10.
Era de noche y Ana no podía descifrar el paisaje del lugar que recorrían. El padre de Kimberly había anunciado que faltaba poco para llegar. Seguían preguntando a Ana cosas de México y de su familia y la obligaban a pensar y contestar en inglés, a pronunciar correctamente, pero en realidad ella quería que estuvieran callados un rato. Necesitaba estar a solas con su extrañeza. Comprendía que empezaba a estar lejos: las sensaciones no se podían transmitir de inmediato. Por ejemplo, no podía contarles a sus padres cómo había pasado de largo frente a la familia Connors, porque la foto de Kimberly con el pelo largo y una camisa a cuadros no correspondía con la que estaba en el aeropuerto: era alta, de pelo corto, con los ojos muy pequeños y frenos. En la foto Kimberly no enseñaba los dientes. Tampoco los reconoció porque los padres de Kim eran unos señores como sus abuelos, ella con el pelo totalmente canoso y él calvo. Siguió de largo y se sintió desconcertada. Por primera vez después de la larga travesía la asaltó el miedo. ¿Y si no llegaran? ¿Qué haría ella en ese aeropuerto pequeño? Le tocaron el hombro, era Kimberly que le preguntaba si ella era Ana Duarte.
—¿Kimberly?
Se quedaron de pie una frente a la otra.
—Kim— dijo ella.
Ana la saludó con un beso igual que a sus padres.
Había tenido que trasbordar en Los Ángeles y en San Francisco, la azafata que traía su pasaporte y con la que estaba encargada desapareció por dos largas horas en el segundo trasbordo. Pidió que la vocearan, se había aprendido el nombre que traía escrito en una tarjeta prendida al traje. Nunca había visto una azafata en vivo y le parecía admirable que sonrieran siempre, que el traje no se arrugara y que se llamaran cosas como Mildred o Karen. La de su pasaporte era Mildred James. ¿Podía olvidar un nombre así? Al rato apareció la azafata con sus papeles en la mano y una disculpa.
Recorrer un aeropuerto cinco horas no resultó pesado. No conocía más que el aeropuerto de su ciudad y sólo por instantes. Cuando llegaron sus padres de Europa, cuando viajó su abuelo. Le gustaba la terraza del de la Ciudad de México porque se veían los aviones despegar y a los pasajeros subir la escalera. Algunos sacudían la mano o mandaban besos, pero el aeropuerto de San Francisco era enorme. Tenía tiendas y cafeterías, máquinas de dulces. Se compró un Hershey’s y una banderola que decía San Francisco. Inundaría su cuarto de pedazos del viaje. En los pasillos había muchachos y muchachas de pelo largo con los pantalones gastados, mochilas al hombro. Le pareció tan ridículo su atuendo de piel. Parecía una mosca en el lugar, una señora enana. Si la viera Andrés. Qué bueno que no había ido al aeropuerto a despedirla. Ya le había dicho que no podía, que tenía reunión con su hermano, que los granaderos no tenían derecho a meterse a las preparatorias ni a la universidad. Mientras hablaba le revelaba a Ana un mundo muy distinto al de su escuela. Apenas y había oído de la pelea entre una vocacional y una preparatoria y no la entendía, o no le importaba. No pasaban nada en televisión y en su casa no lo mencionaban. Sólo Joaquín de repente decía que no se valía que estuvieran los policías metidos en las escuelas.
—Tú qué sabes quién está detrás de todo esto —decía papá.
—¿Será el mismo que está detrás de la universidad de París, de Kent, de Yale? —lo retaba Joaquín.
Ana había visto las fotos de un muchacho muerto tendido en el pasto mientras una estudiante en silla de ruedas parecía gritar algo. Le indignaba pero le parecía lejos. Una película en una pantalla. En su secundaria no pasaba nada. Por eso estaba ella aquí metiendo las narices en otro mundo. No quería tanta quietud.
—¿Entonces dejaste las olimpiadas en tu país para venir a vernos? —preguntó el papá de Kimberly.
—Sí —contestó tímidamente Ana. Siempre le había parecido que este viaje a lo incierto era mejor aventura que lo que pudiera pasar en su país.
—Nos halaga —contestó la madrastra de Kimberly.
Eran demasiadas cosas para un día, por eso quería dejar de escuchar las preguntas en inglés. El avión era algo delicioso, esa fuerza para elevar el aparato y luego el silencio de las alturas. El color blanco intenso de las nubes, como en un cuadro, contra el cielo azul y abajo el paisaje empequeñecido, las parcelas, las manzanas perfectas conforme volaban sobre Los Ángeles; el mar y un pedazo del Golden Gate Bridge que pudo ver desde el avión y luego durante la noche mirar un tapiz de luces, sospechar a la gente dormida y ella volando sobre sus cabezas. Quería apuntar todo pero prefería mirar adentro y afuera del aparato. La pasaron a primera porque a alguien le faltaba asiento y ella viajó en el más ancho posible, con su libro en las piernas que apenas leía y espiando a las azafatas y sus afanes porque no le faltara nada a ella. La charola de comida y los saleros diminutos, los cubiertos que se guardó como recuerdo del viaje con el pelícano grabado en los mangos.
—Nunca había viajado en avión —les dijo a sus anfitriones.
—Eres muy valiente —le dijo la señora Connors.
No entendía qué tenía de valiente treparse al confort de las aeronaves, tenía ganas de decirles que era muy afortunada y que tendría mucho que contar en casa y a sus amigas, a su amiga Mariana y a Andrés. Tal vez a Andrés le pareciera muy tonto lo que a ella le ocurría. No eran grandes cosas y sin embargo la llenaban de alegría. No eran como las reuniones que seguramente tendrían los estudiantes y a donde iban Joaquín y Andrés, pero le hubiera gustado compartirlas. Le escribiría lo antes posible. Antes de que las emociones se le olvidaran o unas se tragaran a las otras.
—Aquí empieza Williams —dijo el padre de Kimberly.
Ana alcanzó a ver un letrero sobre la carretera y después de un rato una casa, luego otra. Entendió que no había pueblo sino casas desperdigadas.
—Ésta es nuestra casa —habló por fin Kimberly cuando el padre giró el auto para entrar bajo un cobertizo.
Un pequeño farol iluminaba un porche. Ana sólo distinguió un número, 390 junto al buzón rojo, v el color amarillo de la madera.
—Bienvenida —dijeron los padres tras abrir la puerta y llevar sus maletas a la habitación de Kim.
—Estarás fatigada —dijeron ellos que también estaban cansados por el recorrido hasta Medford.
—¿Quieres leche con galletas? —le dijo Kim.
Ana accedió. Sobre la alfombra de la recámara, entre mordiscos y tragos de leche comenzó a acostumbrarse a la voz de Kim y a la recámara, a sus carteles con caballos y el medio clóset que compartirían esos meses.
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Mónica Lavín es autora de libros de cuentos y novelas. Su obra aparece en antologías nacionales e internacionales. En 1996 recibió el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por el libro de cuentos Ruby Tuesday no ha muerto (Diana-Difocur); en 2001 recibió el Premio Narrativa de Colima por la novela Café cortado (Plaza & Janés). Entre sus libros de cuentos figuran Nicolasa y los encajes (Lectorum), La isla blanca (Lectorum) y el más reciente Uno no sabe (Plaza & Janés, 2003); entre sus novelas, La más faulera, Tonada de un viejo amor, Cambio de vías (todas en Plaza & Janés). El libro Leo, luego escribo, sobre el placer de la lectura (Lectorum) fue seleccionado para las Bibliotecas de aula. Colabora en diversas publicaciones, ha hecho guiones para documentales, conducido programas de radio, coordinado antologías y ediciones especiales. Es maestra de la Escuela de Escritores de la SOGEM y miembro del Sistema Nacional de Creadores.
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