Recuerdo. Así se llamaba: Recuerdo Salazar. La primera vez que la vi, Metodio nos iba dando la espalda, como siempre, llevándonos por un centenar de calles, guiado por esos cables eléctricos que partían el cielo grisáceo. Frente a nosotros dos chicas hablaban en susurros y de vez en cuando nos miraban. Mis labios permanecían mudos. Los ojos de Recuerdo retrataban, lejos de los míos, el paisaje oscuro que desfilaba tras la ventana.
Bajo un cielo cobalto que apenas dejaba entrever los visos opacos del tiempo, tomé el tranvía en uno de los costados del Zócalo. Metodio, el chofer, vestido con su uniforme azul, me dio una parca pero cálida bienvenida. “Hacia Xochimilco”, me dijo con una sonrisa. Cinco minutos después el cielo se cubrió de nubes negras y se desató una tormenta. El granizo retozaba grotescamente sobre el techo del vagón. Una joven abordó el tranvía en la colonia Obrera. Olía a sándalo húmedo. Su sombrero y su chaleco de vino tinto, su tez blanca, sus labios de rosa pálida, su falda marrón destilaban hilos de agua. Se sentó frente a mí. Tiritaba. Instintivamente me acerqué a ella para ofrecerle un poco de abrigo. Clavó sobresaltada sus ojos en los míos, pero mi saco ya tocaba su espalda. Me senté a su lado y ella bajó la vista.
Ilustraciones de Gabriela Vázquez Carlos, ENAP-UNAM
—Apenas llegue a su parada puede devolvérmelo —le dije, señalando el saco.
Permaneció callada, balanceándose hacia delante y hacia atrás. Afuera anochecía.
—Mi nombre es Darío, ¿y el suyo? —pregunté incómodo por su silencio.
—Recuerdo —dijo, mirándome de nuevo—. Recuerdo Salazar.
Esos ojos de avellana y ese rostro pálido salpicado de gotas se quedarían en mi mente para siempre.
El tranvía se detuvo y Recuerdo se levantó. El saco resbaló por su cuerpo y cayó en el asiento junto a mí. Sin una sola palabra se dirigió a la puerta y abandonó el vagón.
La espalda de Metodio fue testigo de todas las veces que me encontré de nuevo con Recuerdo, quien aparecía de repente, a veces en mi trayecto a casa, a veces cuando me dirigía al Zócalo. Nunca pude articular un horario para encontrarla a propósito. Llegaba como la lluvia en mayo o las cabañuelas en febrero; se me presentaba pálida en unas ocasiones, bronceada en otras. Con el pelo lacio o chino. De vestidos largos o chalecos ajustados. Con zapatos bajos o tacones. Alegre o taciturna. La descubría tarareando canciones de Agustín Lara, trazando dibujos en alguna pequeña libreta, suspirando distraída mientras miraba a través de la ventana. La olía. Su aroma de rosas o de frutas o de sándalo o de sudor me acompañaba muchas horas después de aspirarla.
Y mientras más la encontraba, menos me reconocía.
Cuando pintaron de amarillo los tranvías ya estaba yo casado con una mujer que no era Recuerdo, y cuando dos líneas aerodinámicas adornaban los costados de los vagones, la enfermedad hereditaria de mi padre causaba estragos dentro de mí.
Seguí viajando en el tranvía, vislumbrando casualmente y entre figuras borrosas la imagen de Recuerdo, hasta que mis ojos cascados me alejaron de las formas. La escuché tararear canciones o reír desde algún asiento hasta que mi respiración sibilante me apartó de los sonidos. Sólo me quedaba el vago rastro de su aroma y de su piel para sentir que estaba cerca. Pronto ya no pude continuar los trayectos detrás de Metodio.
En mi pecho nació un hoyo, pesado como un vagón, que crecía a cada minuto. Mis palabras se volvieron toscas, mi ánimo desalmado, violentas mis manos. No podía pensar en el hogar, ni soñar siquiera con sonrisas. Todo se quedó en el tranvía, bajo un cielo gris, con Recuerdo tiritando a mi lado. Escuchaba lejano el llanto de mi esposa. Sus gritos no hacían más que socavar el dolor encerrado en mi cuerpo insoportable. Desidia. Apatía. Acedia.
Mi mujer me invitó al Zócalo en el tranvía para intentar mitigar el malestar. Metodio ya no estaba. Desapareció para mí como debí desaparecer yo para él. El tranvía se me hizo ajeno. Los rostros difusos de los pasajeros eran completamente inexpresivos, advenedizos. A mitad del regreso el cielo se cubrió de nubes negras y se desató una tormenta. El granizo retozaba grotescamente sobre el techo del vagón. Mi mujer, con la boca abierta, roncaba descaradamente con la cabeza contra la ventana. Me puse de pie con algo de esfuerzo. “Que se pudra el tranvía”, murmuré mientras bajaba del vagón.
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