No. 124/CUENTO

 
Cuatro minutos 


Gerardo Piña
UNIVERSIDAD DE EAST ANGLIA, NORWICH, INGLATERRA


gerardo-pina1.jpgEn un pueblo tan pequeño como el nuestro la probabilidad de que las cosas salieran mal era muy poca. De cualquier forma preparamos el golpe con extrema cautela. Cada ensayo ofrecía una nueva versión de los hechos. Al principio era como jugar a policías y ladrones, después nuestro análisis se volvió parecido al razonamiento lógico del ajedrez; Anthony comenzaba por suponer tal o cual situación. Entre los dos resolvíamos las variantes y las dificultades que creíamos podrían presentarse. Generalmente era yo el que sorprendía con una nueva perspectiva o con otra posibilidad que no se había tomado en cuenta antes. Planeamos el robo detalladamente desde el principio hasta la huida durante un año. Lo que haríamos con dos millones de dólares (desde luego el cálculo era aproximado) ya lo sabíamos desde el verano de 1950, cuando papá nos llevó a la playa. Una de esas noches mi hermano y yo nos quedamos conversando. Para él no había nada mejor que ser un hombre al que otros hombres admiran por su poder, y las mujeres por su dinero, y él sabía (o al menos lo pensaba) que ambos habíamos nacido para eso, que lo traíamos en la sangre. Sin embargo la intersección de ambas premisas no encajaba en él o en algún otro miembro de la familia del que yo tenga noticia.

El viernes 17 de agosto de 1951 mi hermano mayor Anthony y yo asaltamos la sucursal del Banco Nacional de Chicago en Brawlington. Ambos estábamos nerviosos. Varias veces estuve a punto de caerme porque el temblor en las piernas era incontenible. Siempre admiraré el coraje de mi hermano; era de sangre fría aunque no tanto como lo era papá. Pienso que de todas formas Anthony era el que más se parecía a él de nosotros dos, sé que papá siempre lo prefirió a él, pero a mí no me molestaba. Todos preferimos a los que son como quisiéramos haber sido y evitamos a los que se parecen a nosotros. Es una lástima que papá hubiera muerto sin ver la gran cadena de tiendas que hoy llevan su apellido.

Pocos días antes de que nos decidiéramos a robar el banco mi hermano me dijo que yo no debía tener miedo porque aún era menor de edad y en caso de que nos atraparan él diría que me había obligado a hacerlo aunque no fuera cierto. Era algo tan obvio que yo no lo había pensado antes. No haber cumplido la edad requerida para ir a la cárcel me daba un cierto poder y lo iba a aprovechar de ser necesario. Siempre que a Anthony se le ocurría una idea, yo sabía cómo mejorarla (siempre, desde chicos). Yo le decía lo que pensaba con mucho cuidado para que él no se sintiera superado, porque era tan impulsivo que cuando se enojaba no había manera de que entendiera nada y aunque mi idea fuera mejor no la consideraba sólo para llevarme la contra, para demostrar que él, siendo el más grande, no podía concederme nada, no podía ser superado. Pero cuando estaba tranquilo me escuchaba y con frecuencia aceptaba mis consejos. Gracias a mí había logrado su primer robo, el de una dulcería en un pueblo vecino. El quería robarla solo y huir en la camioneta con las compras que papá le había encargado (entre ellas un refrigerador). Le aconsejé que se demorara un poco en la compra de las conservas, que se fuera sin llamar mucho la atención justo cuando estuviera por cerrar la tienda del señor Mollin (donde compraría el refrigerador): que fingiera lamentar el hecho de llegar tarde y que le dijera al encargado (de la manera más tranquila posible) que habría de hospedarse en el pueblo para poder comprarlo al día siguiente a primera hora y que entonces se dirigiera a la dulcería a toda prisa para asaltarla, le dije que de allí se registrara con toda calma en el primer hotel que encontrara utilizando su nombre verdadero. A pesar de que él fue el primer sospechoso, no pudieron comprobar nada, además nadie pensó que el ladrón iría a hospedarse allí mismo en el pueblo y el encargado de la tienda del señor Mollin corroboró lo que dijo mi hermano a los oficiales. Anthony era mi hermano y era de sangre fría, como he dicho.

La tarde que robamos el banco teníamos cubierta la parte inferior del rostro pero todos sabían quiénes éramos: los hermanos Wimbley. Por lo mismo no podíamos utilizar la táctica del robo de la dulcería. Habíamos pensado —yo había pensado— en algo similar, pero aún más obvio para que no fuera notado por nadie que pudiera comprobarlo. Todos conocían nuestra identidad, pero tenían que probar que efectivamente éramos nosotros y que teníamos el dinero.

gerardo-pina2.jpgCasi al mismo tiempo cortamos cartucho y Anthony —como siempre— fue el que dio las órdenes. Les gritó que se trataba de un asalto y que se tiraran al piso. No queríamos hacer daño a nadie y todos debían cooperar. Así lo hicieron (así lo hicimos todos). Juntamos a la gente del lado izquierdo del banco, le pedí al viejo Goodman que soltara la pistola y la pateara hacia donde yo me encontraba. Lo hizo sin titubear y se acomodó, bocabajo, entre el resto. La gorda esposa de Burton se desmayó. Un hombre, un extranjero de tipo italiano, me miraba con odio mientras protegía con los brazos a la que debía ser su esposa y a sus dos niñas. Yo les apuntaba. Anthony le ordenó al gerente que arrancara el cable del teléfono y que si intentaba hacer sonar la alarma le daría un balazo en las pelotas. Le pasó dos sacos de esos que usábamos para la ropa sucia a Samuel, el cajero. Este comenzó a llenarlos de dinero, de tanto dinero que pude leer la enorme codicia en los ojos de todos. Estoy seguro de que si ellos hubieran podido también habrían robado el banco, pero no tienen el coraje de nosotros, de mi hermano que es como un héroe. Ralph, el idiota, gritaba que no lo matara y su madre le decía que nadie iba a hacerle daño, que estando con ella nada habría de ocurrirle. Todo debió transcurrir en tres o cuatro minutos, pero yo sentía que eran horas. Debió ser por los nervios, debió ser por tener el control. Yo sostenía el arma con dificultad y miraba los ojos de la gente, ahí apelotonada contra la pared. Rezaba para que nadie entrara al banco en ese momento (pero como dije antes: todos, hasta el propio Anthony, cooperaban). Mi hermano tomó los dos sacos. Se acercó a mí y me dio uno. Mientras salíamos, Anthony continuaba amenazando a las personas recargadas unas sobre otras, que casi no nos escuchaban por los lloriqueos del imbécil de Ralph. Les dijo que contaran hasta cien para ponerse de pie porque de lo contrario volveríamos y les meteríamos un tiro a cada uno (ese tipo de cosas eran las que reflejaban la inocencia de Anthony y aunque sutiles, atraían con más fuerza las sospechas hacia nosotros y podían provocar que nos atraparan. Yo quería callar a Ralph convenciéndolo de que no le haríamos nada y también quería reforzar lo que decía mi hermano, pero por suerte no lo hice, no dije una sola palabra en el banco).

Corrimos como locos por la calle principal. La gente nos miraba, pero nadie intentó detenernos. Yo tenía la sensación de que el pueblo entero sabía lo que estaba ocurriendo, de que todos compartían nuestro secreto y nunca harían ni dirían nada porque son cobardes como toda la gente. Tal vez yo pensaba eso por miedo, por sentirme —por primera vez— infinitamente superior a ellos. Yo tenía valor. Cometer un delito o un crimen es mucho más difícil de lo que se piensa. Hay una sensación como de ensueño mientras lo haces, algo similar a caerse de una bicicleta, y después un malestar se te encaja en la memoria y en las noches.

Cortamos camino por el callejón de las cerezas y dimos vuelta en el peñón. Ahí tiramos las pañoletas y las armas y seguimos corriendo hasta llegar a nuestro edificio, en la calle Gilmore. Decidimos subir por la puerta trasera. La señora Elly nos regañó por entrar corriendo. Nunca habíamos subido los cuatro pisos tan rápido. Al final no podíamos hablar; las sienes y las pantorrillas me pulsaban. Entramos por la cocina y guardamos el dinero en una maleta que habíamos preparado (dentro de los sacos metimos algunas manoplas, nuestras gorras y unas pelotas de béisbol). La escondimos en una parte hueca del piso, debajo de mi cama. Nos cambiamos de ropa y nos tumbamos cada uno en un sofá. Yo hacía planes en silencio. Anthony estaba impaciente, feliz. De inmediato abrió el escondite y sacó dos grandes fajos de billetes. Comenzó a contarlos y a enumerar todo lo que se podría comprar con ellos. Decía que era una lástima que mamá y papá ya no vivieran porque se habrían puesto felices de saber que teníamos tanto dinero. En eso escuchamos el alboroto que se armaba en la entrada del edificio. Me asomé y vi a los hombres uniformados de azul. Uno de ellos forzaba la puerta del frente y yo sabía muy bien que otro iba a entrar al edificio por la parte de atrás.

gerardo-pina3.jpgSubían con rapidez a nuestro departamento. Anthony parecía no darse cuenta de nada, estaba absorto: me abrazó y me dio un beso (nunca voy a olvidar ese beso). Era muy extraño que él no tuviera tanto miedo como yo. Se lo dije y —ahora confieso que llegué a pensar en una posible traición de su parte— me respondió que simplemente estaba feliz porque era rico, millonario en ese momento. El plan había fallado por cuestión de minutos, decía Anthony; tres compañeros del equipo de béisbol debían llegar en ese momento (y no la policía) a buscarnos para pelear porque supuestamente habíamos hecho trampa en el juego. Dirían que habíamos estado jugando con ellos toda la tarde y que de pronto discutimos. Todos nos habríamos enojado bastante y Anthony y yo golpearíamos a dos de ellos: después se armaría una pelea campal y mi hermano y yo habríamos huido: eso explicaría que la gente nos viera corriendo, sudorosos. En definitiva haber confiado en nuestros tres amigos era muy arriesgado, había sido como echar una moneda al aire, decía Anthony, pero de alguna forma yo había corrido el riesgo con más determinación que él.

El sabía perfectamente que en cualquier momento iba a entrar la policía por nosotros y que todo terminaría, pero decía que al menos por esos instantes era rico y había valido la pena porque me tenía una sorpresa: una parte del plan que antes no me había dicho. Dijo que esta vez sí se me había adelantado porque creía que sólo él había estudiado esa terrible variante en la que nos hallábamos; pensaba que yo me había entusiasmado tanto con la idea de que nada podía salir mal (y tenía razón) que él tuvo que planear la última posibilidad por sí solo. Estaba diciendo algo acerca de que se sacrificaría por mí para que yo huyera con el dinero cuando rompieron la puerta. Tratamos de correr o hacer algo, pero no había salida. Mi hermano, al ver que no podría explicarme detalladamente su plan, se limitó a exigirme que le obedeciera. Yo asentí con toda la calma que pude y temí una sorpresa, pero no, de eso estoy convencido ahora, las sorpresas no existen (hay sucesos en la vida que nos parecen sorprendentes, pero es sólo que obedecen a una lógica distinta de la nuestra. Comprender un acto no es entenderlo, sino entender lo que lo causa).

No estábamos armados, pero yo sabía que Anthony sacaría la pistola del cajón, y lo hizo. Me dijo que tomara el dinero y que intentara escapar por la puerta de servicio. Ambos sabíamos que era prácticamente imposible porque tenía que esperar escondido detrás de la columna, a que entrara uno de los hombres y en ese breve lapso escurrirme detrás suyo sin que lo notara. Aún así quise intentarlo para que Anthony me viera (yo en cambio no quería verlo, no podía verlo) y no pensara en nada más que en mí huyendo con el dinero, vivo, a salvo. Para ese momento evadir al hombre y descender por las angostas escaleras sin recibir un tiro era imposible y simplemente intentarlo resultaba ridículo, inútil. Sin embargo, miré a donde estaba Anthony. Él se encontraba sentado en el suelo, recargado contra la pared; el sudor le había empapado el pecho y el rededor de las axilas. Sostenía el arma con ambas manos. Me miró con una infinita esperanza, le hice una señal para indicarle que estaba listo y entonces yo fingí pasar por detrás del hombre que de un tiro asesinó a mi hermano. El arma de Anthony estaba descargada desde esa mañana, yo mismo lo había hecho. Le cerré los ojos, le devolví el beso y los tres salimos huyendo antes de que la policía llegara. Aún teníamos cuatro minutos según lo habíamos planeado.
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Dibujos de Sergio Vargas, Escuela Nacional de Artes Plásticas