No. 123/CUENTO BREVE |
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Ballena en rojo y blanco |
Andrés Márquez Mardones |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
La panza de Simón nace en la espalda con una lonja descomunal que lo rodea y hace arruga en los senos que le cuelgan como si fuera mujer vieja. Le gusta nadar porque su cuerpo flota, es más ligero que en la tierra, el peso desaparece. Se avienta con esfuerzo y al caer el agua llega hasta los vestidores, por eso en la escuela le dicen el Ballena, por eso y por su piel rosada que brilla dentro de la alberca.
Se aprovecha de sus compañeros porque es más grande; les esconde los calzones cuando se bañan, los avienta al colector de basura que está afuera, bajo la ventana de los vestidores; luego se burla de ellos. Cuando alguien quiere pegarle, basta que Simón se le aviente encima y lo aplaste contra el suelo o una pared; les saca el aire, los asfixia.
Le gusta bañarse en la regadera del fondo porque allí sale el agua más caliente. Pone sus cosas en el banquito de afuera y cierra la cortina para que no lo vean encuerarse. Ahora se encuentra en la regadera; en el vestidor se escucha el escándalo de siempre. Se quita el traje de baño, se le derraman las nalgas y la panza cae libre, el cuerpo se le escurre como el agua, los brazos, las mejillas redondas, toda la grasa incontenible.
De pronto el ruido se detiene, sólo se percibe el sonido de la ducha. Alguien abre la cortina. Simón les grita “putos”, los amenaza y la cierra sin salir del agua. Es más la vergüenza de mostrar su cuerpo que el coraje. Entonces empieza el grito: ¡Ba-lle-na! ¡Ba-lle-na! Es un grito anónimo que le duele a Simón en cada gramo de su cuerpo. Un estertor gigante que aumenta poco a poco: ¡Ba-lle-na! ¡Ba-lle-na!, y se abre nuevamente la cortina. Ya no se ven sus cosas, sale a buscar al culpable. Allí están ellos, formando una masa densa, como el cuerpo del gordo, que grita: ¡Ba-lle-na! ¡Ba-lle-na! Tienen sus arpones de toallas mojadas. Simón vocifera, pero el sonido es un grito ahogado que se atora en las redes de la turba. Alguien lanza el primer arponazo de toalla. Acierta en medio del abdomen. Pero seguro que no le duele, la carne que tiene lo defiende como una coraza. Hay que clavarle más. Entonces salen todos los arpones de la tripulación enardecida de un ballenero que dispara y atesta en el cuerpo del cetáceo, del Ballena, de Simón. Le pegan en la cara, le pegan en los pechos, la espalda, en las nalgas aguadas y celulíticas, en el estómago, en la boca, en los testículos ocultos en lonjas, en las piernas, en los brazos, en toda su carne. Le pegan a Simón que recula e intenta esconderse bajo el chorro de la regadera. El dolor es inubicable. El ardor está en cada marca. Alguien da el último arponazo. Simón cae. Respira pero tiene los ojos cerrados. Todos salen del vestidor en silencio, para no interrumpir el sonido del agua que cae en el cuerpo Simón. Atrancan la puerta para que no se vaya el pez gordo. El agua se está enfriando, calma un poco el calor de las marcas de una ballena en rojo y blanco. Se levanta y busca sus cosas. Sabe que no están en el vestidor. Camina a la ventana. Es seguro que no cabe pero lo intenta. La ventana vieja no resiste el peso y se derrumba... Simón está medio muerto en el colector de basura, un gato le lame las heridas, pero él sabe que no es para consolarlo, el cuerpo está húmedo y el gato —adulto como sus compañeros— tiene sed.
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Dibujos de Paula Ivette Ávila, Escuela Nacional de Artes Plásticas |