No. 121/CUENTO |
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El presidente |
Óscar Garduño Nájera |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
Ya le digo, señor presidente, ese Benito es todo un traidor a la patria. De un tiempo a esta parte viene desprestigiando a su gobierno. Hasta la gente del comité se le quiere echar encima. A mí me da pena: no sea que usted vaya a desconfiar de mí y vaya a pensar que soy un soplón. No en vano vengo a prevenirle antes de que llegue al pueblo. Seguro que se le aparece. Para mí que está coludido con los del otro partido.
No, ni se preocupe: yo soy una tumba... Mire: pico de cera. Ahora que no me va a decir que la Amelia no está buena. ¿A poco no? Ni se preocupe, yo no digo nada en lo que toca al Severino, ¿se acuerda? ¡A mí qué me importa! Bueno, también depende de cómo se ponga usted de generoso, ¿no? ¡Ah, que mi presidente! Qué calladito se lo tenía, que calladito... El automóvil se estacionó frente a la tienda de la Josefa. Descendieron dos tipos malencarados que portaban pistolas en la cintura. Observaron a todas partes, como si buscaran algo. Uno de ellos, el más fornido, abrió la puerta de atrás y apareció, fumando un puro, con lentes oscuros y sombrero texano, el distinguido presidente municipal: Emiliano Angulo Martínez. Dio las gracias torcidas y caminó hasta llegar al portón del palacio de gobierno. No muy lejos de ahí, en las bancas del jardín de la iglesia, Ignacio platicaba con Benito mientras comían unas paletas de limón: —Que no te vengan con cuentos. Benito, todos nos vamos a ir al carajo. En serio: nadie se va a salvar, tu mujer, tus hijos, tus padres, tu perro, tu gato, tu canario, tu vaca coja. No hay vuelta de hoja en el destino que el señor de arriba ya trazó. Mira: a todos los del mentado partido les ha de ir por igual. Benito peló los ojos: —¿Por igual? —¡Pues claro! —dio la última chupada y arrojó el palito a un árbol donde se encontraba jugando un niño. ¡El partido! Ni te digo que ayer fui a ver al nuevo presidente municipal. —¿Adónde? —Al pueblo donde están las oficinas centrales del partido. ¡Vas a creer que ni me quiso recibir! Que muy ocupado, sí como no. ¿Recuerdas que hace dos años bautizó a tu Severino? Chance y ahora que llegue agarramos un puesto. Dicen que es reata con los amigos. Tú las llevas bien con el y no creo que se niegue. ¿Entonces qué? —sacó un cigarro de la bolsa, se limpió el sudor de su frente y se levantó. Te espero a las cinco de la tarde en la pulquería de don Max... ¡Me cae que sí le sacamos algo! Un comité de bienvenida esperaba impaciente la llegada del presidente municipal. Don Felipe, responsable del comité, intentó alargar el corto saludo del presidente: —¡Buenas tardes, señor presidente! El presidente respondió al mismo tiempo que acomodaba el ala izquierda de su sombrero. —Buenas... —Le parece bien si... Llegó hasta el pie de las escaleras de mármol blanco, observó el busto en memoria de Benito Juárez, esbozó una pequeña sonrisa y suspiró. Repentinamente recordó las palabras de Ignacio, pensó en su compadre, él sería incapaz de hacer algo así... Pero y si... Mejor no pensar en esas chingaderas. Al entrar a la oficina se fijó que todo siguiera en su lugar. Enderezó la fotografía de su madre y se sentó sobre una silla de cuero café. Don Felipe volvió a preguntar: —¿Se le ofrece algo, señor presidente? —¡Que se vayan a la chingada! —respondió mientras acariciaba, en uno de los cajones del escritorio, una botella de mezcal Cienfuegos. Se desabotonó la camisa y comenzó a beber. ¿Será cierto? Pinche compadre, canijo. ¿Y la Amelia? ¿Sabrá todo? Tres tragos bastaron para que recuperara, después de escribir una carta que guardó en la bolsa trasera de su pantalón, la tranquilidad. Sintió el reposo del mezcal en su garganta. A lo lejos se escuchó el ruido de la cortina de la tienda de la Josefa: había cerrado ya. Consumió la última gota. ¡Yo sí le rompo la madre! Recargó su cabeza en el respaldo, bostezó, cerró los ojos y... —¿Se puede? ¿Compadre? —¡No les dije que se fueran a la...! ¿Compadre? Bajo la luz tenue de una lámpara, con las piernas abiertas y borracho, el presidente municipal subía con dificultad su bragueta después de orinar. Volvió a encender su puro. Benito contemplaba, sentado a la orilla de la banqueta, en espera de que el presidente municipal acabase, el apacible caminar de tres burros que aparecieron repentinamente por entre los matorrales. Tras de los burros, sin hacer mayor ruido, unos ojos acechaban misteriosamente. Eran nada más ellos. Ajenos a los problemas del pueblo, que si la parroquia de San Fernando, que si la boda de la Juliana, que si los nuevos postes del telégrafo... Al dar vuelta en la esquina Benito recordó que su amigo lo estaba esperando en la pulquería de don Max. Se sintió mal: Ignacio era uno de sus mejores amigos. Pero ya era demasiado tarde. Además, con lo borrachos que venimos no alcanzamos a llegar, pensó. La luz se volvió un relámpago cuando Benito sintió el golpe de un palo grueso en la cabeza. Todo se oscureció, rodó dos metros, quizás más, miró cómo todo le daba vueltas y sólo atinó a gritar el nombre de su compadre con la desesperación de quien se siente perdido. Antes de cerrar para siempre los ojos, alcanzó a ver entre una espesa niebla que poco a poco descomponía su vista, la figura de su compadre abrazando a otro que en mucho se parecía a Ignacio. Pero si Ignacio me espera en la pulquería, fue su último pensamiento. Acto seguido, rodó por la barranca del Chivito. Cuando doña Amelia recibió la carta, de manos del mismo niño del árbol, dejó libre al canario, vendió la vaca coja, regaló el perro a su vecina y corrió a patadas al gato. No hizo ninguna mueca, no pudo ni llorar. Cogió a sus hijos, los envolvió en un rebozo, le pidió un préstamo a la Josefa y abandonó el pueblo para encontrarse, dos meses más tarde, con el presidente municipal, que había solicitado su renuncia por motivos de salud no sin antes dejar un recomendado ante la junta de gobierno. El pueblo estrenó presidente. Se respiraba un ambiente de alegría. Ya nadie preguntaba por Benito: dicen que envió una carta a su esposa donde le avisaba que, de buenas a primeras, se largaba a los Estados Unidos con una prostituta de la pulquería de don Max. En tanto, Ignacio aparecía por todas partes, sonriente y peinado de raya en medio, complaciente con los niños, regalando paletas de limón, saludando a las viejecitas de las bancas de la iglesia, atendiendo a los saludos de don Felipe que, moviendo con emoción su mano, gritaba por las calles vivas y fiestas en honor al nuevo presidente municipal.
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Acuarelas de Mario Maldonado, ENAP
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