No. 145/CRÓNICA
¡Póngame a los Tigres!
El hombre al volante baja de la camioneta dando pasos vacilantes. Se dirige a un huisache. El resto del grupo mira cómo el pollero busca al pie del árbol, escarba en la tierra y saca una lata grande rebosante de mariguana. Les invita a todos, pero rehúsan. Este pendejo nos va a llevar a la chingada..., dice en voz baja uno de los braceros, impotente igual que el resto, igual que mi madre.
Hugo la mira, su hermana está segura y repite: Llévame. Silvia piensa que en Estados Unidos le irá mejor que en México. Por primera vez desde su boda trabaja, pero no le alcanza. Estudió el nivel básico, un curso de secretaria bilingüe inconcluso, luego trabajó como obrera y a los veinte se casó. Quince años después el abandono tocó a la puerta. Es hora de enfrentar la situación, pero en este país no ha tenido suerte. El menor de ocho hermanos conduce un autobús de la compañía Estrella Blanca. Viaja al norte y le dieron una corrida a Piedras Negras, Coahuila. Hugo piensa que Silvia va a declinar en cualquier momento, por lo que accede a llevarla.
La exhaustiva jornada de veintinueve horas ya les ha entumido las piernas. Lo extremoso del clima desértico, enfatizado por el primaveral marzo, hiela la central camionera a las once de la noche. Están nerviosos. Ni Hugo ni Silvia fuman frente a su familia. Un café es toda su fuente de calor. Ella piensa en sus dos hijas. Apenas empezaron la preparatoria. Será difícil, pero tengo que sacarlas adelante y aquí ya no puedo.
El hermano busca a una taquillera, ella lo conectará con una pollera anónima. Los mil quinientos dólares que va a cobrar los paga la hermana gemela de Silvia, Elia, quien lleva un año empleada con papeles falsos en una empacadora de pollo en Arkansas. Hugo vuelve al autobús, sus manos tiemblan. La camisa blanca tiene manchas de sudor. Habrá que esperar un rato más a la mujer.
Silvia está tensa. Habla de su padre, Ramón, un octogenario que en los años cuarenta fue contratado para trabajar en el campo estadounidense. Él les contó que las uñas se le desprendían en la pizca de algodón. Aguantó unos meses hasta que consiguió trabajo en los sembradíos de naranja en California. Ahí el lío era otro: el polvo en las hojas de los árboles se le pegaba a la piel y picaba más finamente aún que los arañazos de las espinas del naranjo. Al menos tenía papeles. Su hija no los tiene: hace un año intentó obtener una visa con documentos falsos, pero la entrevista en la embajada la puso nerviosa y quedó fichada.
Ya pasaron veinte minutos. Una furgoneta de color verde se estaciona enfrente del puesto de café y pan donde Silvia y Hugo esperan. Se acercan a la ventana del chofer. Una mujer madura vestida con ropa deportiva, el pelo revuelto y un chihuahueño llorón en el regazo pregunta: ¿Quién es el migrante?
A ti te encargaron mucho conmigo, así que no te sueltes. Vamos a la cabeza, el resto de los hombres nos sigue con dificultad en la arena. Estoy cansada, llevo puestas dos playeras y pantalón, pues me dijeron que no podría cargar demasiado. Cada uno anda con un galón de agua. Cuando pasamos por la tienda nos dijeron que comiéramos bien, que compráramos algo de beber para el camino.
El guía se tambalea constantemente. Tiene los ojos rojos y los dedos amarillos. A veces me deja y se mezcla con el grupo para arrebatarles la comida. Nadie puede negarse; estamos cansados y dependemos totalmente de él. No sé qué hora es, han de ser las dos o tres de la tarde. Aquí a nadie le importa si te quedas, cada quien tiene que ver por sí mismo. Hace un rato pasó un helicóptero y tuvimos que correr a escondernos entre los matorrales, como ratas.
Hugo sigue a la camioneta donde va su hermana, pero tiene que volver a la central camionera. Después de unos minutos, se detienen y bajan para despedirse a punto de llorar. Silvia y la mujer, quien nunca se identificó, se dirigen a un hotel llamado "Las cabañas". Allí van a recoger al grupo de emigrantes. La pollera intenta tranquilizar a Silvia. Ella puede tomar un baño y comer si quiere. Ahora está sola, encerrada con llave. No tiene hambre y tampoco puede conciliar el sueño. Un lapso de la noche se le escapó sin darse cuenta: la mañana se levanta azul por la ventana.
No desayunó. La mujer aseguró que sus compañeros no tardarían. No obstante, llegaron tres horas después. El hombre y la muchacha hablan acerca de la brasera. Son las diez de la mañana y el calor ya es intolerable, unos treinta grados centígrados. Se la encargo mucho, a esta señora. Y tú, güerita, no te preocupes.
Cruzamos una colonia en que la mayoría de las casas está en construcción y las calles no están pavimentadas. Hay perros por todas partes, basura, todo está seco. Nos estacionamos en una de esas casas. Aquí es. Aquí te vas a estar hasta que yo diga, me dice. Una decena de hombres espera allí, algunos sentados en los viejos sillones de la entrada. Las moscas vuelan plácidamente en este horno, felices con el montón de trastes sucios regados por todas partes, con restos de comida que trajeron los polleros.
Afuera es pura tierra. El lote está limitado con alambre de púas en frágiles postes improvisados. Los hombres sudan, bromean, fuman, platican acerca de sus otros intentos por cruzar la frontera. Alguien hace como que toca una guitarra maltrecha. Soy la única mujer, así que no hablo mucho con ellos, prefiero quedarme afuera. Un hombre de torso desnudo me cuenta algo de su último intento. Es la quinta vez que me cruzo, pero ahora, si no paso, ya no voy a intentarlo. Hasta de esto se cansa uno.
Son las seis de la tarde. Finalmente abordamos una camioneta pick up destartalada que conduce una mujer joven. La caja está cubierta por un pedazo de hule azul para ocultar a los braceros, quienes harán el viaje acostados. Cuatro de ellos son de Michoacán, cinco de Guanajuato, el décimo es de Guerrero. Yo voy adelante con los traficantes. Si nos agarran, tú no hables, me advierte el muchacho.
Llevamos ya un buen rato recorriendo las faldas de un cerro. Está oscureciendo. Cada vez que tengo oportunidad pregunto dónde estamos. Nadie contesta. Unos soldados están haciéndole señas al chofer para que se detenga. Son del ejército mexicano. Tú no digas nada, nomás di que eres mi prima, ordena el varón y baja de la camioneta para reunirse con el oficial de mayor rango. Todos debemos bajar.
Un militar se retira y nos llama uno por uno. Es mi turno.
—¿A dónde vas?
—A Arkansas.
—¿A qué?, ¿qué no tienes esposo o qué?
—Voy a trabajar... y no, no tengo esposo.
—¿Tienes hijos? —respondo con un gesto que sí—.
—¿Cuántos?
—Dos muchachas, una de quince y otra de dieciséis.
—Ya están grandes, ¿no? ¿Por qué no las pones a trabajar?
—Para que se dediquen a la escuela.
—¿Y qué, vas al otro lado a buscarte un gringo?
No respondo. Intenta empujarme a unas piedras.
Tengo miedo.
—Si te portas bien, no vas a tener ningún problema...
—¡Déjeme en paz! —lo empujo.
—Ándale, ya vete. Pero, ¿alguno de esos cabrones es algo tuyo?
—No.
Ahora pregunta cosas triviales: de dónde soy, dónde está el ejército, quién es el presidente. Terminó conmigo. Nos grita a todos. Órale, cabrones, los voy a dejar ir, pero si se van, háganlo bien, no sean pendejos. Pónganse a trabajar y no le hagan nada, me señala. Voy a contar hasta tres, el que se quede chinga a su madre. ¡Uno... dos... tres! La estampida arranca en una nube de polvo. Estamos todos arriba, pero la camioneta no arranca. El militar se dirige a la pollera: Si no se puede, váyanse a la chingada. Dicho esto, arrancó la camioneta.
Es de madrugada cuando llegamos a una tienda pequeña, no hay casas alrededor. Nos dijeron que compráramos algo porque nos iba a dar hambre. Desde ahí el camino es a pie. La pollera se va aparte en la camioneta. El pollero que nos lleva va drogado. ¡Este cabrón! A ver si no nos mete en un pedo, viene bien mariguano.
El traficante nos advierte que andemos con cuidado. Me sujeta la mano con fuerza, más para apoyarse en mí que para protegerme. Cada cierto tiempo paramos para echarnos un rato en el suelo. Me entero de que el guía se llama Pablo. Siempre quiere descansar más a pesar del riesgo que implica. Los demás hombres lo despiertan y continúa con su obligación de malas.
Por varias horas andamos una ruta desconocida, nada más que arena y hierbajos. Tenía miedo de que este hombre nos perdiera, pero a esta hora ya no me importa. Tengo sed, apenas tolero la ropa. Es la una de la tarde. Podemos descansar, pero sin hacer ruido, en medio de unas zanjas cubiertos por varas y plantas secas.
Ya pasaron tres horas. Hemos estado esperando a Pablo, quien regresa con papas Sabritas, pan Bimbo y jamón. Coman, pero no hagan ruido, a más tardar en una hora nos recogen. Después de ese tiempo alguien fuera de la trinchera grita: ¡Corran y súbanse, como van, cabrones! El que se queda se queda. Subimos a la misma camioneta en que habíamos llegado. Nadie se quedó. Nos detenemos. El hombre al volante baja de la camioneta dando pasos vacilantes. Se dirige a un huisache...
Vamos sobre la carretera gringa, según dicen los polleros, a ciento setenta kilómetros por hora. Un vehículo de la policía enciende la torreta y se empareja. Ya nos chingaron, murmura el chofer. El policía le pide los papeles. Se los enseña. No quiero mirarlo. Echa un ojo atrás y ve a los hombres cubiertos con el plástico azul. Está llamando a Migración y luego dice, con su acento inglés, quédate callado, no hagas nada. Pasan dos o tres minutos cuando llega una camioneta en la que nos llevarán a una estación. El segundo oficial se queja del olor que emana de nuestros cuerpos.
En la estación policial encierran a Silvia aparte. Su celda es blanca, tiene una banca de treinta centímetros de ancho y una ventana igualmente angosta al ras del techo. Detrás de una pared está el retrete. Por fin la llaman. Le piden nombre, edad y los mismos datos de sus padres así como su país de origen. Registran sus huellas digitales. Los demás también son interrogados.
Al terminar los suben a la camioneta. Los prisioneros se quejan de hambre, sobre todo el pollero. Un policía harto les da una bolsa de papas. En el camino el policía que conduce pone en el radio música a su gusto, de su país.
—Ya que nos corre, pónganos a Los Tigres, a Intocable, algo bueno.
—Oh no, yo escucho lo que quiero, yo voy manejando. Pa' la otra les pongo la suya. En la aduana los libera y les indica el camino por unos torniquetes. Del otro lado es Reynosa, Tamaulipas.
—No les deseo nada malo, pero si regresan, les deseo buen viaje para la próxima. Si no, les pongo la música que gusten.
Silvia Elisa Aguilar Funes (Estado de México, 1984). Estudió ciencias de la comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Se ha desempeñado como asistente editorial en la producción de la Biblioteca del Periodista (FCPyS, 2004), el libro de relatos de viaje Vuelo perdido y la monografía Ucareo con Daga Editores. Labora como profesora adjunta en el área de periodismo de la FCPyS-UNAM.