Mapa quemado en las puntas
Un mapa del mundo en colores sobre la pared,
migajas bajo un microscopio. Veo a Rusia
como un borrón de otro mapa, una bruma de sombra
hacia el este. Estados Unidos, Asia imperial,
tierras explicables para el ojo por la letra de sus ciudades,
países a los que no atraviesan cordilleras,
sino que crecen dentro de sus fronteras
domésticas como parques.
Y, claro, mis ojos dan a los tumbos
con la forma de Colombia.
Es rosada en el mapa, pero fue roja o naranja.
El suyo es un color que dejó de serlo.
Una casa escarapelada con el tinte de la demolición.
El mapa se me aparece como una estrella diluida,
de aristas temblorosas, un pedazo de pan agujereado
por los peces, que se hunde con el óxido de las monedas
en las piletas de las plazas.
Colombia en el mapa es un papel quemado,
una nota suicida rescatada del puño de un pirómano,
donde los nombres ilegibles de sus ciudades
reclaman existencia en medio del incendio.
Me pregunto qué hubiera sido de Colombia
si ocupara la tierra de una isla,
si no se mantuviera a flote a fuerza medular
de una cordillera compartida.
Yo creo que Colombia sobreaguaría.
Arrojaríamos, entonces, baldes de agua
por las ventanas de las casas, los edificios;
y esa estrella pantanosa de nuestro mapa
se hundiría, quemado en negro su nombre.
Regreso
Llego del recuerdo como de la guerra.
¿A qué manos tuyas vuelvo
a tocarme la cara que mudó
mi padre mi abuelo su padre?
¿Dan sus líneas sus dedos
los mismos contornos
con que dio de luz y de sombra
la última vez
mi cara en el espejo?
¿Tienen todavía tus manos en la caricia
la forma cuyo negativo dio mi rostro?
¿Con qué mirada tuya ya vista o nueva
la luz pueda decirme que nada ha pasado?
Llego del recuerdo como de la guerra
y quiero tocar la cicatriz que nunca fue herida.
Mente (de la serie Expreso de imprecisiones), óleo/tabla,
100 X 80 cm, 2007
Celebración del mediodía
A Juan Felipe Robledo
Maduro el mundo, presto, deja de verdes
ahora
su piel para el látigo húmedo de la cosecha,
la vendimia, ¡todos afuera
que vive el mundo
ahora
cuando muere, deliciosamente,
para la mano!
Pierda sus formas el mundo, no importa,
la belleza es de todos
cuando nadie la piensa, nadie la rectifica,
¡rompa límites, cuerdas, pieles el mundo!,
dé afuera de sus líneas el jugo del verano.
Ciérrenos los ojos, ácido, el sol cítrico,
para parpadear, paladear el mundo,
partir sus frutas a la mitad, al frescor del mediodía,
y sentarnos, maravillados, a reconocer
que nada empieza, que nada termina.
No le tengo miedo al jazz
A Nico y Ale comiendo pretzels con cerveza
(en el Garage, 19 de julio de 2005)
No le tengo miedo al jazz,
a pesar de sus puñales
de sus subidas en falso
en escaleras de aire.
No le tengo miedo al jazz
de sangres invisibles en el escenario,
de aplausos al toro de sus cobres,
aunque me escondo en la barra
y disparan sus saxos y sus trompetas,
todas sus redes de un solo color
que se fortifica en su tinta intensa,
en su humo grueso de lámpara de buque.
No, no le tengo miedo al jazz,
a pesar de que alguien a mi lado
acaba de caer fulminado,
muerto encima de su vaso,
boqueando en la ginebra,
aplastado por el piano y sus fríos hilos
que lo ataron y retorcieron como a un caballo viejo
de esos que se botan al toro para el espectáculo
y el aplauso, para el redoble y el sudor.
Visión del naufragio
cum metu et tremore
meta hobou kai tromou
(ocupáos en vuestra salvación
con temor y temblor)
Filipenses 2:12
La vida es eso, una mesa de agua.
Nos congrega sin centro, nos expulsa en oleadas.
Se trata inútilmente de tomarnos por los brazos,
a nosotros mismos, los que nos amamos, y no soltarnos.
Sujetarnos del otro reconociéndonos náufragos
y en los otros náufragos reconocer maderas, tablas, mesas,
o, con suerte, alguna balsa que nos salva unos años.
El mundo es un oleaje, es una tormenta
y es esa tristeza de sabernos solos sin remedio.
No nos es dado morir la muerte de los que amamos
cuando quisiéramos perseguirlos tras todas las puertas.
No. La muerte es sola y es vertical, es una flecha de peso
que nos hunde desde los pies, los bolsillos llenos
de todas las piedras que hemos reunido desde niños.
Vemos desde abajo, ahogados, la que fuera la mesa,
lo que quedó de la balsa, y nos repetimos para nadie:
búsquense, ámense y no se suelten.
Abajo estoy esperando
Son recuerdos como hilachas de humo
J. M. Coetzee
(bajando escaleras adentro)
Tengo una melancolía de otra vida,
me la quedo viendo en la ceniza
abajo de un vaso de agua,
que baila su tela deshecha
y es una tierra de donde fui
y pisé con la cabeza de luciérnagas,
hecho todo un cuerpo de otro nombre
con mi voz a tientas adivinando idiomas.
Lo sé porque me quedo callado a veces,
extrañando algunas esquinas, algunos barrios
que mis letras no resisten, las encajo
y rompen sus curvas en líneas,
sus sonidos en gorgoteos…
Todo este invierno de otro yo que se descongela,
va mostrando piezas que ganan a la uniformidad
del olvido,
y sus puntas y sus formas me van contando historias
que leo en libros y descifro en estos papeles
—o eso intento—, pues el último punto (sí, el que viene)
no da luz, que sí un peldaño, una escalera hacia adentro,
en una espiral de empujones que no van a mi encuentro.
Pienso —me gusta pensarlo— que abajo estoy yo, todavía,
esperando.
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