Jorge Volpi se viene perfilando, de un tiempo a esta parte, como uno de los escritores que parecen haber encontrado la fórmula para convertirse en un escritor profesional consistente y exitoso. Atrás quedaron los tiempos del Centro Universitario México, durante sus años de preparatoria, en los que germinó en él la idea de convertirse en escritor. A pesar de nunca obtener el primer premio en aquellos concursos estudiantiles (superado muchas veces por su compañero en esa asociación bautizada como el crack: Ignacio Padilla), su idea acerca de la literatura siempre ha sido consistente con las obras que ha dado a luz.
En este año llega a las librerías El fin de la locura, novela en la que el ahora agregado cultural de México en Francia aprovecha el auge obtenido y el prestigio que le redituó ganar el Premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral en 1999. En ella, el autor se explaya nuevamente en esa búsqueda de renovación de las posibilidades de la mezcla de discursos (hibridez, dirán algunos posmodernos) que atañen a campos de conocimiento distintos. Si ya en En busca de Klingsor había ensayado con la ilusión literaria de estar creando una novela con la estructura de un tratado de física teórica y en Días de ira le otorgaba a las partes de su novela una división paralela a la de la misa católica, en El fin de la locura se atreve a convertir la trama en una especie de ensayo filosófico-psicológico-militante que se edifica alrededor de la reconstrucción de episodios biográficos de autores canónicos franceses de la segunda mitad del siglo XX y de una reconstrucción histórica de la historia reciente de nuestro país.
Es así como por sus páginas se mueven las figuras imponentes (e impotentes en muchos casos) de pensadores como Jacques Lacan, Lotus Althusser, Roland Barthes y Michel Foucault. La crónica de la rebelión del París de 1968 se une repentinamente y sin aviso previo a la descripción crítica y la duda acerca de la pertinencia de la idea de utopía que pertenece más a una mente de finales de siglo que a un militante de la ilusión del triunfo revolucionario. No es gratuito entonces que Eloy Urroz califique en su ensayo La silenciosa herejía: forma y contrautopía en las novelas de Jorge Volpi,* a la producción del autor como una manera de ir en contra de los discursos que con la propuesta y el proyecto de mostrar una realidad posible, basen sus argumentos en una imposición autoritaria de la ideología que profesan.
Esa deconstrucción de los discursos paradigmáticos se va a mezclar también con la fabulación acerca de personajes históricos que se suponían intocables o, al menos, figuras a las que no se podía tocar impunemente. Así el autor relata sesiones de psicoanálisis de Fidel Castro, descripciones de actos multitudinarios y privados de Salvador Allende y entrevistas secretas y anecdóticas con Carlos Salinas de Gortari y uno de sus némesis, el Subcomandante Marcos. El protagonista de la historia, el psicoanalista Aníbal Quevedo, transita entre estos personajes como un ser privilegiado por la historia, pero al mismo tiempo condenado a no pertenecer a ella.
Este personaje, Aníbal, se va a convertir en el alter ego literario de Volpi. A través de él, el autor saldará cuentas con muchos de sus detractores, entre los que sobresale la figura de Christopher Domínguez Michael, mío de los críticos más ácidos del movimiento crack, al hacer una reconstrucción ficticia de la forma en la que fueron recibidos sus propios libros, tratándolos paralelamente con las obras producidas por Quevedo, que eran calificadas por un crítico en particular (Juan Pérez Avella) como “los peores libros del año”. En ese sentido, el manejo que el autor hace del humor se convertirá en una de las marcas que ya estaba presente desde obras anteriores como El juego del Apocalipsis y La paz de los sepulcros. La parodia de las reacciones del mundo cultural mexicano en relación a su producción literaria le dará a la novela un aire irónico del que no se desprenderá nunca a lo largo del relato.
Esa capacidad para el autoescarnio, sin embargo, tiene sus aristas al presentarse como una revancha en contra de las críticas más frecuentes que se le han hecho al autor. Comentarios sarcásticos que pretenden burlarse de los reclamos de que, por ejemplo, los personajes de sus novelas no sean mexicanos o que la acción no se desarrolle en México. Uno de los párrafos del libro es, en este sentido, bastante ejemplificador:
—El gran problema de este libro es que la mayor parle de la acción se desarrolla en París —me sanciona Josefa—. ¿Sabes cuántas novelas latinoamericanas se sitúan en esta ciudad? Centenares, Aníbal, centenares…
—¿Y qué quieres que haga, Josefa? ¿Que me vaya a vivir a Varsovia o a Bogotá para no incomodar a los críticos? ¿No te parece una concesión suficiente el que yo sea mexicano? (p. 305)
Así es como, a través de más de cuatro décadas, la vida de Aníbal Quevedo transcurre de manera vertiginosa entre varios países, continentes, figurones intelectuales y amores dolorosos e imposibles. A pesar de dejar en claro que la novela intenta transigir con la idea de utopía y de que la lucha por los ideales se vuelve una misión, si no imposible sí vacía de significado en un mundo en el que la imagen de futuro cada vez se ha reducido más hasta casi desaparecer, el libro termina planteando aún la posibilidad de existir insistiendo en esta forma de vida. Dice Claire, el amor eterno de Aníbal: “Siempre me mantengo en pie de guerra. Y nunca transijo. Lo siento Aníbal: a diferencia de ti, yo no pienso renunciar a la locura”. Al final queda la esperanza.
Al final de la trama. Después. Volpi no resiste terminar su novela con un guiño humorístico al presentar una bibliografía que es una broma bastante sofisticada: al lado de libros seminales del pensamiento del siglo XX se alinean fichas de libros inexistentes. Como reza la advertencia al inicio de la novela: “Ésta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es culpa de esta última”. La realidad sobrepasada por una obra que seguirá cosechando detractores para su autor pero también lectores para su causa. Historia, humor, reconstrucción biográfica, burla de sí mismo y del sistema político, visita a la miseria y las rebeliones indígenas, filósofos franceses e intelectuales mexicanos: un coctel que merece ser leído con atención y en la misma medida, disfrutado página a página.
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