No. 145/EL RESEÑARIO |
|
¿Quién me quita lo cantado si para cantar nací? |
Luis Paniagua Hernández |
Mardonio Sinta, ¿Quién me quita lo cantado? México, UNAM, 2007 Hay un guiño muy particular en el primer capítulo del Quijote donde se plantea la existencia “real” del ingenioso hidalgo. Es el que apela a las distintas fuentes de las que parte la narración canónica. Se dice que los sabios encargados de consignar por escrito las hazañas del manchego “Quieren decir que tenía el sobrenombre de ‘Quijada’, o ‘Quesada’, que en esto hay alguna diferencia entre los autores que de este caso escriben, aunque por conjeturas verisímiles se deja entender que se llamaba ‘Quijana’”. Pero, ¿qué podemos sacar de esto? A mi parecer, por lo menos, dos cosas. Primero, que exista una fuente anterior a la historia del Quijote dota a nuestra historia, a nuestros personajes, de una existencia más allá del libro; es decir, que esa primera fuente nos remite a una presencia metatextual—acaso real—de nuestro héroe. Segundo, la aparición de no una, sino de varias fuentes, contradictorias entre sí, nos habla de un rasgo de verosimilitud, en el campo de la existencia “real”, de los episodios y personajes, ya que, de tan cierta, no hay lugar para una versión única, sino que cada sabio esgrime la propia como la inequívoca. Un fenómeno similar acompaña la aparición del libro del coplero veracruzano Mardonio Sinta. Sabemos de él gracias a la excelente labor de rescate y difusión que de su obra hizo el poeta Francisco Hernández, amigo y paisano suyo. Se abre el volumen con un breve prólogo de este último, en donde nos dice que “Mardonio Sinta nació en Rincón del Zapatero, Veracruz, el 2 de febrero, día de Sin embargo, lo que nos ocupa en el presente texto no son los datos fríos y poco comprobables de su existencia terrena, sino las huellas —o mejor, los ecos— que fue dejando a su paso, es decir, el grueso de su obra. Una vez hecho presente, en las primeras líneas de la obra Mardonio comienza a cantarle a su paisaje, a su gente, pero sobre todo, a sus mujeres. Y tal vez éstas sean lo más distintivo y recurrente en los cantos del jarocho: “Qué piel tiene esa mujer / que siendo la miel tan pura, / no puede llegar a ser / ni un lunar de esa cintura”; así, la mujer ocupa un lugar preponderante en los versos de Sinta y siempre está revestida de un toque de erotismo, de sensualidad, de belleza costeña que sube la temperatura: “En tu cintura de avispa / pierde la razón el río. / Mi cuerpo ya tiene chispa / pero nunca me confío. / Si te perdiera de vista, / me meto en tremendo lío.” O todavía más explícito: “Ay corazón dividido, / boquita que viene y va. / Sólo una cosa te pido, / ¡y tú sabes dónde está!” Enamorado empedernido, no de una mujer sino de Como cualquier hombre del pueblo, nuestro cantor es atravesado por la lírica popular y sus imágenes y avatares, de esta forma el hombre —el macho— es representado en la figura del gallo, y la mujer —la hembra— toma a su vez el lugar de la pareja de éste. Así podemos ver que: “Se salió un gallo a estirar / mientras te estabas bañando. / Nunca se le va a olvidar / lo que le fuiste mostrando / ni supo, ay, comenzar / cuando estabas terminando”; o, por el contrario: “Gallinita pendenciera, / con plumaje de ave lira. / Ya no seas tan argüendera, / mi cariño no es mentira.” Decía Octavio Paz que acaso la biografía más verdadera de un poeta era la obra misma. En Mardonio Sinta esta sentencia cae como anillo al dedo ya que si bien en las tres primeras partes de su obra pueden notarse atisbos de la vida del poeta, éste no se conforma con ello sino que escribe (o intentó escribir, por lo menos) su autobiografía versificada (misma que se conserva gracias a la perseverancia de Francisco Hernández y a la buena voluntad de Lluvia Aurora Castillo). Como digo antes, si en el grueso de su producción se pueden notar los gustos y obsesiones de Sinta (la comida, el beisbol, el trago), nunca será tan claro como en la autobiografía, ya que en ella nos canta el coplero sus orígenes, su misterioso li- naje: nos habla de su madre, su padre y su único hermano: “Mi familia no fue inmensa, / no tuve hermanos en bola. / Mi madre, que no era mensa, / tuvo dos y alzó la cola. // Al primero que nació, / le puso por nombre Eugenio. / Después vine a nacer yo, / ya había pasado un sexenio.” Esta curiosa caracterización de la madre como una mujer mesurada en lo que a concepción familiar se refiere, y obviamente fuera de lo común, nos echa un poco de luz sobre la naturaleza extraña—excéntrica tal vez—de sus dos vástagos. Inmediatamente, el versero se dedica a describirnos a su hermano; sin embargo, dicha descripción no es física sino creativa: “Eugenio sabía escribir / ‘calaveras’ bien rimadas. / Yo se las oía decir / a solteras y a casadas // o las cantaba en el cerro, / allá por la bollería, / con un falsete de hierro / y un ‘filin’ de fantasía. // Se las comencé a copiar, / lo imitaba todo el tiempo.” Este certero retrato, más que del hermano parece del propio Mardonio, ya que, según la copla, es idéntico al primogénito. No sólo heredó de él —lo que ya queda claro— esa debilidad por las mujeres, sino que del hermano le viene también el talento para cantar y versificar de modo excepcional. Coplas más adelante, Sinta nos hace una fiel (si es que la memoria puede serlo) remembranza del motivo por el cual omitió de su nombre el apellido paterno y que a Hernández le parece “misterioso”: “Su nombre completo era Mardonio Torres Sinta pero, por alguna razón desconocida, omitía siempre el apellido paterno.” Aunque nosotros podríamos inferirlo de los siguientes versos: “Mi padre era relojero, / inclinado siempre estaba. / No le importaba el dinero / ni cómo se lo gastaba. / También se sentía extranjero / en esta tierra que odiaba. // Una noche reteoscura / salió padre a caminar. / Llovía fuerte en la espesura, / el norte empezó a silbar. / Cogió el viejo su montura / y a una joven de El Pinar. // Mi madre lloró segura, / de que no iba a regresar.” De esta forma, explicados sus orígenes, las crestas y los valles que fueron su vida toda, los accidentes de la infancia, de la adolescencia, de la adultez, Mardonio supo llevarlos al canto, a un canto que va ligado a la existencia misma. Una vocación de vida resultó para él la copla, el ritmo, la música; él lo supo y lo aceptó, como no queriendo, como jugando; sin embargo, lo supo desde siempre: la poesía es el río del que fluye la memoria y el olvido, y él, viajero sediento, tenía que beber de su afluente inevitablemente: “Es un viaje sin retorno / esto de escribir poesía. / Si hago surcos en contorno / cosecho la flor del día / y entre las lenguas del horno / se quema lo que se enfría. / Ya saben que no me adorno / ni es cosa de valentía: / es un viaje sin retorno / esto de escribir poesía.”
|