“El universo respira de la boca del hombre, y el hombre de la boca del universo”, frase romántica pero innegablemente esperanzadora. Baraka explora en la compleja naturaleza humana y llega a su origen en derredor, en los cielos desgarrados por las cimas y los cuadros ardientes del desierto, en la lava que fluye y rompe en burbujas y llamas al centro de un cráter. Condensa toda la belleza y el misterio del mundo que el ser humano trata de capturar en sus templos, sus danzas y sus ritos, como parte integrante y contemplativa a la vez, como una ida y vuelta de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera. El hombre mira su mundo y lo reproduce en su cultura, imitando en sus trajes los colores del plumaje de las aves, traduciendo en sus bailes el movimiento de los planetas y del universo mismo, del que está adentro y del que está afuera. La pregunta surge por sí sola: ¿cuál es el origen de nuestro universo interior?, ¿de dónde parte?, ¿cómo se formó?
Las imágenes guardan secretos y ocultan al tiempo que revelan. ¿Qué es lo que nos dicen a la cara y qué es aquello que apenas sugieren al espectador? El camino hacia afuera —al exterior del hombre mismo— resulta sinuoso y se evidencia su sistematización. El hombre creador de ciudades que palpitan entre el verde y el rojo de un semáforo, entre la salida y la llegada de los vagones del metro, entre las fábricas, los rascacielos, los grandes centros comerciales donde todo se vende y todo se compra, los basureros donde las mujeres-madres acuden cada día con los niños-hijos a buscar algo que comer. Al final, eso es el hombre; lo mismo el que envía a sus muertos en llamas por el cauce de un río, que el que espera su turno en la fila del banco. Viviendo en Bali o en Nueva York el hombre es igualmente complejo e igualmente distinto, como las diez mil formas en que cada ser percibe su universo.
Ron Fricke se aventura a mirar sin miedo alguno esa naturaleza, la naturaleza del mundo a la que por supuesto pertenece lo humano y, sin una historia palpable, deja leer las historias de todos los tiempos. Sesenta años atrás. El hombre de la cámara (Man with the Movie Camera, Dziga Vertov, URSS, 1929) lo había logrado de una manera mucho más particular, centrándose apenas en una célula de este vasto cuerpo que es el mundo, con menos recursos tecnológicos y obligado por ello a explorar los confines de su propia creatividad y destreza. Por su parte, Fricke lo mira todo como una fotografía panorámica llena de contrastes y logra un largometraje que se sostiene, cada cuadro vive por sí mismo para quienes gusten mirar, para quienes deseen revivir su capacidad de asombro.
Baraka aparece así como una cinta que guarda su sentido de la realidad al mismo tiempo que evidencia el paso del tiempo en los colores y las texturas mismas de la imagen, que por lo demás se nos muestra equilibrada y completa, dándonos el tiempo suficiente para recuperar sus detalles. La música no resulta tan afortunada, principalmente en lo que se refiere a su temporalidad: sus timbres instrumentales tan característicos del estilo New Age de las décadas de los ochenta y noventa hoy se perciben a todas luces démodé.
Baraka es un buen momento para contemplar el adentro y el afuera, entendiendo esta acción contemplativa como el punto de partida hacia los infinitos cuestionamientos sobre lo humano.
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