No. 122/CUENTO

 
Los signos del tacto



Antonio Sonora 

UNIVERSIDAD METROPOLITANA DE COAHUILA



Tarde había comenzado a entender que iba perdiendo uno a uno los signos de su tacto: apenas ayer espaldas tan jóvenes, codiciables miembros, cinturas que en una noche entera había resguardado, se despoblaban sin tregua de todo lo que era la indefinible memoria de sus manos. Con ello también sus líneas, sus cicatrices. Todo lo que pensó le haría recordar en el transcurso del tiempo lo que había descubierto y acariciado: madrugadas entre muslos, tardes descritas sobre brazos. Esa indescriptible experiencia del primer contacto que a través de la noche y la sombra incendia las yemas y nos deja preguntándonos heridos aún los dedos si importa el pecado. El rostro de su madre y con él el de sus abuelos, los que tantas veces aprendió a reconocer con tan sólo tocarlos. Los húmedos frutos que resguardan un patio selvático y también un escote de mujer preciso y cercano. Así al fin, todos los atributos que llenan de significado una llaga o una quemadura se habían apartado de pronto del espacio de sus manos. Desprovisto de historia y de suerte llegó a delirar que podría ser eterno sin principio ni pasado. La antigua quiromancia poco podía apresarlo al no tener ya caminos en donde los astros con sus constelaciones jugaran el azar de perderlo o acercarlo. Poco pudieron también después los intentos de marcar su piel o de copiarse designios inventados: a cada laceración sobrevenía en el transcurso de las horas la noche en donde todo era borrado. Marcas o dibujos, sentencias mágicas. antonio-sonora01.jpgNada sobrevivía al milagro cotidiano de su inmutable mano limpísima al despertar. Cansado de sus propósitos dejó en la suerte todos sus designios, sus mandatos. Solo un día en la madrugada, un rumor de hierba creciendo y enramadas despertando empezó a poblarle los dedos como una sensación que había estado aguardando. Imposible oponerse: sus brazos se convertían poco a poco en ramas, creciendo de sus venas como una corteza nueva. Cada espacio de su cuerpo se veía amenazado por distintos sentidos, por diferentes emociones que avanzando como una savia silenciosa reptaban sin retroceso. Al paso del tiempo de esa madrugada nadie escuchó un hombre gritar desconcertado cuando las ramas de una naturaleza distinta le fueron devorando el pensamiento. Nadie comprendió luego por qué ese árbol en medio de la casa había aparecido rompiendo la duela. Mucho tiempo después, al estar la casa deshabitada encontraron el cuerpo desnudo de un hombre viejo con las palmas de las manos tatuadas con la figura de un árbol.

  


Dibujo de Yadith Río de la Loza Gálvez, ENAP