No. 128/ENSAYO |
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El cielo en la Tierra Un acercamiento al entorno artístico y amoroso de Alma Mahler Werfel |
José Francisco Jiménez Mendoza |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
Para Ana Laura Abigail Martínez Valenzuela
Actúa para fascinar a los dioses Jacob Emil Schindler a la pequeña Alma
Alma Maria Schindler-Mahler nació el 31 de agosto de 1879 en Viena, Austria, hija del famoso pintor vienés Jacob Emil Schindler y de Anna von Bergen. Su padre, artista y soñador, fue el más celebrado de los paisajistas austriacos de su tiempo en el imperio de los Habsburgo, por sus minuciosos óleos de montañas y marinas, y estaba dotado de una gran capacidad para reconocer el tipo de paisaje que complacía a la opulenta nobleza.
Alma heredó de su padre el aprecio por los objetos bellos y caros; de él heredó también el gusto y el amor por todo lo que tuviera que ver con el arte; creció bajo la lectura de cuentos de reyes y princesas en lugares extraños y maravillosos. En este ambiente cultural, Alma pudo gozar de una infancia privilegiada, educada para el lujo y para la música, la cual fue su elemento natural. Se dice de ella que si hubiera nacido un siglo más tarde, hubiera sido una directora de orquesta. En este sentido, Alma fue una víctima de su tiempo. Hija de la cultura artística de la Viena decimonónica, Alma Mahler supo adecuar cada momento de su vida a su infinita y decidida pretensión de sobrepasar los límites establecidos de acuerdo a las costumbres arraigadas en la sociedad de su época. Fue una testigo privilegiada de las grandes transformaciones culturales que se experimentarían durante ese periodo, no sólo en Austria sino en toda Europa. Alma estuvo presente en ellas, y por la cercanía que pudo establecer con generaciones enteras de grandes creadores, músicos, pintores y poetas, tuvo una visión precisa del profundo significado que la cultura tiene en la vida social de los pueblos. En ese contexto, Alma fue, ante todo, una mujer auténtica, en cuanto que no hizo jamás distingos entre el arte y los artistas. Fue Emil, su padre, quien como gran narrador la inicia en el gusto por los cuentos, lo que va a constituir para Alma una parte importante de su educación. Así, a partir del momento en que la niña tuvo edad para poder leer, Emil les narra a ella y a su medio hermana la historia del Fausto y les entrega un ejemplar de la obra de Goethe, diciéndoles que el libro era muy especial, pues contenía la leyenda más importante de su herencia cultural, un cuento que tendría un profundo significado para ambas a lo largo de sus vidas. El interés de Alma por la música y los viajes se inicia a partir de la edad de diez años, cuando en 1889, el príncipe heredero Rodolfo expresó su interés por los cuadros que Emil Schindler pudiera pintar como resultado de una visita a la costa del Adriático. Fue así como la familia se desplazó casi de inmediato a la zona entre los Dálmatos y Spizza, llevando consigo a Carl Moll, aspirante a pintor y alumno de Emil y ayudante de él y de Anna para esta encomienda. Este primer largo viaje lejos del hogar infundió en Alma una pasión viajera que la acompañaría toda su vida, pero sus ratos más dichosos fueron los que pasó tocando el piano que sus padres alquilaron durante su estancia en aquel lugar. Fue así como Alma descubrió el gusto infinito por su verdadera pasión: la música. Tras la muerte de su padre en 1892, Alma, quien tenía doce años, prestó mayor atención a la música, aplicándose al piano con una serenidad que trascendía la fascinación infantil de sus primeros años, al tiempo que perdía el interés por las óperas y operetas que tanto apreciaba su madre, y se dedicaba a estudiar las obras de Robert Schumann, el último favorito de su padre. Ocupaba sus horas libres en leer música y en descifrar los principios básicos del arte; demostraba a la vez gran capacidad para la improvisación ante el piano, pero siempre en forma privada, nunca pública, salvo en una ocasión en que tocó para estudiantes, y que significaría a su vez la última en que lo haría para un determinado auditorio. Con el tiempo, Alma pudo estudiar contrapunto con el organista Josef Labor, quien la introdujo en la literatura y en las óperas de Richard Wagner, de quien se convertiría en una admiradora casi fanática, al cantar y escenificar todas sus óperas, lo que le permitió adquirir un conocimiento importante de la música y de las sagas que la inspiraban. Por el lado literario, será Max Burckhard, el crítico, erudito, dramaturgo y productor teatral, que en ese momento dirigía el Teatro Municipal de Viena, quien se convertiría en el mentor y guía de Alma: ya a sus quince años era animada por aquél a leer a Friedrich Nietzsche, Richard Dehmel y Rainer Maria Rilke, además de la obra de Platón, que tendrá una profunda influencia en la vida intelectual de Alma. A sus diecisiete años, y ya inmersa en un mundo colmado de relatos literarios y de aprendizaje musical, Alma recibiría de Burckhard unas cestas llenas de libros en cuidadas ediciones clásicas. Más tarde, Alma tomaría lecciones de pintura y dibujo bajo la supervisión de Gustav Klimt, el afamado pintor, quien contaba con treinta y cinco años y era miembro fundador —junto a Carl Moll— de la Secesión, un grupo organizado con el propósito de romper con la Academia Imperial de Artes Plásticas, encorsetada en la tradición vienesa; los rebeldes adoptaron como lema la sentencia “A cada época su arte, al arte su libertad”, y eligieron precisamente a Klimt como su presidente. Habrá que mencionar que, para estas fechas, Carl Moll, el antiguo ayudante del padre de Alma, se había convertido en su padrastro, al haber contraído matrimonio con la madre de ésta, Anna Schindler. Alma destacó especialmente en escultura e incluso recibió algunas críticas elogiosas por las pequeñas formas en barro creadas durante las clases en el parque del Prater. Así, imbuida de las principales manifestaciones del arte, desarrolló una comprensión profunda y cultivada de las artes plásticas, aunque siempre estuvo más dedicada a la música. Con su maestro, Gustav Klimt, mantuvo una relación de amistad, de admiración y de coqueteo amoroso durante varios años, pero nunca llegaron a complementarse en serio, más bien conservaron su amistad hasta la muerte del pintor. Para el gran compositor Arnold Schönberg, figura central de la música del siglo XX, fue Alexander von Zemlinsky el verdadero y único mentor de Alma Mahler. A sus dieciocho años, Alma empezó a estudiar composición con Zemlinsky, músico cuya obra está siendo redescubierta en la actualidad. Ella se sentía atraída por el maestro, quien acudía a la casa de los Moll para darle clases de música en las que trataban los aspectos tradicionales del arte de la composición musical y que marcarían la introducción de Alma al controvertido grupo de innovadores vieneses que sería conocido como Nueva Escuela Vienesa de Compositores, en contraposición a la Vieja Escuela de Haydn, Mozart y Beethoven. Este acercamiento profesional y de mutua simpatía significó el paso decisivo de Alma hacia la composición, lo que representó también el primer reto que enfrentaría de cara a las costumbres de la época, y que consistiría fundamentalmente en demostrar que su condición de mujer no era de ningún modo un obstáculo para desarrollar su talento. Era sin duda un gran desafío intelectual para la capacidad creadora de Alma, pero su talento y su energía eran mayores y más poderosos. Así lo demuestra el hecho de que, durante los últimos años del siglo XIX, Alma compuso más de cien canciones (la mayoría de las cuales se extravió durante las dos guerras mundiales), además de varias piezas instrumentales y el inicio de una ópera —a pesar de que Zemlinsky consideraba que una ópera completa estaba fuera de sus posibilidades, a lo que ella respondía llenando sus días de música: tocándola al piano, escribiéndola, estudiándola y acudiendo a las salas donde se interpretaba. Con Zemlinsky, Alma mantuvo una relación casi extraña e inexplicable, y no exenta de momentos de acercamiento físico, enlazados por un cierto deseo amoroso. Aparentemente, Alma no hizo nada por desalentar el amor y la devoción de Alex, y durante este periodo sus vidas giraron en torno a la música: hablaban de obras y de intérpretes, tocaban el piano a cuatro manos y comentaban los conciertos y óperas que uno había presenciado y el otro se había perdido. Rara vez acudían a los mismos lugares y casi nunca se les veía juntos en público, y sin embargo, Alex llegó a amar verdaderamente a Alma; consideraba que no podía vivir sin ella, aunque también estaba convencido de que ella no sentía lo mismo, o por lo menos, no con la misma intensidad que él, y sabía que siempre sería así. La singular relación establecida entre ambos se puede apreciar mejor a través de la constante e incluso apasionada correspondencia que mantuvieron durante estos años. En cuanto al aspecto musical, el maestro indicaba a su adorada alumna que su música mostraba una tendencia al dramatismo, a la vez que le advertía que no avanzara demasiado aprisa y se limitara a los proyectos para los que estaba preparada. En realidad, a Alma no le gustaba la música de Zemlinsky, y al final se generó lo que Alex deno minaba “relación cálida/fría” con Alma: él propuso transformar su relación afectiva en otro tipo de amistad menos complicada, pero ella respondió que tal cosa le sería imposible. La tensión fue in crescendo y el final de su íntima amistad y de las lecciones de música llegaría con sorprendente rapidez, propiciado por el hecho de que Alma nunca le concedería al joven “la hora de felicidad” que éste le solicitaba. Para la chica más guapa de Viena, “su reino no era el de los cielos”, aunque a partir de este momento entregaría su vida a personas con una arraigada presencia religiosa, y se casaría durante su vida futura con dos judíos: “no podía vivir con ellos ni sin ellos”. El primero, Gustav Mahler, entonces director de la Ópera Imperial de Viena, a quien conoce en el otoño de 1901 en una cena que organiza Berta Zuckerkandl para sus amigos más íntimos, entre los que se encontraban precisamente Alma y Gustav. A partir de este encuentro se van estableciendo lazos más cercanos y de mayor confianza, la cercanía de ambos con la música facilitará mucho las cosas. Para Gustav, la personalidad de Alma es la de “una joven interesante e inteligente”; para Alma, Mahler “la ha complacido enormemente” luego de su primera plática. Por parte de Mahler no había ninguna duda en su pretendido interés por Alma; sin embargo, para ella todo quedaría definido a partir de un reproche que Max Burckhard le haría: seguramente celoso por la cercanía cada vez más frecuente entre Mahler y Alma, Burckhard le pregunta a ella cuál sería su reacción ante la posible solicitud de matrimonio de Mahler, a lo que ella lacónicamente contesta: “Yo aceptaría.” Alma sabía descifrar muy bien el lenguaje de los artistas, de quienes conocía sus aspectos más personales e íntimos, las condiciones y la situación de estos; y Mahler, quien conocía también los intereses musicales de Alma y su capacidad como mujer, decidió a su modo establecer una serie de condicionantes, a los que Alma tendría que acceder para dar paso a una posible unión conyugal con reglas definidas y sin ningún contrapeso para él en la parte profesional. Así, Mahler le escribe una extensa y a la vez amorosa carta, en donde principia por hacer desmedidos elogios de Alma, así como una referencia más bien crítica acerca de los gustos literarios de ella en ese momento; sin embargo, la carta se centra en lo que él consideraba el aspecto a neutralizar, que era la fuerte y decidida ambición de Alma por desarrollar una carrera como compositora, lo cual él consideraba riesgoso en una posible futura relación, ya que podría dar lugar a una competencia interna entre ambos. Para Mahler, Alma tendría que asumir más bien la función contraria, es decir, la de ser un apoyo, una guía y un complemento a su carrera como director, a la vez que se debería entregar a él sin condición, someter su vida futura en todos sus detalles a sus deseos y necesidades, y desear sólo su amor. Por su parte, Alma vacila, se interroga, escruta sus sentimientos, dice ignorar si le ama o ha dejado de amarle. En una palabra, no cree en Mahler como compositor, dice conocer mal la música de éste, y que aquella que conoce no le acaba de agradar, pero a la vez Mahler la exalta como mujer. Finalmente, el matrimonio se celebró el 9 de marzo de 1902 en la Sacristía de Karlskirche, en la más estricta intimidad. A partir de entonces, durante el periodo de vida conyugal, Alma tuvo una intensísima vida social vinculada sobre todo al mundo de la música; asistía frecuentemente a los festivales musicales, tanto los que dirigía Mahler como otros de importancia, en donde conoció a los más renombrados músicos y escritores de Viena: a Richard Strauss, Ossip Gabrilowitsch, Arnold Schönberg, Bruno Walter, Alban Berg, Gerhart Hauptmann, Hans Pfitzner, Arthur Schnitzler, Hermann Bahr y Hugo von Hofmannsthal, entre muchos otros distinguidos personajes del ámbito cultural e intelectual de la Viena de principios del siglo XX. Por las actividades de Mahler como director, ambos tuvieron que residir y cambiar con mucha frecuencia de residencia en distintas ciudades del mundo, sobre todo en Nueva York. Sin duda, Alma y Gustav Mahler tenían en la música el elemento natural que los unía, y después de siete años de matrimonio, sus relaciones se volvieron más afectuosas. Pero, para Alma, su nuevo papel de mujer abnegada, de negación del “yo”, resultaba cada vez más insoportable; ella deseaba volar por sí misma, reencontrarse con su inacabado deseo de consagrar una parte de su vida a la composición musical, que había abandonado al aceptar casarse con Mahler. En el verano de 1910, durante unas vacaciones en compañía de su madre, en el balneario de Tobelbad, Alma conoció a Walter Gropius, joven arquitecto alemán de veintisiete años, hijo de la burguesía prusiana y quien también se encontraba allí de veraneo. Años después, Gropius fundará la Bauhaus, la más famosa escuela de arte y diseño del mundo. En Tobelbad, Alma y Gropius tuvieron momentos de amor y pasión, al tiempo que ella escribe unas breves y tristes cartas a Gustav, quien trabaja en Leipzig y Munich. Después de que Alma abandona Tobelbad, a mediados de julio, no deja de mantener correspondencia con su amante, a través del apartado de correos. Cuando Mahler descubre el romance de Alma y Gropius, es víctima de un desgarramiento interior y sólo teme perder a Alma y que ella lo abandone. Ella jamás ha sopesado la posibilidad de abandonar a Mahler, porque sabe que si lo abandona, lo mata. Ahora la situación se ha invertido, ahora el dueño y señor se ha convertido en esclavo. Gustav Mahler muere en Viena el 18 de mayo de 1911, y su décima sinfonía permanece inacabada; tras su muerte, Alma no demuestra ni la más mínima señal de dolor ni de tristeza. Ante esto, sólo puede concluirse que si es cierto que alguien puede morir de amor, entonces, Gustav Mahler sí murió de amor por Alma. Alma tiene en esa época treinta y un años de edad y no miente jamás; le confiesa a Gropius que sueña con volverse a casar, pero sin mencionar con quién. Por esos días, y ante una invitación para almorzar que le formulara Carl Moll, conocerá a un joven pintor de veinticuatro años pero de quien ya se habla muchísimo: Oskar Kokoschka, quien se dedica apasionadamente al retrato psicológico, aquel en el cual el flujo vital transmitido por el modelo es captado por la conciencia del artista para luego plasmarlo sobre el lienzo. Alma y Kokoschka vivirán una apasionada y tormentosa relación de amor que durará tres años, y aún más, pero será durante el periodo comprendido entre 1912 y 1915, cuando se dará la más trascendente cercanía entre ambos. Prueba de esto lo constituyen la infinidad de cartas que intercambiaron en esos años, la mayoría de las cuales se encuentra aún disponible en varias bibliotecas del mundo. El 18 de agosto de 1915, el teniente Walter Gropius consigue dos días de permiso para contraer matrimonio en Berlín con Alma Schindler, viuda de Mahler. La boda permaneció en su momento en secreto. Fue una unión curiosa, ella tenía casi treinta y seis años, él treinta y uno, y en el fondo nada tenían en común. Sobre su boda con Gropius, Alma escribirá: “Me casé ayer. He tocado tierra. Nadie me apartará del camino elegido; mi voluntad es clara y pura, ¡no deseo más que hacer feliz a un hombre tan noble! Estoy satisfecha y en paz, excitada y feliz como jamás anteriormente. ¡Que Dios preserve mi amor!” Pero Dios no comprenderá nada de esto. Ella ve poco a su marido, quien obtiene muy pocos permisos, pero saborea su nueva condición de esposa y se alegra de estar encinta una vez más; es la séptima vez, y así nace el 5 de octubre de 1916 una hija que de inmediato será irresistible. Alma la llamará Manon, como su suegra. Fue Manon, en realidad, la verdadera adoración de Alma, porque sólo ella era capaz de halagar su vanidad. Pero ser mujer de soldado no es precisamente la vocación de Alma: “Estoy harta de esta existencia provisional… —escribe—. A veces me siento poseída por el deseo de hacer alguna cosa mal hecha… ¡Son tantos los pecados que merecerían la pena de ser consumados! ¡Ah! ¡Sólo un poquito! Mi amor por Walter Gropius ha dado paso a un sentimiento conyugal oscuro y templado. No deberían existir los matrimonios a distancia”. Aparece entonces Franz Werfel, escritor de veintisiete años. Es un vienés típico, aunque haya nacido en Praga. Indolente, egoísta, charlatán, vive en el café, fuma incansablemente, abusa del vino, ama a las mujeres, la música —sobre todo la ópera—, y de modo más general, todos los placeres. Alma lo describe como “un hombre bajito, rechoncho, de labios sensuales, de grandes y admirables ojos azules, de frente goethiana”. Conversador brillante e incansable, conoce apasionadamente la obra de Verdi y la canta, por cualquier motivo, con una hermosa voz de tenor; le gusta también la música de Mahler… éste es Franz Werfel. Franz… ella lo quiere, ella lo conseguirá. Alma acude a verle todos los días a su habitación del hotel Bristol, donde Werfel se hospeda, y después del amor, ella le obliga a trabajar en sus escritos literarios. Walter Gropius descubrirá al nuevo amante de Alma y vendrá el divorcio entre ambos. Por su parte, Werfel, más enamorado que nunca de Alma, le escribirá estas palabras: “¡Almitschka! ¡Vive para mí! Veo mi futuro completamente en ti, quiero casarme contigo y no solamente por amor, sino porque sé, en lo más profundo de mi ser, que si existe alguna persona viva que me pueda convenir y hacer de mí un artista, sólo tú eres esa persona”. Con esta bella promesa de que jamás la abandonará, esta fe en su propia inteligencia, ella lo gobernará y lo hará con mano de hierro: “Franz es un pequeño pajarillo en mi mano —escribe ella—, el corazón le late muy rápido, los ojos inquietos y yo tengo que protegerlo de la intemperie y de los gatos. Él intenta a veces jugar al héroe, pero yo prefiero amarlo como mi pequeño pajarillo, porque esa otra parte de él no tiene necesidad de mí ni probablemente de nadie”. El 8 de julio de 1929, Alma Schindler-Mahler-Gropius contrae matrimonio con Franz Werfel. La sirena de los ojos azules, la musa de los genios, falleció de neumonía a los ochenta y cinco años de edad, el 11 de diciembre de 1964 en Nueva York. Y es con su hija Manon, con quien Alma decidió compartir la paz de la eternidad. |
Fotografias:
Anna Schindler con sus hijas Alma y Grete Alma Schindler, 1989 Alma hacia 1909 Gustav Mahler, 1907 Walter Gropius, s/F Franz Werfel, ca. 1907 Alma por Oscar Kokoschka, 1912 |