No. 122/CUENTO |
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Los signos del tacto |
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UNIVERSIDAD METROPOLITANA DE COAHUILA |
Tarde había comenzado a entender que iba perdiendo uno a uno los signos de su tacto: apenas ayer espaldas tan jóvenes, codiciables miembros, cinturas que en una noche entera había resguardado, se despoblaban sin tregua de todo lo que era la indefinible memoria de sus manos. Con ello también sus líneas, sus cicatrices. Todo lo que pensó le haría recordar en el transcurso del tiempo lo que había descubierto y acariciado: madrugadas entre muslos, tardes descritas sobre brazos. Esa indescriptible experiencia del primer contacto que a través de la noche y la sombra incendia las yemas y nos deja preguntándonos heridos aún los dedos si importa el pecado. El rostro de su madre y con él el de sus abuelos, los que tantas veces aprendió a reconocer con tan sólo tocarlos. Los húmedos frutos que resguardan un patio selvático y también un escote de mujer preciso y cercano. Así al fin, todos los atributos que llenan de significado una llaga o una quemadura se habían apartado de pronto del espacio de sus manos. Desprovisto de historia y de suerte llegó a delirar que podría ser eterno sin principio ni pasado. La antigua quiromancia poco podía apresarlo al no tener ya caminos en donde los astros con sus constelaciones jugaran el azar de perderlo o acercarlo. Poco pudieron también después los intentos de marcar su piel o de copiarse designios inventados: a cada laceración sobrevenía en el transcurso de las horas la noche en donde todo era borrado. Marcas o dibujos, sentencias mágicas.
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Dibujo de Yadith Río de la Loza Gálvez, ENAP |