Me bañas con tus manos de nube,
de día rojo, ancho.
Las alas de tu tiempo se pelearon
tras el telón de un pasado.
Bebes noches para mí.
Y la baba de tu coraje
se me queda en las uñas
con las que araño los ojos de la ciudad.
Mis rodillas no se cansan de cantarle a tu virgen,
mi lanza de rozar en tus bohemias,
mi aurora de sostener tu limpieza sexual,
mi plata de temerse en tus vidas.
Te di los pendientes que contienen mi mar
para que escuches mejor mi oleaje
quebrado de siglos.
Porque debes advertir
mi humo y mis alas,
tu bala y tus lumbreras;
absorber mi halo
y tu dual tintura.
Porque te convertiré en camino,
bastón, burdel e iglesia,
milenio y generación,
constelación y línea interminable.
Serás cara y espalda,
la más fina navaja de Teseo,
la más honda ternura de Judas.
Tropecé con las llagas
de un perro de cantina
que pide agua
a unos niños de primaria
y caí en mi propia sangre.
Ando con cuarenta pesos y tus labios
en la bolsa del pantalón.
Me meto las manos
para saber que no se me han perdido.
Me ataron
cuando era hilo y me hice lazo
al frondoso árbol-poeta
que se deshoja en otoño
y echa raíces a cada latido y beso.
En tu seno me desvisto
para quedarme sólo con una cadena
y el dije de mi soledad al pecho.
Anoche vino el guardián del edén
para entregarme los guiones de su comedia.
recogí el polvo de sus pasos
y te hice un verso de sal,
y te hice un desierto, fueres mi sal.
Logras encender la lumbre de mis dedos
y prendo los cigarros de tu ilusión.
Me fumas con tus amigas
mientras te lloras, mientras te ríes.
Hojas, letras, tintas: estoy en tu pared.
Fuego, canto, cimbra, levanta: estás en mi dolor.
Tiembla, abre, duerme: estamos solos.
Un mal día pintaron
a la verdad desnuda
para el arte más impuro
y la guardaron en las gavetas
de un desierto.
Respóndanme:
quién asfixió a la Margarita,
quién incendió el absoluto,
quién desató al paraíso.
Sigo caminando con los santos del pasado,
atisbo entre las manos de quienes me quieren vivo,
y me conceden sus líneas moribundas,
su breve resucitar.
Hay una Sodoma
en las barbas de Jehová,
en su mano izquierda
carga las lenguas-medusas
de fenicias arrepentidas
y pisa con su vergüenza
esta oda que te hago en invierno.
Traigo tatuadas, en los ojos,
las cruces de mis calles
y cada domingo en la noche
viene nuestra muerte a cambiar las flores.
Me oculto entre las vías del metro,
en la guantera de tu ombligo.
Déjame un rato, que vuelvo
con los pasos cargados, con lo robado.
Que vuelvo con tus plumas,
con cachos de ciudad,
con sangre en la cara,
con cuarenta pesos,
con mi dije.
Llego fumando
y unas cuantas flores nuevas.
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