algo así como el turismo automovilístico. Yo no tengo un auto y mi presupuesto y cordura me piden que no adquiera uno en mucho tiempo, así que la primera parada de mi Ruta de la Amistad la hice desde el andén del metrobús. Seguramente ya había visto la pieza que se me presentaba al otro lado de la calle en alguna de mis muy esporádicas visitas a ese lado de la ciudad. Era Las Tres Gracias, de Miloslav Chlupáč. Las columnas irregulares, hechas de concreto, dos en rosa y una morada, se yerguen hieráticas con un ojo hacia la barda del Centro Comercial Perisur y otro hacia el Metrobús. Dan la impresión de que están a punto de saltar de un trampolín de cara a la avenida. Me transmiten una sensación de vértigo, y a la vez irradian una especie de luz rosada que pinta el contexto gris. Además del cambio de código postal, las columnas estrenaron benefactor. Si inclinamos tantito las tres líneas desde su vertical perfecta, se empiezan a parecer al logotipo de cierta marca de ropa deportiva. Quizá por eso —seguramente— Adidas las “adoptó” y ahora les da mantenimiento.
Ya en la árida esquina que las alberga, pienso que, en muchos sentidos, ése era el destino promesa de México 68: el año de las primeras olimpiadas de Latinoamérica. Las olimpiadas, además de ser un maravilloso muestrario de lo más alto del espíritu humano, son un negocio. Un producto mercadotecniable que genera derrama económica de millones, así como un patrimonio de identidad cultural considerable. Podemos decir, a la distancia, que las únicas olimpiadas que México ha albergado son un fracaso en ese segundo sentido. La sangre pesa más que el fuego. Los gigantes de concreto que Goeritz quiso legar a la urbe se deterioraron junto con el recuerdo, incómodo para algunos cuantos, doloroso para muchos, de ese octubre del 68. Las olimpiadas no se volvieron un producto cultural porque nunca existirán por sí mismas, aisladas de los hechos violentos que sirvieron de fondo y de pintura a sus momentos de gloria. Quizá por eso tuvieron que pasar años antes de que alguien volviera la mirada a las masas enormes, brillantes, en espacios cada vez más atiborrados de cosas y personas. La restauración ha sido gradual, en distintos momentos para cada integrante de la logia de concreto.
Hay que decir que la Ruta de la Amistad tuvo un comienzo accidentado. Aun antes de que la masacre de Tlatelolco tirara para siempre una sombra sobre el proyecto monumental de Mathias Goeritz, los problemas en la planeación y realización del conjunto fueron múltiples. Conseguir artistas que se acoplaran a las características propuestas: abstracción, concreto y gran tamaño, era mucho más complicado de lo que parecía, especialmente en África. Luego estaba la planeación. El proyecto de Goeritz era una franca utopía: introducir el arte como elemento integral de la planificación urbana. Las obras serían una línea conductora de sur a norte, por zonas con poco desarrollo urbano.
Bebo de mi jugo de naranja, que ya sabe un poco a tepache, mientras me dirijo a Reloj Solar, mi siguiente parada, que da una buena idea de la propuesta de Goeritz, así como de su fracaso. De la autoría del polaco Grzegorz Kowalski (tuve que hacer copy-paste de esto), el Reloj está constituido por una serie de figuras cónicas de distintos tamaños en tonos amarillos, rojos y ocres. Los colores, masas y ángulos de las figuras pasan ante los parabrisas de los automovilistas que transitan por la Avenida Insurgentes y crean efectos visuales. La Ruta de la Amistad era una apuesta por una arquitectura urbana que incorporara los automóviles en ella. Las obras impregnarían de plástica a la ciudad y ésta se colaría en los autos de un orbe móvil. En palabras de Goeritz:
El entorno del hombre moderno se ha ido haciendo cada vez más caótico. El crecimiento de la población, la socialización de la vida y el avance tecnológico han creado una atmósfera de confusión… Como consecuencia, hay una urgente necesidad de diseño artístico enfocado a la ciudad contemporánea y a la planeación de vías públicas. El artista, en vez de ser invitado a colaborar con los urbanistas, arquitectos e ingenieros, se queda a un lado y produce sólo para una minoría que visita las galerías de arte y los museos. Un arte integrado desde el inicio del plan urbano es de gran importancia en la actualidad. Esto significa que la obra artística se alejará del entorno del arte para el bien del arte y establecerá contacto con las masas a través de la planeación total.
Esa “planeación total” no fue tan total como el artista pensaba. Pronto, la ciudad rebasó a la obra de arte. Jamás llegaron las áreas de comunidad que el escultor creyó que surgirían a raíz las esculturas. No se volvieron tampoco centros de turismo automovilístico, precepto ya de por sí elitista. La deformación del objetivo de Goeritz corresponde a la deformación del proyecto de una ciudad como un ente creador de convivencia. Basta con ver el Centro Comercial Perisur, vecino incómodo del trébol. Miles de personas reunidas con el solo fin de consumir. Los centros comerciales, en muchos sentidos, usurpan la función de los espacios públicos. Así parece pensarlo también la Ciudad de México, que prefiere por mucho invertir en centros comerciales (véase en El País el texto de Horacio Urbano “Centro comercial, ese usurpador del espacio público”) o en centros comerciales que andan felizmente disfrazados de espacios de convivencia (te estoy hablando a ti, Corredor Cultural Chapultepec), que en plazas públicas.
Caminar entre los conos es una experiencia inhóspita, en gran medida porque el contexto vial y las piedras que tapizan el suelo parecen pensados más para un cactus radiactivo que para un humano. La siguiente parada de mi ruta es El Ancla, que, aunque reposa en las mismas rocas, tiene la ventaja de contar con más humanos a su alrededor, es decir, no está aislada como las otras. Su localización en un paso peatonal así lo pide. En mis notas veo que no me alcanzó la capacidad plástica para describirla, ni siquiera in situ. Voy a evitarle al lector la pena de leer mi descripción. Presento la oficial: “El Ancla es una escultura con forma de un gran disco interrumpido por un elemento más pequeño formado por líneas curvas que prácticamente se inserta en el mayor”. El autor es el suizo Willi Gutmann, que la pintó originalmente de morado con verde, pero ahora, gracias al cielo, retumba de un color azul apagado, mezcla perfecta con la vegetación temeraria que cohabita ahí, vecina del concreto.
La manera en que la escultura se jala contra el suelo me remite a la mudanza del conjunto. ¿A qué se puede anclar algo o, para el caso, alguien, en una ciudad como ésta? Ciudad que, como dice Bernardo Esquinca, tiene vocación de palimpsesto, con más capas que una cebolla.
La pregunta sigue volando en el aire caliente, mientras arriesgo mi integridad física cruzando el Periférico. Me recibe el Hombre de Paz. Casi me siento tentada a reír al ver el título de la obra. Uno de los motivos por los que, contra todo pronóstico, México fue elegido como sede de las olimpiadas, fue su neutralidad con respecto a los dos bloques enfrentados en la Guerra Fría. Goeritz quería que su ruta fuera una comanda de paz, un grito por la unión de las naciones. El eslogan de los juegos de ese año hacía eco a la afirmación: “Todo es posible en la paz”. La ironía histórica resuena en las esquinas del bloque de concreto blanco, con dos más montados en su cima. Arriba, una mano o una paloma, dependiendo del ángulo en que se mire, culmina la pieza. Desde donde estoy, no se ve de ninguna manera: el tamaño me deja de frente a los bloques de abajo. Costantino Nivola, previsiblemente italiano, no pudo resistir la tentación nacionalista de embutir los colores de su bandera en la estatua: las líneas rojas y verdes rompen el blanco del fondo. Los ojos se me enredan en estas líneas que hacen mímica de unos tenis Panam, como los que llevaba en la primaria y aún me hacen tener pesadillas con temática de tabla gimnástica.
A unos cuantos metros de distancia vive el siguiente miembro del grupo, Señales, de la mexicana Ángela Gurría. La escultura está conformada por dos gigantescos cuernos que apuntan al cielo. Uno es negro y otro es blanco: la primera olimpiada en que África participó junta. O casi junta, dado que Sudáfrica quedó fuera por aquel detallito del apartheid. Encallados entre rocas volcánicas, los dos colmillos prehistóricos parecen una erupción de la que sólo puedo ver la base. Los dieciocho metros de altura no dan tregua a una espectadora de a pie. Originalmente, Goeritz acomodó los tamaños de las obras propuestas de acuerdo con el lugar donde estarían colocadas. Algunos escultores vieron esto con disgusto, pero él tenía claro que el proyecto era un conjunto armónico que debía crear efectos visuales a juego con el entorno.
Si te paras entre los cuernos, verás que enmarcan involuntariamente un edificio atrás. Una “torre” de cristal, de esas que pululan por la ciudad desde hace un par de décadas. Mi horizonte quedó coloreado por la fealdad de la construcción y decidí moverme a la siguiente pieza. Al otro lado de la salvaje avenida, veo una estructura cinética. En escalonado desplante, el Muro Articulado gira sobre su eje amarillo. Da la impresión de un giro, quiero decir, porque en realidad es tan sólida y tan pesada como el resto del conjunto. Al igual que en otras piezas, la sensación de ligereza logró conquistar al concreto. Para Goeritz, esta pieza del austriaco Herbert Bayer es la que mejor entendió la movilidad que debía proyectar al automovilista. La luz del sol hace sombras que, imagino, deben moverse con tu trayecto, bajar los peldaños en espiral.
El arte de Goeritz fue repudiado por Siqueiros y Rivera, en una clásica disputa de “mi arte es el verdadero arte y el tuyo no sé qué sea”. Reproduzco un pedazo de la carta abierta firmada por ambos y publicada por el Excélsior, porque no tiene desperdicio:
[Goeritz] Se trata de un simple simulador, carente en absoluto del más mínimo talento y preparación para el ejercicio del arte del que se presenta como profesional. No es autor sino de imitaciones malísimas y débiles, o bien de obras de artistas europeos o del arte prehistórico del periodo glacial, y en ambos casos no realiza sino lamentables caricaturas de lo que toma como modelo para fabricar “arte” de la más vil calidad comercial “a la moda” con el propósito de sorprender a los nuevos ricos aprendices de snobs incapaces de distinguir la calidad de lo que adquieren o elogian. Individuo que representa, en suma, todo aquello que es contrario a la alta tradición y desarrollo del arte de México y su cultura nacional.
Lo abstracto era “antimexicano” y no comunicaba las verdades del alma humana. Hay que recordar que, años antes, Siqueiros ya había proclamado: “No hay más ruta que la nuestra.” Me puedo imaginar al muralista setentón aventando una taza de café mientras se entera de que la nueva ruta, literalmente, sería la de Goeritz.
Había, sin embargo, un centro común en ambos proyectos. El del muralismo tenía en gran medida como centro un arte que las masas pudieran apreciar. Que saltara de los museos a los espacios públicos y fuera punto de debate. Al pie de la mole amarilla me pregunto qué tanto el arte en general es capaz de hacer esto en un país donde la educación artística es un privilegio de muy pocos. Proyectos como el de Goeritz y el de los muralistas, cada uno desde su particular percepción, son un contrapeso al espesor gris de las ciudades, pero, sin esta primera parte, sus funciones difícilmente pasan de ser decorativas a lo mucho; a lo poco, ignorables.
A estas alturas, ya me duele la cabeza por el sol, el ruido y el smog que estoy inhalando de a litros. Me acuerdo de mi amiga que me advirtió no venir. “Mejor velo en Google Earth.” La siguiente pieza que veo me hace pensar que a lo mejor sí era buena idea no salir de mi casa. Se llama México y el escultor es el catalán Josep Maria Subirachs. Es una especie de cruz cuyo eje son dos pirámides que se unen por la punta, atravesada por una tira (el palito de la t) con figuras que, supongo, quieren ser grecas “muy mejicanas”. Me transmite una sensación poco agradable. Es además gris, como una oda al asfalto que le sirve de fondo. Esta pieza se llamó originalmente La Cruz de España. Un título por demás conflictivo, así como el hecho de que esta obra no perteneciera al conjunto original. Fue una iniciativa privada de los españoles residentes en México que se construyó después que todas las demás. Según Subirachs, la pirámide de abajo es la representación de una prehispánica, mientras que la de arriba es el encuentro con España. Una nota de la época, publicada en El Universal, retrata la obra en su lugar original:
De una sola pieza, la escultura de Subirachs se levanta esbelta en el mero corazón de las instalaciones olímpicas. En el cruce del Anillo Periférico y de la Avenida de los Insurgentes, en las proximidades del complejo olímpico de alojamiento y de la Ciudad Universitaria, donde se localiza el “Estadio Olímpico”, la escultura de Subirachs será contemplada por millares de ojos… Basta ver su estructura para identificar de inmediato su auténtica concordancia dentro del paisaje.
Desde su diminuta esquina casi sombreada por el segundo piso del Periférico, la cruz sigue siendo vista por millares de ojos, aunque probablemente pocos la observen. Al final, la mirada de la ciudad está puesta en cosas prácticas, especialmente en arterias viales tan relevantes como éstas. Nos movemos de un lado a otro sólo para transportarnos. La pérdida del espacio público es eso: la imposibilidad de percibir las calles como más que lugares de tránsito. Esto hace que los elementos de la ruta se sientan planos contra el entorno. No sucede tanto así con monumentos como la Victoria Alada (aka Ángel de la Independencia) que tienen sus propias plataformas para mostrarse. Son parte integral (pensado como integración) de su contexto.
Cruzo la calle. Frente a la ominosa cruz está el sol de Kiyoshi Takahashi. Dos esferas a las cuales se les han eliminado dos cuartos. La descripción oficial dice que: “A partir del efecto óptico de la velocidad con la que los autos transitaban sobre Periférico y la utilización de los espacios descritos de la escultura, el autor logró proyectar el efecto de dos Sol completas (sic) girando sobre su propio centro.” Su nueva localización parece permitir aún el efecto. A pesar de eso, a estas alturas ya me resulta evidente que la condensación de la Ruta de la Amistad a un espacio tan pequeño y la imposibilidad de ver las piezas una después de la otra, sentir los cambios que sus colores y formas impregnan al aire, hacen que la reubicación de las esculturas sea la forma perfecta de seguir olvidándolas.
En parte por el modo en que están localizadas, yo misma casi me olvido de la última pieza. Janus aguarda, tan discreta que es invisible. Un listón negro de asfalto, preludio de un nudo que no se concreta. Es una obra del australiano Clement Meadmore. Jano es la deidad romana de dos caras, símbolo que nomino como representante de la Ruta de la Amistad completa. De un lado, las olimpiadas y la gloria; del otro, la sangre y la ignominia. De un lado, el arte; del otro, la ciudad que sucede impávida ante él. Jano es el dios de los comienzos y los finales. Las olimpiadas se terminaron el año mismo que sucedieron, pero la masacre de Tlatelolco parece existir en el continuum de desventuras nacionales. Todavía hoy, cada 2 de octubre, el grito tunde las calles y aglomera el grupo consonante de injusticias, desde el 68 hasta el 43. Ante eso, las esculturas quedan sumergidas en el ruido de los autos. ¿Habrá habido algún deseo subconsciente de esconderlas? O quizá sólo una planeación urbana que siente que puede prescindir del arte, que se vuelve incómodo porque debe existir, pero no sabemos dónde ubicarlo. Me imagino a los encargados de esa misión, cuando se construyó el segundo piso del Periférico y comenzó la diáspora de concreto. En una ciudad sobrepoblada, sobreconstruida, sobrehundida, ¿dónde ponemos este jodido grupo de nueve obras que nos estorban porque, ostensiblemente, se están degenerando por la construcción de esto que sí necesitamos, porque requerimos más espacio para lo que sí importa: los autos? Encontrémosles un rinconcito por ahí, donde no estorben, pero en donde parezca que sí hicimos un esfuerzo por darles su espacio.
Las dos puntas chatas y negras de Janus, los extremos del listón, tienen un paralelo en la que es, sin duda, la primera intervención en la historia de la ruta. Las Tres Gracias fueron pintadas con consignas, días antes de su inauguración, en respuesta a la invasión de la URSS sobre Checoslovaquia. Mientras la ruta trataba de celebrar la hermandad de todas las naciones, el mundo de los turbulentos años sesenta seguía demostrando que ésta era una afirmación por mucho ilusa. Los movimientos sociales de los años sesenta tomaban las calles. México ordenó su ciudad, construyó unidades habitacionales y estadios, puso esculturas de colores, organizó unas olimpiadas ejemplares, pero, debajo de las capas de pintura, un descontento social muy justificado seguía hirviendo. Los grafitis que inauguraron las Gracias lo pusieron de manifiesto.
En esta caminata se permiten digresiones. Los móais de Rapa Nui (Isla de Pascua), esos monolitos gigantescos cuyas cabezas sobresalen de la tierra —donde sus cuerpos reposan hundidos— fueron, a lo largo de la historia, robados por múltiples actores, especialmente los ingleses. El móai llamado “El amigo robado” (Hoa Hakananai’a) es la mejor muestra de ese periplo que, más que físico, es cultural. A bordo del barco inglés HMS Topaze, llegó a Londres. Afuera del British Museum vio caer bombas en la Segunda Guerra Mundial, después miró la oscuridad de un sótano y luego fue parte de la exposición A History of the World in 100 Objects. El buen amigo fue relevado de su posición animista de antepasado de una sociedad, y pasó a ser un objeto histórico. Lo volvieron pasado en vez de presente. La lucha que los rapanuenses llevan a cabo desde hace años para recuperar a sus móais da cuenta del valor que para esa civilización tienen las obras de piedra. Son arte, pero también son religión. Mucho se ha escrito ya sobre la pérdida de sacralidad del arte y la función de los museos como creadores de esa sacralidad, pero este caso en particular da cuenta de exactamente lo opuesto: el museo como asesino del ánima de una obra. Ante la Ruta de la Amistad, veo que la intención de Goeritz era crear esa sensación de alma, ese centro que la ciudad dispersa encuentra difícil de localizar. Hacer que el arte fuera un corazón palpitante, distribuidor de sangre para los miembros cansados de la urbe. Los móais fueron investidos por su gente del poder que la Ruta pudo haber tenido, pero que no concretó. Ahora, las piezas relegadas al incómodo estatus de “regalo de un amigo que hace mucho no veo pero que no puedo tirar” están tan aisladas y desprovistas de sentido como el pobre “amigo robado”.
Ya sin sol en la cabeza, es tentador imaginar un universo paralelo donde el proyecto de Goeritz triunfó. Donde cada pieza, con sus horizontes diversos, roca volcánica, campo, árboles, es actor en una sociedad cohesionada. Donde el 68 es sólo el año en el que hordas de atletas inundaron la Ciudad de México, el primer año en que África participó como una sola, el año en que Enriqueta Basilio se convirtió en la primera mujer en encender la Antorcha Olímpica. Tentador, pero imposible. No sólo porque el 68 es, primero que nada, el Año de la Masacre, del 2 de octubre que no se olvida; sino porque, además, la sociedad mexicana dista mucho de ser la utopía que Goeritz imaginó. Sin embargo, con los pies hasta los tobillos en sangre, la ilusión del arte perdura a la temporalidad móvil y violenta.
Aura García-Junco (Ciudad de México, 1988). Escribe narrativa y ensayo. Estudió Letras Clásicas en la UNAM. Ha sido becaria del programa Jóvenes Creadores del FONCA, de la Fundación para las Letras Mexicanas y de la residencia Under the Volcano. Su primera novela, Mecanismo dentado, se publicará en 2018 en el Fondo Editorial Tierra Adentro.