Jóvenes escritores zacatecanos / No. 213
Zacatecas, Zacatecas, 1985
La única cosa importante en la vida son
las huellas de amor que dejamos atrás cuando
tenemos que dejar las cosas sin preguntar y decir adiós.
ALBERT SCHWEITZER
Todos sabemos que nadie escapa de Ella. Algunas veces aparece de improviso; otras, da avisos de su llegada. Muchos se preparan para su visita. Otros se resisten, se esconden, cierran puertas, ventanas, cualquier entrada; Ella, audaz, tarde o temprano encuentra al elegido. Entonces, la única opción es viajar a donde indique, sin que importe el rastro de angustia y dolor de quienes siguen esperándola.
He visto antes ese rastro, pero nunca tan cerca como aquellos días. Me encontraba en la oficina, leyendo el periódico y disfrutando del primer café de la mañana. Diario, desde hace un año, a las 9:00 a. m. recibía el mismo mensaje: “Amaneció bien, sigue mejorando. Te envía saludos.” Sin embargo, aquel día esa breve línea fue desgarradora: “Lo encontramos rígido en el piso de su habitación.” Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Conduje hasta la casa del abuelo. Un grupo de personas se encontraba en la puerta esperando la llegada de los ministeriales. Unos se limpiaban las lágrimas, otros se abrazaban, los de mayor edad hacían llamadas telefónicas. A pesar de la quietud, mi corazón latía rápido, muy rápido.
Antes de poder entrar, llegó una camioneta blanca y de ella bajó un hombre alto, moreno, mal encarado, con el ceño fruncido. Era el agente ministerial, con libreta en mano y actitud prepotente tomó nota. Primero datos generales: edad, enfermedades, familiares, testigos. Luego escribió la declaración de quien descubrió el acontecimiento. Finalmente, sin encontrar muestras de que se tratara de un crimen, se retiró del lugar pidiendo llamar a un médico legista para dar fe de las causas del suceso. No puede culparse a una hemorragia digestiva de homicidio.
No era mi obligación entrar, pero la curiosidad, amiga del temor, movió mi cuerpo. Al contrario de lo que el agente opinaba, yo creía que en esa ocasión Ella se había convertido en un verdugo cruel, salvaje, despiadado. Como todas las noches, él se encontraba solo. Dormía. Tal vez soñaba. Ella llegó inesperadamente, él no pudo llamar a nadie. Al final, quizá cansado de luchar por más de un año, abdicó de la vida.
La escena parecía de película, había huellas del combate por doquier: sangre seca en las sábanas y las cobijas, en el colchón, en el piso, en la pared, en la manija de la puerta, en su ropa, en una cubeta que usó para vomitar; pude imaginarlo hincado, aferrado a esa cubeta.
Salí al patio. El aire era más pesado que de costumbre, parecía no entrar a mis pulmones. Una, dos, tres respiraciones profundas y volví adentro. Los deudos presentes actuaban como máquinas ensambladoras automáticas: cambia su ropa, jala aquí, mete allá, limpia, quita, guarda, tira. Fue difícil estar en su casa y hacer las cosas sin él, sin su supervisión. Su ausencia era abrumadora.
Mientras buscaba en el ropero una de sus mejores corbatas, el olor a naftalina me transportó a la infancia, cuánto me emocionaba ir a esa casa, abrazar al viejo, oler su característico aroma a mentol y admirar su corpulenta figura balanceándose en la mecedora bajo la sombra de un moral, mientras ordenaba, con gesto rudo y voz grave, una taza de café y un cenicero. Después de encender su primer cigarrillo, empezaba a contar sus largas y fascinantes historias de juventud.
A pesar de la rigidez que ya presentaba, su piel aún era suave, delicada. La boca entreabierta mostraba rastros de la batalla, en las hendiduras de los labios podían verse pequeñas manchas de un rojo bermellón. El cabello, apenas recortado una semana antes, estaba intacto, limpio y plateado como siempre. Los ojos entreabiertos veían sin mirar. Si no fuera por la frialdad de su cuerpo, nadie sospecharía su muerte. Después de morderme los labios y apretar mi corazón lleno de remordimientos por las visitas no realizadas, las llamadas nunca hechas, las historias no contadas, besé, aquella mañana, por primera y última vez, su ya marchita frente.
Quizá, inmersos en una fase de negación ante lo ocurrido, los presentes continuamos ese día con nuestras actividades cotidianas, mientras disponíamos al viejo para la despedida, pero ¿cómo despedirse del marino cuyo barco ya ha zarpado? Aquí es costumbre hacer un ritual para simular un adiós. Una reunión parecida a una fiesta aburrida, donde se reencuentran personas que no se han visto en años y donde se recuerda cómo era el festejado en sus mejores tiempos, cómo vivió sus años de enfermedad, de soledad, de encierro. Después, una velada conmovedora en una sala medio vacía: una gran caja de madera, un par de grandes sillones color negro, focos que simulan ser velas, el crucifijo en la pared, algunas flores. Al día siguiente, una ceremonia religiosa para conmemorar al ausente.
Al final, en un lugar inhóspito, lleno de restos de los cuerpos que alguna vez comieron, hablaron y caminaron entre nosotros, le dimos el definitivo y supuesto adiós a aquel hombre que sólo dejó sabiduría y amor a su paso. Después de aquello, los rastros que Ella dejó fueron aún más evidentes: tristeza, frustración, desolación, nostalgia, amargura, miedo… Y sin embargo, como al frío viento del norte, todos la seguimos esperando.
Sonia Ibarra Valdez. Licenciada en Letras y maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Integrante del taller de creación y crítica literaria de la misma universidad y del taller de letras del Colectivo Líneas Negras. Ha publicado en la revista electrónica Círculo de Poesía, en la cartonera La Cecilia y en la antología Y son nombres de mujeres (Secretaría de las Mujeres de Zacatecas/Líneas Negras, 2018).