Mientras desayunaba cereal con rodajas de plátano, antes de salir a la calle y entregarse al flujo del tránsito, Gilberto levantó la vista del plato y, con la cuchara a medio camino hacia su boca, notó en el espejo de cuerpo entero que decoraba la sala cómo un hombre se le acercaba sigilosamente por la espalda. Creo que me va a destrozar el desayuno, pensó, incapaz de acertar a moverse, a desprender sus ojos del espejo que lo reflejaba a él y al hombre. ¿Era un asesino nuevo? Al parecer el tipo había salido de la cocina: el cuchillo para pelar cebollas que llevaba en la mano terminó de confirmar el hecho. Ojalá sea rápido, pensó. Vio al hombre alzar el brazo hasta lo alto, con el cuchillo engarzado en su puño apretado, y después descargarlo con furia sobre la cabeza de su reflejo. El cuchillo entró y salió del cuerpo una y otra vez, y la sangre goteaba sobre la mesa y salpicaba las paredes y manchaba el propio espejo. Después de que el cuerpo de la víctima dejó de convulsionarse, de borbotear sanguinolentas burbujas, el asesino caminó hacia la salida, abrió la puerta, se asomó al pasillo y, luego de comprobar que no había nadie, se escurrió fuera del departamento. “Esta vez estuvo tranquilo”, pensó Gilberto y se levantó para examinar de cerca su rostro muerto. Sintió aquella vieja sensación de estar hecho de carne, de carne común, como la de una vaca o la de un perro despanzurrado en la carretera.
Gilberto desvió la mirada del espejo y se concentró sólo en el plato de cereal, aunque se le había ido el hambre. Hundió la cuchara en la leche y luego se cruzó de brazos. “Pero qué ocurrencia venir a sentarme aquí”, se dijo y movió la cabeza de un lado a otro, como si se recriminara. Sin embargo, según Laura, va era hora de que enfrentara sus miedos.
—Usted, Gilberto, ya está superando el problema del proteccionismo de su madre, ahora tiene que enfocarse en la no dependencia y en asumir sus miedos con convicción. Esto lo beneficiará, estoy segura.
Laura parecía siempre segura de algo: aquellos lentes de intelectual, sus faldas ajustadas perfectamente al contorno de la curva de su cuerpo, la pluma fuente con la que llevaba los escrupulosos detalles de los jirones de vida que Gilberto le narraba durante una hora y media, los jueves a las seis de la tarde: todo ello contribuía a dar la sensación de que se podía confiar en Laura. El paciente no podía negar que estaba un poco enamorado de ella.
—Gilberto, no confunda mi relación con usted. Esto es estrictamente profesional.
Y sin embargo ayer le había aceptado un café, ¿por qué no? Después de todo. Gilberto comenzaba a mostrar mayor desenvolvimiento, menos temor ante la vida: respondía bien al tratamiento. Para Laura, aquello era un logro espectacular: había encomiado una bestia asustadiza, al borde de la locura, y lo había convertido en un hombre responsable, lo más similar a un cuerdo. Recordaba el inicio de las sesiones, cuando Gilberto abrió la puerta del consultorio y revisó con un rápido vistazo el orden en que ella mantenía sus libros, sus muebles, las pinturas que colgaban de las paredes, su título enmarcado.
—Señorita, estoy desesperado —había dicho el tipo. Creo que me estoy volviendo loco.
Ella le explicó que la locura no era un don que cualquiera poseyera. Cuando él comenzó a narrarle el infierno que era verse en el espejo (“no puedo acercarme a los espejos, le juro que no puedo acercarme a los espejos”), Laura sospechó que quizá sí pudiera estar del lado de los elegidos del caos.
—¿Por qué dice que no puede acercarse a los espejos?
—No se lo puedo decir. Si lo digo, usted me llevaría inmediatamente al manicomio.
La psicoanalista intuyó que Gilberto sufría una especie de narcisismo al revés, una desvaloración tan apabullante que el solo hecho de mirarse al espejo le producía miedo. Supuso que el problema provenía de la infancia, quizá concretamente entre los cuatro y los ocho años. Alguna responsabilidad de la madre.
—Mi madre está muerta.
Allí estaba, entonces, el meollo: Gilberto carecía de valor porque nadie se lo había inculcado. Pobre hombre. Y sin embargo, de un tiempo a la fecha parecía haber recuperado un poco de seguridad, de autoestima. Comenzaba a expresarse con mayor fluidez, recordaba un número más amplio de sucesos vitales clave, sonreía con mayor facilidad. En realidad, no era un tipo desagradable. Lo de los espejos era todavía un problema, aunque él había hallado una manera superficial de confrontarlos.
—Los cubrí con un velo; ya no me importunan.
Un hombre normal hasta que le tocaban el tema de los espejos... ¿Pero cómo podría Gilberto explicar el fenómeno? Al principio de las sesiones intentó hacerlo, revelarle a la doctora que su padecimiento no era un trauma de la infancia o un Edipo mal curado, que el mirarse en el espejo era una confrontación más feroz, aunque al principio ocasional: a los quince años, cuando iba a rasurarse por primera vez, vio a su reflejo destrozar con el rastrillo su rostro hasta dejarlo sin ojos, rasgado de sangre; o poco después observó cómo, a través de los cristales reflejantes de un edificio de oficinas, su doble era cercenado por una motosierra en manos de un leñador. No podía revelar que, de un tiempo a esta parte, los encuentros se habían vuelto consuetudinarios, y cada vez que se asomaba al lado zurdo alguien le abría el cuerpo con un escalpelo o le rompía las manos con un mazo. Pero eso no era lo terrible: su angustia era verse muerto, inanimado, un pedazo de tripas y piel inservible. No obstante, el progreso del análisis le hizo suponer que su mal se curaría al curarse su inseguridad o su desesperación y decidió guardar su secreto. Hasta ayer, por supuesto, cuando decidió que podría invitar a Laura a tomar un café.
En realidad no bebieron café, sino un par de jarras de cerveza en una cantina y estuvieron platicando hasta las once y media de la noche. “Mañana tengo trabajo”, dijo ella y Gilberto entendió que su analista le gustaba más de lo que había supuesto al principio. Decidió jugarse el albur, deslizar un comentario sobre lo bien que se le veía la falda o el color negro de sus ojos o aquella sonrisa. Laura entendió, pagaron la cuenta, caminaron por la calle hasta el automóvil.
—Nunca antes me había pasado esto. No es profesional. Quizá debamos detenernos.
—¿De veras?
—No.
Así que se encaminaron al departamento de Gilberto, envueltos en un silencio tan acogedor que prefirieron no romperlo con algún comentario sobre lo que vendría después, mañana en la sesión.
—¿No que los espejos te desagradaban?
Laura señaló el de cuerpo entero que presidía la sala. Estaba un poco empañado y parecía viejo, con aquel marco pintado a mano y los rastros de polilla en el lado izquierdo.
—Sí, me desagradan. Pero éste me lo mandó mi padre hace una semana y aún no sé qué hacer con él. Perteneció a mi madre.
Contó la historia de cómo había evitado los espejos durante años, cómo había roto decenas de ellos, por qué caminaba por las avenidas con la mirada fija en el suelo, concentrado en evitar los edificios y los escaparates.
Luego se besaron.
—No entiendo.
Ni siquiera habían tenido tiempo de llegar a la cama. Gilberto la penetraba de pie.
—Espérate, vas a ver que no hay nada que temer.
Laura se zafó y caminó hasta el espejo y sujetó los bordes del marco con ambas manos. Luego abrió las piernas y se agachó.
—Te voy a ayudar.
Gilberto caminó hacia ella, procurando mantener la vista sólo en aquellas nalgas suaves. Cuando estuvo dentro cerró los ojos.
—Abre los ojos... Mírame...
Gilberto apuraba el bamboleo.
—Abre los ojos —exigió Laura. Tienes que enfrentar tu miedo.
¿Y si quizá...? Gilberto abrió los ojos y miró a Laura, que le sonreía desde el reflejo. Se miraron largamente, ensimismados en ese juego. La mujer parecía a punto de estallar: cerró los párpados un segundo, justo en el instante previo a sentir una sacudida de calor subirle las piernas. Luego, a través del espejo, miró hacia Gilberto, esbozando una sonrisa que se deshizo casi al instante.
—¿Para qué es ese cuchillo?
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