...cerré la puerta donde estudiamos, el pasillo estaba vacío, mi taller era el único que laboraba basta tarde, bajé las escaleras, todo el edificio estaba en silencio, abrí la puerta de la calle y le puse cerrojo después de salir con la llave que Rafael López me había dado y me encontré con la neblina. Intenta verme allí, rodeado de una intangible e informe envoltura tan volátil como espesa, si es que acaso me logro explicar, y siempre en el centro de ella, con lo cual no podía mirar un carajo, nada, sólo la enredadera imposible de la neblina. Así que, ¿dónde estaba el camino a mi casa? Tan desorientado no soy, así pues enfilé hacia la derecha para rodear el edificio, y de allí tenía que bajar para encaminarme por el sendero asfaltado hacia donde licuaría al camino por el cual circula el bus de la universidad, pero no veía nada, apenas mis zapatos al dar los pasos. Y allí voy, como un ciego en una ciudad desconocida y sin perro guía. Frente a mí, únicamente esa muralla de pañuelos blancos envolviéndome. De vez en cuando escuchaba el motor de un automóvil, alejándose, y después sólo el murmullo de la niebla, pues te aseguro que era tan espesa y por lo tanto al deslizarse producía algo así como un suspiro. Unos pasos más adelante y ya había perdido el sendero, estaba en uno de los jardines, a punto de golpearme contra un árbol. Y seguí cuesta abajo, pues abajo, allá lejos, allá al principio de la montaña estaba mi casa. ¿Qué te parece: un kilómetro o kilómetro y medio allá abajo, o quizá dos? Y, además, viejo conejo, si no encontraba un bus tendría que recorrer la distancia caminando, paso a pasito entre la niebla, imagínale, como Roald Engebereth Gravning Admunsen en los últimos tres kilómetros para llegar al centro mismo del Polo Sur. Y allí voy, cuesta abajo, pisando el pasto resbaloso, las manos al frente por si se me enfrentaba otro árbol deseando golpearme también, y recordando lo que me dijeron de los pumas desorientados en busca de alimento. Allí sigo bajando, sintiendo la dulce caricia de la neblina cu el rostro, soportando el frío, soportándolo estoicamente, y una vez más reconociendo el miedo. Pero nada se mona a mi alrededor, como si sólo existiéramos la neblina y yo avanzando en direcciones opuestas. Así llegué a mi primera meta, el camino del bus, porque tenía que ser el camino del bus. Es agotador caminar en contra de la neblina, y sobre todo ésa de esa noche, cada vez más compacta. Llegué allí como el último corredor del maratón en la Olimpiada de Tokio, y me desplomé en la banca de la parada del bus. Según mi recuerdo, unos cuantos metros (¿kilómetros?) más abajo estaba la desviación hacia el estacionamiento de los buses frente al Bay Tree Bookstore, o podía cortar, posiblemente, caminando otra vez por el jardín atrás de mí, arriesgándome al declive del terreno, o esperar allí al salvador bus. Esperé. Miré cómo pasaba la neblina. Y miré cómo pasaba la neblina. ¿Qué amo yo en este momento, yo, el sorprendente extranjero? Amo la neblina, la neblina que pasa, aquí, a mi lado, la maravillosa neblina. Y miré pasar la neblina, me dejé envolver por ella. Estaba empapado. Sonreí. Y miré pasar la neblina.
Una luz amarillenta hizo estragos en la maravillosa neblina, el ruido de un motor irrumpió en su suave música.
Risas de muchachas.
Voces de mujeres.
El canto de las sirenas.
La luz pasó, el ruido se alejaba, el sonido de las voces disminuyó. La neblina formó remolinos y figuras extrañas. Allá abajo el ronroneo del motor de un automóvil detenido siguió ronroneando. Escuché el cambio de velocidades y el ruido que produjo el automóvil en reversa. Pero en ese instante llegó una camioneta y se detuvo a mi lado, de color blanco, confundida entre la neblina desde donde una voz me dijo: “Vamos, suba, lo llevamos, es imposible caminar con este clima”. Subí, claro está, al asiento posterior. Un chico manejaba y a su lado su compañera, y entre ellos pude mirar adelante, iluminado por los faros un breve instante, cómo el automóvil anterior volvía a emprender la marcha, escuchamos las risas de las mujeres, luego nada, otra vez el manto de la neblina.
“Es una noche difícil”, dijo la voz femenina en el asiento de adelante, sin dirigirse a nadie. Les di las gracias por el aventón, pero ni el chico ni la chica dijeron nada. Sólo podía mirar la parte posterior de sus cabezas, pues ellos no se dieron vuelta hacia mí, el cabello oscuro y largo de los dos, pero el de ella sujetado atrás en lo que llamamos “cola de caballo”, y podía mirar el cristal delantero de la camioneta y la neblina, sólo eso, Ernesto, no se veía nada más, la neblina adelante. “Sí, es una noche terrible y la neblina está muy espesa, no se ve nada”, les dije, “cómo pueden manejar así”.
“Conocemos el camino”, dijo ella sin moverse, la vista al frente. Así que miraba sus cabellos y miraba la neblina. Descendíamos en silencio, sin sentir el movimiento, y luego la camioneta se detuvo. “Aquí está ya”, dijo la chica, “pero esto has de hacer, que en verdad no pareces ser necio: esfuérzate y sigue por el corredor hasta dar con tu casa, no te desvíes”. Dije gracias y bajé. Realmente la neblina era espesa, como en bloques, pues ya de pie, abajo, intenté mirar hacia mis salvadores, pero la neblina me lo impedía, avanzaba lentamente entre los cristales de la camioneta y yo. Imagínate una fotografía muy clara, demasiado expuesta y muy amplificada, donde únicamente se puede ver una mínima porción de una nariz, de una ceja, de un ojo, y sólo por un brevísimo instante pues en cuanto crees haber visto eso la imagen ya ha cambiado, una porción de una oreja, la línea de un labio, el manchón oscuro de unos cabellos y luego ya no, sino otras ventanas por donde van desapareciendo las imágenes. Y la voz de la chica (no sé por qué pensé en un sonido de gaviota) como filtrándose por esas hendiduras que descuidaba la neblina: “Cuídate, no salgas solo de noche. Ten cuidado. El porcentaje de esta universidad es de un ochenta por ciento de mujeres contra un veinte por ciento de hombres, de estos últimos más o menos la mitad son gays o bisexuales, y aunque hay también como un treinta por ciento de bisexualidad en las mujeres y además un quince de ellas totalmente salidas del clóset, queda un buen porcentaje de chicas en uso, digamos normal, si es que acaso existe la normalidad, de su sexualidad, una gran cantidad de ellas viven largos periodos de abstinencia y soledad, por lo que en noches como ésta, sin luna, frías, se reúnen con otras en igual condición y salen a los caminos en busca de algún imbécil como tú con el fin de, por medio de una sonrisa absurda, atraparlo en sus redes y después violarlo tumultuariamente. No creas que es en modo alguno agradable. Ya después escucharás los detalles que no me es dado ofrecerte, pero no es en absoluto placentero: lastima, agota y avergüenza. Así que ten cuidado”. Así me dijo y luego quedó solamente la niebla en el viaje de todas las noches. Caminé por mi sendero, tratando de unir los fragmentos observados en las posibilidades por los huecos viajantes con el propósito de reconstruir la imagen de esa chica, pero me fue imposible. En la puerta de mi casa saludé a Yolanda, después me cambié de ropa, poniéndome el pijama con adornos de los cuentos de Grimm en su versión para adultos, me serví un whisky v me tumbé en la cama. Creo que adentro hacía más frío que allá afuera y junto a la neblina.
Esa noche soñé con la voz de esa chica, y en el sueño pude reconstruir todos los fragmentos de su rostro en un perfecto rompecabezas. Era bella, y su voz, sin proponérselo, cantaba al decirme que ella “en realidad no tenía nada contra la bisexualidad, en otras épocas era considerada como un rasgo de total libertad del cuerpo y el espíritu, y por supuesto no era una enfermedad sino una elección, así que tampoco me importa que tu elección haya sido el inclinarte por las mujeres hermosas y además inteligentes, pues estoy de acuerdo contigo: sólo la belleza es bella, la fealdad daña a los ojos de quien mira y la tontería es una fragilidad deleznable".
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