Tres noches y no has dormido bien. A lo más un par de horas, cada madrugada, en que las cobijas se convirtieron en un peso caliente y asfixiante; en que el aire se hizo denso y un millar de fotos inconclusas, inconexas e incómodas inundaron las almohadas. Al llegar la cuarta tampoco duermes, o acaso escuetas horas que pasan sobre tus ojos desnudos. El sueño es la inconciliable aspiración de tu carne y de tu aliento. La oscuridad del cuarto es la impaciencia desbordada, orgullosamente erigida contra ti. Y el ocaso, el trágico anuncio inexorable de la reconciliación de las formas.
La quinta noche es una pesadilla: te arden las ojeras, te rasguña el cabello y te tiemblan las manos con la fatiga hueca de tu esternón palpitante. La sexta velada se vuelve un ingrato recuerdo de otras noches, su aturdida repetición, con un pequeño cambio: un halo de resignación sedimenta en tu espíritu y se coloca detrás de tu esqueleto. Es al séptimo día sin dormir que comienza el verdadero efecto del insomnio: la confusión total acribillada por destellos aplastantes de lucidez.
La claridad se diluye, se filtra entre luz como fantasma para aparecer por momentos y penetrarte terrorífica. Un frío metafísico corroe los huesos, el miedo a la muerte toma presencia en la oscuridad de los demás cuartos apagados y se vuelve la sombra del vaso proyectada por la luz amarillenta de la lámpara. El silencio es un grito desesperado que se ahoga en la garganta y en los impávidos vidrios de los ventanales que lentamente comienzan a anunciar el nacimiento de otro día. Se mezclan noche y día en imprudentes formas tétricas, exentas del color de los ocasos.
La confusión del insomnio atañe directamente a lo cotidiano. Cimbra el día a día, lo vivencial, porque altera la lectura que el cerebro hace de las impresiones que el mundo exterior provoca en los sentidos. Se disloca la conexión entre las emociones producidas por el contacto con los objetos materiales y sus fuerzas, y las ideas con las cuales ordenas esas emociones. El mundo transmuta, ya no es aquel todo que te interpela al tiempo que transcurre indiferente con sus lógicas y dimensiones; ahora es una red de acontecimientos fragmentados que juegan caóticos entre lo real y lo imaginario, como si todo lo que ves en la comisura donde termina la vista, tomara un papel protagónico. No hay juicio, ni posibilidad de diferencia. Todo acontece en una atmósfera onírica de potencia imposible, clavada como astillas de espejos sobre la vigilia.
Los destellos de luz se reducen, pero llagan contundentes y desnudan a flor de piel verdades insoslayables; distorsiones y reflejos devienen incontrolados y producen una concatenación deshilada de ideas, de imágenes, de sentimientos. Ya no existe la estructura. Los andamios de la razón son de hule-espuma y la coherencia un sueño lejano. El reconocimiento se esfuma, los sonidos trastocan los colores y los hacen chillar, las perspectivas bailan, los cajones de la mente vomitan y la muerte hace brillar sus rojizos ojos bajo las sábanas y en las esquinas, sonriendo detrás de cada trago de café y delante de cada palabra. A partir del séptimo día sólo queda la necia lucha por sobrevivir.
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Toda definición de insomnio redunda en la imposibilidad de conciliar el sueño, aunque se diferencia a los que no duermen, de aquellos que despiertan tras pocas horas de acostarse y no logran regresar a los brazos de Morfeo. Por motivos físicos o mentales, el sujeto se ve sin posibilidad de descanso en el cuarto eslabón del sueño, llamado fase lento o fase delta, en el cual el organismo halla máxima relajación y comienza un proceso fundamental para su salud: la regeneración. Regeneración en dos sentidos: inmunológico, cuando este sistema actúa con mayor fuerza y eficacia sobre los diferentes órganos del cuerpo; y psicológico, cuando los procesos mentales reacomodan experiencias enviando algunas al arrumbado ello y sacando otras de ahí, para descifrar los acontecimientos de las jornadas venideras.
Este mal ha atacado en todo momento al ser humano; tiene orígenes diversos y explicaciones múltiples, pero en todo caso parece haber acuerdos. Uno de ellos es que el insomne crea una dialéctica del insomnio: acostumbrado el cuerpo a no dormir, comienza a despreciar el sueño. Otro acuerdo es que después de un periodo largo de insomnio, una persona puede volverse, sin vuelta atrás, esquizofrénica; incluso puede llegar al suicidio por depresión profunda e inmediata. Por no referir a lo más común, las implicaciones directas en la salud de la persona: al no autorregenerarse, el organismo debilita al máximo su sistema inmunológico y neurológico. Los datos indican que en toda época se han utilizado sustancias de diversa índole y origen (hoy concentradas, sobre todo, por grandes firmas farmacéuticas) para controlar y abatir el mal. Pero la conclusión final es contundente: el insomnio se trata, pero jamás se cura.
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Hablar del insomnio es sumergirse en las noches que tienen la vastedad del olvido o el tamaño de la muerte. Es invocar un oscuro culto necrófilo que persigue al insomne en todo momento. Acudir a la precisión febril de las alucinaciones nocturnas, como recuerda el poema “Insomnio” de Borges. La vida abre paso entre sus pétalos al corazón de roca que la mantiene, al más evidente final al que se dirige.
El insomnio y la muerte son dualidad inseparable. En esas noches sin dormir reaparece incesante lo que se ha sabido todo el tiempo: que pronto, cada vez más pronto, terminará el paso de los días. Que la vida cesará súbita y para siempre. No hay remedio, no hay salida. Se apagará la flama de las velas, sopla al odio la muerte con su voz gélida. Y sugiere sus pasos en el silencio que se crea entre cada latido, en cada palpitación del cuerpo, en cada respiro y en el mutismo de las infinitas horas desterradas en que las cobijas son olas secas que revuelcan en la cama. Las flores del tiempo de Ende sí acaecen. No hay nada más terrible ni nada más verdadero.
Sólo queda el desolado rincón de los terrores. Llega el quebranto, la ruptura del estoicismo con que, comúnmente, se acepta la finitud. El llanto no importa, el valor sobra, la angustia amenaza y las palabras se esfuman. Pero en medio del marasmo y las astillas llegan los destellos raros de lucidez cual pequeñas gotas luminosas. Curiosa contradicción, posible en el mundo del insomnio: en el mar de añicos, de terror, incoherencia y confusión, surgen contundentes destellos lúcidos que asfixian hasta la médula y que persiguen durante el día. Ésa es la condena de quien lleva sobre sí el rostro del insomnio. El que ve con los ojos de ese demonio que atraviesa los tiempos. Del monstruo que tiene el tamaño de todas las cosas, o sea, del ayer, del hoy y del mañana. Que con sus dientes ponzoñosos muerde la comisura de las sombras; con su viento lóbrego sopla en los párpados del humano, del pequeño y frágil homínido iluso, perdido en el sinsentido de su vida, de su historia en la Historia.
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El insomnio es vertiginosamente lúcido. Trastoca todo lugar en vívido infierno. En una tortura lenta donde la esperanza se desvanece. El insomne es acribillado por destellos de lucidez que traspasan lo tolerable y hacen de la vida el insoportable tormento que se arrastra en los días sin interrupción, como ha señalado Cioran.
Tormento incesante que persigue es el insomnio. Las ocho de la noche y las ocho de la mañana no presentan diferencia. El tiempo, ahora un enemigo infame, corre disimuladamente entre bostezos. Cada minuto es una realidad aplastante, inconexa con el siguiente minuto; fotos de una claridad imposible y deslumbrante que se amontonan en los ojos del insomne. Es la experiencia más profunda en la vida, la más terrible y sin comparación, lo que recuerda aquellas líneas del poema “Insomniac” de Sylvia Plath o la desesperación del “Insomnio” de Dámaso Alonso.
El insomne es un alma errabunda. En su dolor tiene destellos terroríficos que llegan sin anuncio y se instalan en la mesa, sobre el plato del desayuno, en el agua de la ducha, en la espalda, en el cabello o en el pesaroso paso diurno callejero. Así como la muerte se acomoda en sus hombros y se arrastra detrás, las verdades reveladas a la mente insomne persiguen para siempre.
Los destellos lúcidos del insomnio suceden de golpe en medio del marasmo deshilachado de incoherencias, lo que recuerda la reacción de Edward Norton, en The fight club, cuando se da cuenta de todo: de quién es y quién su otro protagonizado por Brad Pitt. Se ve, de pronto, con el puño cerrado pegando con gran fuerza en su cara, peleándose solo, contra sí mismo. Y el final: “tú dependes de mí porque eres yo”, dice al soltarse un balazo en la cabeza. Pero la realidad no es como las películas. Es siempre mucho peor. Y ante lo inevitable el insomne se resigna, preparado para admitir las sombras que danzan y salen del telón de los párpados.
Para el insomne no hay salida; se encuentra en las garras del acuciante padecimiento, de la lóbrega tormenta de la conciencia humana que turbará su espíritu al grado del desconocimiento, de la locura y el resquebrajamiento de todo cuanto sabe, siente y cree. Se diluirá para siempre en un abismo oscuro, sin otra posibilidad que dejarse caer y perderse en lo más profundo.
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El insomnio duele. Duele dentro del cuerpo y afuera. En la luz y en los ojos, en los fantasmas que merodean el delicado borde construido como mi vida. Duele en lo hecho, en lo que se ha dejado de hacer y en lo que nunca se hará. Duele en los sueños, en el mañana, en el ayer. Es un dolor incoloro o que tiene el color vacío del nombre del insomne.
Duele en el destiempo, en la soledad incomprendida de las noches en vela, en la angustia que se acumula como dientes de fuego en los pulmones, en el temblor de las manos, en los sudores fríos, en el ingrato reflejo irreconocible que el espejo del baño echa en cara y arroja a su diario acontecer. Duele en las palabras que la boca escupe sin sentido y con voz ajena, en la confusión de los deseos, en el lugar común del no puedo dormir.
Y duele porque el insomne se sabe víctima del espíritu de su tiempo. De un mundo sin futuro, de hombres sin palabra, de mujeres sin vientre, de niños nacidos entre marcas, de miradas absurdas que no hallan consuelo en el consumo. Es la huella de un posible Volksgeist, en tanto el espíritu de un pueblo que corre apresurado con el vacío comiéndole los talones y con la desolación de campos infértiles de frente.
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Es el momento, por qué no, de poner semillas en la larga noche del insomnio. De hablar con las figuras a la mano, de decir con la imagen, de cavar con versos la tumba de ese monstruo que persigue por las noches. Sea así, en las catorce líneas endecasílabas del soneto petrarquista, una vía por la que se encuentre la luz de una posibilidad:
soneto / insomnio
el mundo del insomnio, el inasible
lugar de dimensiones imbricadas,
tejido de linderos y alboradas,
sendero fragmentado ineludible,
es trago entre la ausencia y lo terrible,
es paso de las horas desterradas,
y ver trescientas fotos enlazadas
sentado en un balcón indescriptible
de nubes de algodón o de cojines,
es verte respirar en ser ajeno
vibrar en cuerpo de aire o queroseno
que baila entre horizontes y sinfines,
vigilia en que te llevan querubines
o el velo tras un sueño nada ameno.
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En mi esternón llora un niño y me pregunta si mañana será un día luminoso o si sólo es un rumor. Me deshace, me debilita y me arroja a la calle, sabiéndome sólo el plagio de un viejo poema de Octavio Paz, donde nadie es el nombre vacío que me sigue, que está al otro lado del espejo en la mañana, que come con mi boca y mira con mis ojos. Nadie es el nombre de un hombre que no me dejará dormir.
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